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lunes, agosto 22, 2011

Adiós al TLC: una salida al Pacífico

Desfiladero

¿En qué se parecen México y Bolivia? En que los dos necesitan una salida al Pacífico. ¿En qué se diferencian? En que Bolivia la busca porque no la tiene, y México la tiene pero no la usa. En 1883, al término de una guerra de cuatro años en la que también peleó contra Perú, Chile despojó a Bolivia del desierto de Atacama, que corre paralelo al mar, y el país que hoy gobierna Evo Morales quedó entre los Andes y el Amazonas. Lleva 130 años buscando un arreglo con sus vecinos para recuperar la costa de Cobija, que en 1825 le asignó Simón Bolívar al concretar su independencia.

México cuenta con 7 mil 147 kilómetros de litorales sobre el Pacífico, desde Tijuana hasta la última playa de Chiapas, llamada Boca del Cielo, pero bajo la dominación de nuestra olinarquía, supeditada históricamente a los designios de Estados Unidos, esa inmensa extensión es, para decirlo con Revueltas, un muro de agua que nos asfixia.

Ese muro –hidráulico, geoestratégico, ideológico– nos impide reorientar nuestras exportaciones hacia el mercado más grande del planeta. China tiene mil 400 millones de habitantes. Según la revista oficial China Hoy, en el ejercicio más reciente México vendió al gigante asiático productos valuados en 3 mil 696 millones de dólares. En otras palabras, cada ciudadano chino nos pagó, en promedio, 2 dólares 80 centavos. En el mismo lapso, Brasil obtuvo por sus ventas a China 29 mil 644 millones de dólares, es decir, cada chino le compró 21 dólares con 17 centavos.

Dicho de otro modo, el año pasado, cada consumidor chino dio a México 7 centavos de dólar al día y 58 centavos a Brasil. ¿Por qué? Tal vez por lo siguiente. Desde que tomaron el poder en 1982, los neoliberales mexicanos destruyeron la industria nacional, el campo y las leyes que protegían a nuestros productores de la competencia desleal de los extranjeros. Nuestras fronteras fueron abiertas de par en par a todas las mercancías del mundo, que llegaron, y siguen llegando, sin pagar impuestos. Y los derechos de los trabajadores mexicanos fueron abolidos para que los inversionistas externos los explotaran a su antojo.

Todo esto perseguía un fin supremo: hacer de México la máxima plataforma exportadora de productos, de todo el orbe, a Estados Unidos. A eso le apostaron Salinas y sus visionarios, inspirados en la dupla Milton Friedman-Pinochet, pero su estrategia resultó tan equivocada que, en los hechos, sólo sirvió para convertir a México en el mayor exportador de droga.

En 2000, Fox presumía: En México, el norte trabaja, el centro piensa y el sur descansa. Mentira: el grueso de la producción industrial estaba en el DF y la zona conurbada del Edomex; a su vez, la gente del sur sudaba la gota gorda, sobre todo en Guerrero, Oaxaca y Chiapas, para no morirse de hambre, mientras la clase media y los empresarios de los estados del norte se sentían más gabachos que mexicanos. Y de pronto, oh sorpresa, todo cambió.

Con una deuda externa que valía lo mismo que el producto interno bruto de todos los países del mundo, unos patrones de consumo insostenibles y una prosperidad ficticia, basada en las ganancias del casino mundial de las bolsas de valores, a principios del nuevo milenio la economía estadunidense empezó a contraerse y de inmediato redujo sus importaciones de México. De Tijuana a Matamoros, miles de pequeñas y medianas empresas, que vivían de sus modestas pero continuas ventas a California y Texas, tuvieron que apretarse el cinturón; luego despedir a sus empleados y después cerrar.

Las maquiladoras volaron como codornices al oír el primer escopetazo y, aquí entre nos, el desempleo empezó a crecer al mismo tiempo que el poder económico, político y militar de los cárteles, y aparejado a esto la violencia y la descomposición social, en tanto, haiga sido como haiga sido, el aparato del Estado cayó en las manos ineptas, corruptas, voraces e insaciables de esa forma del crimen desorganizado llamada gobierno del PAN, que preside el caos con la bendición del PRI.

