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sábado, septiembre 11, 2010

Qué festejar

1.

La Patria no es un fulgor abstracto. Tampoco el fulgor de los huesos de los hombres fuertes del pasado. No puede ser la esperanza de una Patria mejor, segura y justa que los anuncios mercadotécnicos del gobierno federal nos invitan a soñar despiertos, como si alucinar fuese una actividad patriótica. Ni ha de ser el chisporroteo de juegos pirotécnicos en la plaza pública: por maravillosos que sean, y lo serán, serán fugaces.

La Patria es hoy. Es diaria y es real y es tangible. Es eso que nos une, lo deseemos o lo deploremos. Es eso que no tiene dueño particular y es de todos: lo nuestro. Es el bien común, y también, por desgracia, el mal común.

No es entonces casual que muchos nos encontremos con los corazones atribulados por la incertidumbre de salir este septiembre de nuestras casas a festejar. Festejar qué de la Patria, nos preguntamos, y cómo no deplorar mucho.

Porque el mal común de nuestro tiempo es grande y peligroso. Esta guerra civil que llegó puntual según las profecías numerológicas, pero que no es la guerra de clases sociales que tanto temíamos, sino una harto peor. Una guerra sin ideología y sin héroes. Una guerra que ha invadido con sus armas y explosiones la tercera parte del territorio ha borrado el optimismo en el país completo y se cuela hasta lo más íntimo de cada uno de nosotros, cuando los truhanes roban nuestras casas, secuestran a nuestros seres amados, nos hurtan nuestros patrimonios y, sin tener a donde acudir para exigir justicia, quedamos llenos de impotencia y odio.

Sincerémonos: Del otro lado de las barricadas, del otro lado de la barbarie de esta guerra, más allá de nuestra rabia, ahí donde la vida se esfuerza en trascurrir civilmente, tampoco podemos reposar, y es que ahí otro mal, menos mortífero pero sí corrosivo, nos envenena. El encono. La discordia.

Dice Aristóteles: “La discordia es un estado de cosas en que cada uno toma del bien común lo más que puede y regresa lo menos posible”.

Ojeemos nuestra pirámide social. Primero a nuestros ricos. Hay pocas economías grandes con ricos tan ingratos como los nuestros. El hombre más rico del mundo nos vende, en su país, una de la bandas anchas de internet más lentas del planeta y a cambio nos cobra una de las rentas más altas. Cemex, que lleva en su nombre el nombre de México, ordeña el mercado nacional para sufragar su globalización: acá vende más caro que en ningún otro sitio el cemento. Nuestros grandes bancos (bueno, es un decir, los bancos transnacionales que acá operan) consideran sus sucursales mexicanas las joyas entre sus garbanzos: acá pagan poco el ahorro, cobran cada servicio y cada error al usuario, y prestan muy caro; y así, acá han condenado a una generación de empresarios incipientes al estancamiento de sus sueños.

De nuestra clase política qué decir sino lo consabido. Cada facción vigila a la otra para estorbarla y ninguna cede un ápice a la cooperación. Y cada facción, ocupada por conseguir para sí más poder, extravía la misión que la llegada de la democracia le imponía a esta generación de políticos: la edificación de un Estado que con leyes, jueces y maestros protegiera y agrandara el bien común.

Reina la discordia en la punta de nuestra pirámide social. La discordia que viene de la abundancia acaparada. Del bien común saqueado y vuelto a saquear. Y, como fiel reflejo, los corazones de los ciudadanos se encuentran en disputa, indecisos en salir a la plaza pública a festejar ese campo de batalla llamado Patria.

2.

Y sin embargo, algo más sucede en los márgenes del odio y la barbarie. Algo menos publicitado, más despacioso, algo luminoso que serena los corazones.

Nuestras universidades públicas han vuelto a ser el espacio de la discusión informada de realidad. Hoy nuestros sabios universitarios tutelan tradiciones mexicanas en la arqueología, en la antropología, en la medicina, en la arquitectura, en la biología, para nombrar las más visibles. Hoy vemos erguirse, aunque entre tirones para impedirlo, a una Suprema Corte de Justicia autónoma por primera vez en nuestra historia.