Con el estallido de la burbuja especulativa de Islandia (o Hielandia: Iceland) en 2008, sobrevino la gran crisis económica mundial, que Obama no pudo –pues Hillary no lo dejó– remediar con la enérgica receta que había ofrecido en su campaña. Hoy, su fracaso multiplica los efectos negativos del desastre, a tal grado que la jubilación del dólar como supermoneda de la humanidad proclama el fin del Consenso de Washington, o de la doctrina del pensamiento único que impusieron los neoliberales a escala planetaria tras la desaparición de la URSS.

Pero si el Consenso de Washington dio origen al TLC entre México, Canadá y Estados Unidos, y nos llevó a la ruina, la conclusión lógica es que si el pensamiento único llegó a su fin, el TLC ya no tiene razón de ser. Por tanto, los mexicanos debemos organizarnos para arrebatar el poder político a los tecnócratas y a los magnates que se beneficiaron del pensamiento único en perjuicio de decenas de millones de nosotros, y elegir un gobierno que tenga el suficiente respaldo social para desconocer (nuestros diplomáticos dirán renegociar en condiciones más favorables) el TLC y curar las heridas económicas, sociales y políticas que abrió Salinas como siervo del Consenso de Washington, con los catastróficos resultados que conocemos.

Enrique Dussel Peters, doctor en economía y coordinador del Centro de Estudios México-China, señala que en 2008 nuestras exportaciones a aquel país ascendieron a mil 315 millones de dólares, desglosados así: 487 en cobre y manufacturas de cobre; 465 en otros minerales, escorias y cenizas; 214 en aparatos eléctricos y 148 en automóviles y tractores. En cuanto a productos de consumo, ninguno, salvo cerveza.

Si en materia de comercio exterior el gobierno posneoliberal que el pueblo lleve al poder se fija la meta de aumentar de siete a 70 centavos de dólar la venta de productos mexicanos a cada consumidor chino, tendrá que reorganizar el aparato del Estado para dirigir la producción de alimentos y mercancías hacia ese objetivo. Pero no podrá reactivar la economía agrícola mientras siga acatando esa cláusula del TLC, aprobada por Salinas, que prohíbe a México subsidiar a sus campesinos: una razón más para renegociar el tratado, en el contexto de la cuarta gran transformación histórica que se avecina. ¿Como para cuándo? A tanto no llega la bola de cristal de esta columna.

Tiene razón...

Ernesto Cordero, precandidato oficial del PAN que en sus ratos de ocio atiende la Secretaría de Hacienda, cuando nos invita a resignarnos porque México será, según la calificadora Moody’s, uno de los países más afectados por la crisis de Estados Unidos. Así será mientras no reconozcamos que para reducir nuestra dependencia de los consumidores del norte debemos mirar hacia China... También tiene razón Jesús Zambrano, lider histórico del PRD, cuando afirma que Andrés Manuel López Obrador debe buscar el dolor de la traición en otro lado. Datos oficiales en poder del IFE revelan que en 2009 los militantes de ese partido eran casi 7 millones. Hoy suman un millón 795 mil. Bajo el liderazgo de Jesús Ortega, hoy brazo izquierdo de Marcelo Ebrard (el otro brazo es Manuel Camacho), el PRD perdió 5 millones de militantes... Pero también tiene razón la señora Esther Orozco, quien tras ser ratificada como rectora de la UACM, dijo que se cierra un capítulo de este periodo difícil. Es correcto, pero a menos que ella crea, como Fukuyama, en el fin de la historia, esta historia, amable auditorio, continuará... ¿Dónde fue que, al paso de la ampolleta con sangre de Juan Pablo II, la gente se arremolinó a gritar: no más sangre?

sábado, noviembre 07, 2009

¿Se puede tener “absolutamente conciencia tranquila”?

Desde el más alto nivel del Estado mexicano se ha expresado que, ante la decisión política de dejar sin trabajo a 44 mil empleados del Sindicato Mexicano de Electricistas (SME), se tiene sin embargo absolutamente conciencia tranquila” (La Jornada, 14.10.2009). Desearía reflexionar sobre dicho enunciado desde un punto de vista preciso y estrictamente ético, y muy especialmente porque el funcionario se presenta públicamente como cristiano (y por ello nos viene a la memoria el siguiente texto de un conocido pensador alemán, cuando escribe que “la crítica está en su perfecto derecho cuando obliga al Estado” o al que “profesa la Biblia como su doctrina en oponerle [a su decisión] las palabras de la Sagrada Escritura, [porque] cae en una dolorosa contradicción […] cuando se enfrenta con aquellas máximas del Evangelio que no sólo no acata, sino que no puede tampoco acatar”1). Mi reflexión se dirige entonces a un amplio público, sean ciudadanos que adoptan posiciones de derecha o de izquierda, aunque argumento principalmente para aquellos que opinan que en política hay principios normativos.
En primer lugar, el corto enunciado habla de “absolutamente”, o “en absoluto”. Desde ya debemos indicar que ninguna decisión práctica o política puede ser absoluta en el sentido de “cierta”. Es decir, la finitud humana y la complejidad prácticamente infinita de toda decisión concreta política impide como un imposible afirmar que sea absolutamente cierta (y ni siquiera puede ser cierta, a la manera de una conclusión matemática, y no porque sea insuficiente o errada sino, simplemente, por su imponderable complejidad). Toda decisión práctica, ética, política por ello puede ser, en el mejor de los casos, efectuada con “pretensión” de justicia. La palabra “pretensión” (claim, en inglés; Anspruch, en alemán, y tal como lo ha expuesto K.O. Apel o J. Habemas) indica exactamente que la verdad de los juicios o decisiones prácticas pueden, cuando son honestas, cumplir con las exigencias o los principios estipulados por la moral, pero que nunca pueden alcanzar el grado de “certeza” de algunas explicaciones científicas (que de todas maneras son falsables), de una verdad inapelable. Si alguien demuestra razonablemente lo contrario de lo decidido con “pretensión de justicia”, el justo debe corregir el juicio ante el mejor argumento, y permanece por ello en la “pretensión” de justicia (pero sabiendo que a corto o largo plazo puede demostrarse nuevamente la injusticia de la misma corrección)2. La Biblia, que el mandatario afirma como cristiano “como su doctrina”, recuerda que “el justo peca siete veces por día”. Y es justo, porque sabe de su finitud y reconoce con conciencia su pecado cuando se lo reprochan justamente. El injusto, en cambio, no peca nunca, porque tiene ceguera valorativa (diría Max Scheler) ante el efecto negativo de su acto injusto. Es entonces desmesurado y falso que una conciencia pueda estar “absolutamente” tranquila, o está indicando, simplemente, que no se tiene conciencia moral de lo que se hace, y se dice.
En segundo lugar, la “conciencia” de la que se habla no es conciencia cognitiva (en alemán Bewusstsein), sino conciencia “moral” (Gewissen). Los griegos la desconocieron; los egipcios desde hace 45 siglos la describieron en el mito de Osiris, que era un dios que conocía todos los actos humanos, aun los más secretos, y que en el día del “juicio final” –parte del mito egipcio después recibido por judíos, cristianos y musulmanes–, recordaba a cada uno las injusticias cometidas en su vida3. El actor egipcio de un acto se veía visto por el dios (era ya la conciencia moral que juzga el acto, que lo recrimina o aprueba). La conciencia moral para Tomás de Aquino era una facultad de la razón práctica que aplicaba (applicatio, en latín) los principios universales éticos al caso concreto que la decisión elige (una “elección querida” y un “querer juzgado”, decía el Aquinate). Freud le denominó el Super-yo (Ueber-Ich), que remuerde como culpabilidad (que cuando es patológica hay que superarla, pero cuando es justa hay que tenerla en consideración; perder toda culpabilidad puede ser efecto de una insensibilidad moral propia de los cínicos, en su sentido cotidiano). De manera que la conciencia moral puede considerar positiva o meritoriamente una decisión o un acto, o puede reprochar culpablemente un acto injusto.