Hoy en unas cuantas porciones de México se embellecen las plazas públicas. Se remozan las calles. Se venden o rentan a precios sensatos bicicletas y motocicletas, para preservar el aire. Se repueblan el Mar de Cortés y el Mar Caribe mexicano gracias a ciencia mexicana. Hoy trabaja con paciencia y poco interés de los medios masivos la generación de artistas y escritores más numerosa de nuestra historia –y también, hay que reconocerlo, la más apoyada por el Estado–. Hoy se han abierto varias colecciones de arte de empresas nacionales a los ciudadanos, como la Colección Coppel o la Colección Jumex. Francisco Toledo y Proax siguen expandiendo la belleza por Oaxaca. Las series de la televisión pública y privada cada temporada tienen mejor factura y más relevancia. El cine vive ya 10 años de auge. Un patronato de empresarios y un equipo de ecologistas protege y desarrolla las 18 hectáreas de la reserva natural Montes Azules.

Hoy la sociedad civil sigue armando sus organizaciones. Semillas dona millones de pesos a los grupos de mujeres que trabajan en mejorar la vida de las mujeres. Las Libres de Guanajuato donan su eficacia profesional para defender gratuitamente a mujeres encarceladas por ser mujeres. Miles de mexicanos cabildean los derechos de los mexicanos de capacidades y preferencias distintas.

¿Qué festejar este septiembre? A esos mexicanos de corazones enteros. Esos mexicanos que practican la generosidad civil: que ensanchan la Patria y no la roban, regidos por una exigencia personal de nobleza. La nobleza: los actos que a nadie quitan y a todos benefician. La definición es otra vez de Aristóteles.

Esos mexicanos son los héroes de nuestro presente. Rodeados de violencia, infunden a nuestra realidad la concordia y marcan un camino a seguir. Si emulándolos lográramos un pacto ciudadano para enriquecer el bien común; si cada mexicano, rico o pobre, diera un paso adelante para aumentar lo que es de todos, estaríamos en camino de escapar de lo que hoy es nuestro mal común: la discordia, y su prolongación por medios físicos: la guerra.

jueves, marzo 19, 2009

Patriotas patito

Lydia Cacho
Plan B

Patriotas patito

Desde que era pequeña mi abuelo paterno, que era un militar conservador, gustaba de que su hermana, la tía Eloína, nos llevara a pasear en el Castillo de Chapultepec. Confieso que era maravilloso escuchar las anécdotas de la tía abuela sobre los niños héroes. En aquellos tiempos, hace por lo menos tres décadas, imaginaba a los cadetes enrollados en la bandera lanzándose al vacío para defender a una patria llamada México.
Muchos años después resulta mucho más difícil imaginarme a Felipe Calderón embalsamado en el lábaro patrio por las declaraciones del gobierno estadounidense sobre la corrupción mexicana y la infame guerra contra el narcotráfico.
Los que se enroscan en la bandera por las declaraciones sobre corrupción mexicana se equivocan. Nadie ha dicho que el gobierno estadounidense sea moralmente superior al mexicano; basta decir Bush para entenderlo. Lo que sí digo es que México le pidió al vecino yanqui un préstamo multimillonario llamado Plan Mérida, para entrar a una guerra cuyo cuartel son nuestras calles, los barrios en los que caminamos las mujeres, en los que circulan los niños y niñas que van a la escuela. La guerra contra el narco no se da en espacios aislados, sino en el país entero; en el nuestro, donde las mujeres y hombres hemos aprendido a fuerza de sufrimiento y responsabilidad a reclamar nuestra voz y nuestro voto.
En México, que nos quede claro, nada es gratuito. Y el gobierno estadounidense lo sabe. Por eso pide cuentas, por eso pone límites. Y lo que resulta inaceptable es comprarse el teatro de quienes han pedido asistencia económica, armamentista y militar, y luego se niega a la supervisión. Todo tratado político tiene un precio.
Sí, los estadounidenses venden armas porque su ley lo permite por lamentable que ello sea, pero los mexicanos compran armas porque nuestras fronteras, porosas e ineficientes, permiten la entrada de esas armas. Según los especialistas en seguridad nacional, al menos 50% de las armas ilegales entran a México a través del tráfico ilegal orquestado por cuerpos policiacos aztecas. Los estadounidenses tienen sus propias reglas, los mexicanos casi ninguna para entrar por la frontera norte hacia el sur.
Para frenar el tráfico de armas sí es necesario un acuerdo binacional, pero sin duda la primera regla es mirar hacia adentro. Habría que preguntarnos cuántos agentes aduanales en la frontera norte revisan las cajuelas. Cuántos hablan árabe e inglés. Cuántos se venden por 100 dólares. Cuántos policías tienen un arma oficial y una propia.
Mi abuelo, el militar, decía que el buen juez por su casa empieza. Él, como muchos que están muertos, tenía razón. Hoy me rebelo contra el patriotismo patito, caricaturizado. Antes de lanzarnos al vacío de la falsa dignidad, revisemos las deficiencias propias.