En ambos casos, sin embargo, nunca se tiene “absoluta tranquilidad”; es decir, nunca nadie puede estar seguro, tranquilo de la bondad del acto realizado, de que sea ética y objetivamente verdadero (con verdad práctica), ya que por naturaleza toda decisión moral o política es incierta (por la finitud humana, y por la complejidad de las situaciones concretas, complejas). Hasta un Francisco de Asís (tan ponderado por el pensador marxista Antonio Negri, que termina su libro Imperio hablando de aquel ejemplar cristiano medieval, amante de los pobres y siendo él mismo heroicamente pobre) en su lecho de muerte estaba atormentado (nada “tranquilo” entonces) imaginando el juicio final y temiendo por todas las faltas cometidas en su vida ante su conciencia moral sensible y exigente que se había formado. Nadie puede ante una decisión en la que 44 mil personas pierden su empleo, parte de su vida, no estar animado de un profundo “temor y temblor”, como diría S. Kierkegaard, el gran pensador danés. Alguien, como Agamenón, el rey que se lanza a la conquista de Troya, se angustia ante el designio trágico griego de tener que inmolar a su hija Ifigenia, que el destino tremendo le obligaba. Pero el mismo Agamenón no tenía la “conciencia tranquila” al cumplir la voluntad de los dioses, sino que lloraba y gemía por la responsabilidad que afrontaba irremediablemente por ser rey, más allá de su deseo y de su amor paterno por su hija (¿No debería amar con amor de padre a sus hijos el representante que sabe que ha sido elegido para cumplir con la satisfacción de las necesidades de su pueblo, es decir, de los 44 mil miembros del SME?). Aún en el caso que debiera hacerlo hubo de medir sus palabras para que la frialdad de su conciencia no se manifestara en público con la dureza del acero del victimario (y no del amor de Abraham, que no mató a su hijo Isaac, aunque así no cumplía la ley de los semitas que le obligaba, como a Agamenón, a inmolar a su primogénito). ¡Cuánta distancia entre el Abraham de la Biblia que por amor a su hijo no cumplió la ley que le mandaba inmolarlo, al Agamenón que por amor a la ley mató a su hija pero gimiendo y llorando, y a nuestro presente ingrato cuando se deja sin trabajo a ciudadanos con “conciencia tranquila”! Es la “futilidad del mal” de la que habla Hannah Arendt, en referencia a la insensibilidad ante sus víctimas de aquel militar alemán que asesinó tantos judíos mostrando indiferencia cuando fue juzgado en Jerusalén.
El que se presenta como cristiano y contradice la Biblia escandaliza. Y dice el fundador del cristianismo (que al menos para el cristiano debe tener sentido): “Y al que escandalice a uno de esos pequeños […] sería mejor que le encajaran en el cuello una piedra de molino y lo echaran al mar” (Marcos 9, 41). ¡Ciertamente, duras palabras!
Escribo esto con el espíritu respetuoso tal como lo hacía Bartolomé de Las Casas, que indicaba al Emperador Carlos V que corría peligro su persona en el día del Juicio (que para el cristiano tiene sentido) por las injusticias que había cometido con los indígenas americanos; porque “para que una enajenación pueda ser legítima –escribía Bartolomé– se requiere el consentimiento (consensus) de todos los interesados”4 (y esto no acontecía en las encomiendas de los quechuas del Perú ni en el caso presente). Y lo escribo porque creo que las decisiones políticas pueden enmendarse. Ya que, en efecto, como los califas y sultanes musulmanes, los reyes del siglo XVI español organizaban disputas filosóficas y teológicas (como la de 1550 en Valladolid, entre Ginés de Sepúlveda y el nombrado Bartolomé sobre el derecho a la conquista) para poder formarse personalmente un juicio ético-político, normativo, ecuánime, justo, sobre una situación concreta compleja, que sin embargo no libraba a esos reyes de los profundos remordimientos y reproches que le lanzaba su conciencia que nunca estaba segura de no ser culpable.
* Filósofo.
1. La cuestión judía (MEW, 1, 359).
2. Toda decisión válida es sin embargo falible, y esto nada tiene que ver con el relativismo.
3. Véase mi obra Política de la Liberación, vol. 1, [7].
4. De regia potestae, II, xxiii, 1.
http://www.enriquedussel.org

sábado, octubre 24, 2009

¿Qué sentido tiene: primero liquídense y después veremos?


Esta frase entre comillas aparece en primera página de La Jornada (17/10/09). Nuevamente queremos reflexionar sobre lo que alegremente se dice pero frecuentemente no se tiene conciencia del contenido. En efecto, se dice: primero liquídense. El político expresó claramente que los miembros del SME deben aceptar que, antes que nada, han dejado de ser empleados de una LFC ya inexistente, y por ello, antes de toda negociación, deben ir a pedir adonde corresponda lo que el derecho vigente estipula en el caso del término de una relación de trabajo. Claro que alguien podría entender las dos palabras en otro sentido: Primero suicídense, ya que liquidar a una persona es igualmente asesinarla, matarla; y si es reflexivo el verbo, el matarse a sí mismo es un suicidio. Y lo que acontece es que la expresión, en los hechos, significa simultáneamente ambas cosas, porque un empleado de una empresa que se intenta disolver, y miembro del sindicato de larga tradición democrática (que es la gran excepción entre todo el sindicalismo charro) de esa empresa, al aceptar la retribución por despido da su acuerdo al acto cumplido por el Estado en la desaparición de su fuente de trabajo. El que acepta la liquidación confirma la liquidación de la empresa y de sí mismo como empleado: se liquida, es decir, firma su defunción como obrero y sindicalista.
Esto nos hace pensar en el pretendido diálogo del presidente de facto de Honduras con el presidente legítimo, que como condición del diálogo impone la manera unilateral de que el presidente Zelaya no sea reincorporado en el ejercicio del poder. Es decir, deja fuera del diálogo, de la discusión, el contenido, la materia misma del pretendido diálogo. Es como si dos jóvenes que se dicen necesitados de discutir sobre la posibilidad de su matrimonio, se enfrentara una parte con el supuesto de que la otra parte presenta como condición de la discusión que el otro (o la otra parte) se comprometa primero a contraer matrimonio. Esa condición al diálogo declara absurdo el diálogo mismo. Es un enunciado irracional.
Repitiendo. Si se intenta dialogar sobre el hecho de la extinción de LFC, y por lo tanto del SME, es irracional, o es la negación misma de toda negociación posible, imponer esa extinción como condición de la discusión. El después veremos suena a que, en verdad, lo a discutir ya se ha impuesto por la fuerza como condición, y el efecto de esa condición, previa al diálogo, es que deben sufrir los obreros sindicalizados los efectos negativos del suicidio de la manera más benigna posible. Es decir, que el entierro se haga con más o menos flores, que el cajón del muerto sea de primera o segunda, y a quiénes se invita al sepelio. Es simplemente absurdo, o –y es lo más grave– se juega con la palabra diálogo para encubrir simplemente la falta de respeto a la otra parte, que intenta (porque le va la vida en la discusión) un auténtico diálogo con validez para las dos partes.
¿Qué es el diálogo, y cómo se alcanza la validez del mismo –que en política justifica la legitimidad de una decisión–? Si se tiene auténtica intención de alcanzar una decisión legítima fruto del diálogo, democrática, no pueden usarse medidas de fuerza, porque la violencia (diría aún J. Habermas) destruye toda posibilidad de un acuerdo racional entre seres humanos libres y responsables. El uso de la violencia para llegar a realizar una decisión unilateral nunca tendrá validez, es decir legitimidad, o, de otra manera, convicción subjetiva plena por parte de todos los involucrados. La llamada democracia no es sino un sistema de legitimación donde se articula el principio subjetivo de legitimidad (la convicción de que los otros son iguales y que debe usarse la razón para llegar a los acuerdos) con las instituciones creadas por la participación simétrica de los ciudadanos que por ello aceptan los dictados objetivos de la autoridad (representantes delegados en el ejercicio del poder de los mismos ciudadanos, que son los únicos soberanos). Es decir, es un sistema de legitimación que tiene condiciones subjetivas y objetivas. Sin legitimidad el Estado pierde el ejercicio efectivo del poder, se divide y antagoniza, se debilita. La mera legalidad (cumplimiento de una ley que puede ser injusta y aplicada por un juez que igualmente puede estar corrompido) no tiene ni la dignidad ni la importancia de la legitimidad. La legitimidad articula y unifica la convicción subjetiva del ciudadano con las instituciones objetivas que encauzan la realización de las acciones acordadas. La mera legalidad puede ser fría, injusta, formalista. Hidalgo fue fusilado bajo el mandato de las Leyes de los Reynos de las Indias, fue legal, pero al mismo tiempo fue un acto ilegítimo a los ojos de los patriotas y futuros mexicanos.
Primero liquídense revela un acto violento, con intervención de la fuerza pública que debe ejercerse, con el acuerdo de los ciudadanos, contra los que se oponen a la ley (tal como los que no pagan impuestos de sus gigantescas ganancias, de los criminales, de los pederastas, etcétera), y no contra los movimientos sociales que luchan dentro de la ley (y con legitimidad) en favor de la vida de los afectados. El uso de la violencia contra el propio pueblo necesitado, empobrecido, es un ejercicio ilegítimo de la violencia del Estado, en cuyo caso su monopolio es tiranía, despotismo antidemocrático.
El después veremos suena al diálogo de los franciscanos con los sabios aztecas (tlamatinime) en 1525 en la recién tomada y semidestruida México-Tenochtitlán. Una vez destruidos los ejércitos aztecas, derrotada su elite guerrera y conquistados, los franciscanos comenzaron un diálogo con los sabios originarios. Poco duró el dicho diálogo; después simplemente organizaron el adoctrinamiento sin respeto alguno por sus antiguas tradiciones. Dicho diálogo sólo pretendió encubrir la mala conciencia de los españoles, dándole aspecto de buena. Era un acto hipócrita ante los vencidos.
Lo que acontece es que el poco de sindicalismo democrático que hay en México luchará contra la violencia del Estado (porque el monopolio de la coacción legítima del Estado cuando va contra los justos requerimientos de su propio pueblo se transforma en violencia de Estado, simplemente, es manifestación de su fetichismo autorreferente).2
Primero liquídense, después veremos es la expresión, fría, indiferente e insensible ante el dolor de 44 mil familias, que la razón de Estado (a favor de muy pocos), que para darse tiempo propone un pretendido diálogo que la violencia negó desde su origen. El diálogo debió cumplirse antes de la decisión; es decir, debió pensarse: Primero dialoguemos, y después veremos. Lo contrario envenena la conciencia del reprimido, oprimido, que se torna en resentimiento que explota en el estado de rebelión, o en lucha fratricida promovida por la decisión antidemocrática que pudo evitarse. La violencia de Estado es mala consejera, y además la historia (magistra vitae) juzga duramente a los que tienen corazón de piedra –según la tradición azteca–. Mal parados quedarán en la Memoria del pueblo. En los textos de las pirámides egipcias, los nombres de muchos faraones (siempre envueltos en un círculo, manifestando su divinidad) y sus rostros en las representaciones fueron picados, borrados de las piedras, a punto que de algunos es difícil encontrar testimonios. Fueron aquellos repudiados por la tal Memoria.
1 Filósofo (www.enriquedussel.org)
2 Véase mi obra 20 tesis de política.

jueves, julio 02, 2009

¿Votar contra el enemigo principal?


Enrique Dussel*

En los debates por quién hay que votar, cuando ninguna candidatura llena los requisitos de un inequívoco compromiso a favor de la justicia, se han esgrimido argumentos por el voto en blanco o por el votar al mal menor. Deseo dar otra posibilidad de voto, a favor de un voto más útil (ya que los otras das posibilidades se me aparecen como votos inútiles o perdidos).
Leyendo una obrita, no muy comentada, denominada Teoría del partisan, del gran pensador político Carl Schmitt, razonadamente proclive al apoyo del liderazgo nazi en Alemania, al menos en el comienzo de la década del 30 del siglo pasado, creo haber encontrado una veta argumentativa no usada en el indicado debate presente.
Schmitt dio unas conferencias (que fueron editadas bajo el título indicado) en 1962, al final de la dictadura franquista en España, refiriéndose a los heroicos partisans, guerreros populares, que se enfrentaron a los 250 mil soldados napoleónicos que ocuparon la península ibérica en 1808, que en proporción de uno a 10 derrotaron al primer gran ejército moderno.
Karl von Clausewitz, cuestión que trata originalmente Schmitt, escribió su gran tratado Sobre la guerra, a partir de esa experiencia de un pueblo en armas (que dos siglos después hemos visto una vez más en obra en Irak) y con el mismo resultado que Clausewitz anticipa: un pueblo en armas estratégicamente vence al ejército en regla normalmente. El gran estratega alemán, emulando al tratado chino del Sunzi, enseña que aunque débil en apariencia los partisans, por su conocimiento del terreno, por el elemento sorpresa, por camuflarse en el mismo pueblo, por ser menos costoso y por muchas otras razones, es invencible. Los generales del Pentágono olvidaron de leer en la actual guerra de Irak la segunda parte del libro de Clausewitz sobre la defensa estratégica como modo de ataque. Hubiéranse evitado una derrota.
Schmitt se ocupa entonces de los partisans españoles, pero después de los rusos, que nuevamente derrotaran a Napoleón, los polacos y muchos otros. En esa obrita, notable en este hombre de derecha pero inteligente, estudia a Lenin, Mao Tse-tung, Tito y muchos otros. Leyendo una de las obras del gran partisan chino, que practicó en La Gran Marcha la indicación estratégica del nombrado Sunzi, sabía que si el enemigo es fuerte debes antes debilitarlo, nunca enfrentarlo. Y así, leyendo y leyendo llego a una frase que me impacta: En la guerra hay que, primero, preservar al propio ejército, y, en segundo lugar, destruir al ejército enemigo. Fue así que se me ocurrió, desde la doctrina de Schmitt del amigo-enemigo preguntarme: ¿dónde se encuentra en el enunciado de ese principio estratégico el enemigo principal? Pareciera obvio que el enemigo principal es aquel cuyo ejército hay que destruir, porque la victoria estratégica se alcanza al vencer al enemigo. Sin embargo, me surgió una duda.
¿No es el primer fin de la guerra preservar al propio ejército? ¿Acaso no indicó Kemal Ata-Turk que lo primero era salvar el propio ejército, derrotado por ingleses y franceses cuando ordenó la retirada hasta lo más inhóspito e inalcanzable de la Turquía actual para preservar su ejército? Y, en efecto, habiendo mantenido su ejército recuperó el territorio de Turquía, que es lo poco, pero lo vital, que le quedó del inmenso imperio otomano.
En política el ejército es como un partido político. Cuando un político, más cuando pretende ejercer el liderazgo, no descubre que necesita del ejército (de un partido) para vencer a los enemigos, deja de tener la posibilidad de llegar a la victoria, porque no tiene una organización que luche a su lado. Se ha suicidado. Lo primero es recuperar su partido si lo ha perdido, y en esto consiste la finalidad principal. De poco valen infinitas escaramuzas contra el enemigo si no se cuenta con un ejército en regla. Y si no se cuenta con dicho cuerpo bien pertrechado se llegará al encuentro (a la batalla, diría Clausewitz, y en la política: a las elecciones) vencido de antemano. Pero éste es un corolario que no toca de lleno el tema sobre el que estoy reflexionando.
¿Quién es entonces el enemigo principal, el ejército enemigo o el que destruye el propio ejército? Destruir al ejército enemigo es la finalidad última, pero en cambio sería el enemigo principal el que destruye el propio ejército, porque destruye de cuajo toda posibilidad de futura victoria, al quedar indefenso y sin instrumento alguno para entablar la guerra. La conclusión es clara y simple.
El enemigo principal en política, en primera instancia, es la quinta columna interna que destruye un partido, que le quita su fisonomía, su personalidad, su estrategia, su teoría. Siendo, por ejemplo, un partido de izquierda debería ser crítico, debería saber jugar la oposición de manera democrática, inteligencia, desde una teoría, desde un proyecto alternativo, lúcido, perfectamente detectable hasta por los más simples y honestos ciudadanos. El que olvida toda ética, todos los principios normativos de la política, y sobre todo siendo miembro de un partido de izquierda con vocación popular, de compromiso con las víctimas (mujeres dominadas por el machismo, ciudadanos de razas no blancas, pobres, marginales, campesinos, indígenas humillados durante cinco siglos que traicionaron en la ley indígena, obreros explotados y en la incertidumbre del despido, etcétera); el que olvida esas masas indigentes que constituyen 50 por ciento del pueblo mexicano debajo de la línea de la pobreza de Amartya Sen, y pretendiera ser dirigente de dicho partido de izquierda para ubicar nepotistamente a sus familiares, amigos, miembros del grupo que sólo piensa en candidaturas para embolsar jugosos salarios y apropiarse de la riqueza pública de un pueblo… éste es el enemigo principal.
Votar contra ese enemigo principal es el voto más útil; es muy valioso. El que adopte esta posición puede que sea juzgado por ciertos intelectuales de inventar argumentos sofisticados para ocultar posiciones populistas, populacheras, equivocadas. Pienso, sin embargo, como decía mi buena madre (muy práctica, con sólo escuela primaria, pero inteligente): Votar en blanco es votar en contra. Es decir, es un votar en contra de lo que debiera haber votado. Por el contrario, votar en contra del enemigo principal del partido de izquierda es perfectamente justificable, inteligente y concuerda con el arte de la política, y de una política con principios normativos.
De todas maneras, en cada lugar, en Oaxaca, Guanajuato o Puebla, o en la delegación Álvaro Obregón o en Iztapalapa, cambian las circunstancias y también el enemigo y su importancia. Por ello, es imposible dar un consejo concreto para toda circunstancia, aunque es posible enunciar criterios generales de orientación. Será muy frecuente poder usar el criterio que hemos propuesto dando más peso al oponerse el enemigo principal que al mal menor o votar en blanco, como en Iztapalapa, por ejemplo. Los pequeños partidos, los que en verdad están decididamente apoyando las causas populares, podrían ser los candidatos por los que pudiera votarse, para inclinar la balanza de la protesta contra los partidos grandes, que son por el momento los enemigos en general de la política honesta, y en el caso particular del mayor partido de izquierda habría que detectar al enemigo principal entre los candidatos, y no votar por ellos, sino por los de los indicados partidos pequeños.
Es una elección difícil, y decidir desde principios normativos es igualmente complejo, pero posible. El debate que se ha entablado ha sido insuficiente, pero hubo alguno y esto es positivo. Una elección no es la esencia de lo político, pero es un momento importante que hay que jugarlo con inteligencia estratégica, y donde el error práctico es simple posible, dada la incertidumbre propia de toda política.
* Filósofo
1 Palabra francesa usada en su contenido semántico que después será remplazada internacionalmente por la de guerrillero