El espectáculo que panistas y priístas están dando al país ha divertido a propios y a extraños y nos ha hecho ver cuál es el verdadero calibre del trato entre las fuerzas políticas dominantes entre nosotros. No es algo sólo para la anécdota, porque se trata de un partido que está gobernando y de otro que nos gobernó durante más de setenta años. Se supone que son pesos completos y las diatribas y los diretes entre ellos nos muestran su real catadura, aparte de enseñarnos a qué nivel nos encontramos en materia de debate político nacional y de seriedad en el análisis.
En una alianza estratégica que lleva ya un tiempo, los panistas han aprendido mucho acerca de las debilidades de los priístas y, curiosamente, los priístas parecen haber aprendido a temer la fuerza disuasiva de los panistas. Pareciera tratarse de un auténtico trastocamiento de la historia y, en efecto, de eso se trata. Para explicárselo no hay más remedio que recurrir, justamente, a la historia. No hace mucho, Manuel Bartlett afirmaba que Salinas tuvo la gran oportunidad de llevar a cabo grandes reformas estructurales que dieran al país un nuevo rumbo; en lugar de eso, dijo, prefirió aliarse con los panistas.
Entre el PRI y el PAN ha habido desde entonces una alianza estratégica que, evidentemente, fue planteada e instrumentada por Salinas. El virtual desastre en el que estuvo a punto de caer el poder priísta en las elecciones de 1988 le hizo pensar que ya no era posible ejercer el poder en exclusiva y tendría que compartirlo con quien o quienes estuvieran más cercanos a su proyecto político, que era privatizador y globalizador. El PAN era esa fuerza y la propuesta se hizo formalmente. El ascenso de ese partido en la ruta hacia el poder del Estado fue, desde entonces, en auge. Su líder, Luis H. Álvarez, lo postuló en los editoriales de La Nación. De partido de oposición, decía, el PAN pasaba a ser un partido con una responsabilidad de poder público, un partido “gobernante”.
Fue un misterio lo que el panista quería decir. De pronto, la gubernatura de un estado como Baja California que el oficialismo priísta había mantenido como un coto cerrado de poder y, además, emblemático, pasó a manos del blanquiazul. Las votaciones del PAN se dispararon y la influencia política de ese partido subió como la espuma. Muchos pensaron que en las elecciones presidenciales de 1994 el candidato panista podía triunfar. Pero fue en esa ocasión cuando pudo verse funcionar en pleno la nueva alianza histórica. En la recta final, Fernández de Cevallos se hizo el occiso y dejó de aparecer en público. Muchos panistas se pasmaron.
En el 2000 tal vez una inmensa mayoría de priístas no entendió cómo se había dado la arrolladora victoria del PAN en las elecciones presidenciales y la tranquilidad con la que Zedillo, su presidente, entregaba el poder a Fox. Muchos se dijeron traicionados y entonces pudo verse también que los priístas enterados del contenido de la alianza entre el viejo partido dominante y el nuevo partido hegemónico eran muy pocos, sólo una cúpula que entendía qué había que hacer, cuál era el acuerdo, cuál su nuevo status en el círculo central del poder y, desde luego, sus derechos en el seno de esa alianza. Desde entonces empezaron a perfilarse nombres señeros: Beltrones, Gamboa (hasta entonces un politiquillo de segunda) y unos cuántos más, a los que luego se les irían agregando los nuevos valores del viejo partido, los gobernadores.
De repente, el PAN se encontró dominando sin oposición la política nacional. Pudo verse, siendo nueva su dominación, que alrededor suyo proliferaba una enorme constelación de intereses de lo más disímbolo, políticos, empresariales, eclesiásticos, regionales y que todos aparecían en un bloque compacto que permitía al más estúpido de los presidentes que hemos tenido, gobernar a sus anchas, sin que nadie le pudiera impedir llevar a cabo sus más ridículas determinaciones. Era la nueva Alianza, dentro de la cual, lo descubrieron los priístas, ellos eran sólo una más de las fuerzas dominantes. En eso, Salinas fue previsor: ya no habría fuerzas partidarias aliadas en el gobierno de la nación, sino las fuerzas que de verdad cuentan, las que poseen el poder económico.
Los priístas, desde 2000, no han hecho otra cosa que negociar y renegociar reacomodos en las esferas de poder. Sus gobernadores fueron los primeros beneficiarios, pero su nuevo poder los fue haciendo crecientemente autónomos y autosuficientes, al grado de que ahora ellos se alían con quien mejor les parece y, a veces, en contra de su misma dirigencia nacional. De tal suerte que el viejo partido, lejos de mantener su antigua cohesión, se ha venido debilitando como fuerza nacional y hoy aparece sólo como una confederación de poderes feudales, a los que los gobiernos panistas, por su lado, alimentan muy convenientemente.
Aun cuando han sido mayoría en las cámaras del Congreso, los priístas, desde 2000, sólo han sido comparsas en el ejercicio del poder de la derecha que hoy tiene su emblema en el PAN. Los panistas se han vuelto más reaccionarios y conservadores y los priístas, para no perder totalmente el poder, se han convertido en desvergonzados derechistas que ya ni de lejos se identifican con sus antiguos idearios. Están en retirada y sus posibles triunfos electorales son meros espejismos que han llamado a los panistas a apretarles las tuercas, posiblemente, para que no se crean tanto. Los panistas saben que en los más recientes debates nacionales los priístas no han sido tan solidarios como se esperaba y, desde el poder, les están advirtiendo que ahora son sólo oposición.
Casi no tienen importancia los pleitos que hoy se dan entre ambos aliados. Los panistas tal vez saben que los priístas, por mucho que se digan ofendidos, volverán al redil y seguirán comportándose como lo que ahora son, unos derechistas que no tienen ya para dónde hacerse. Los priístas se engallaron con las encuestas electorales. Los panistas les están diciendo que tienen una alianza a la que deben fidelidad y, además, que ellos son los que hoy tienen el poder del Estado nacional y que, además, pueden muy bien maicear a sus gobernadores y hacerlos coincidir con el poder de la derecha. Admitir, como lo hizo Beltrones, que les están haciendo lo que le hicieron a López Obrador en 2006, es una confesión de su contubernio en la gran intriga de ese año y en el fraude en el que naufragó nuestra endeble democracia. Si no han aprendido a gobernar, los panistas hoy saben para qué sirve el poder del Estado.
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domingo, abril 12, 2009
domingo, abril 05, 2009
Y dale con el Estado fallido
Los intelectuales estadunidenses que, por lo general y con muy notables excepciones, son unos ineptos para el pensamiento teórico, sea por su preparación pragmática sea por su formación filosófica empirista (que dicta estar sólo a los hechos y heredada de los ingleses), son, por principio, incapaces de pensar en grande, sobre todo cuando se trata de las grandes realidades, como el Estado o la sociedad. Producen muchas ocurrencias que quieren pasar por conceptos, pero que ni siquiera resisten la prueba del tiempo. Apenas un par de años después ya nadie se acuerda de sus creaciones antojadizas y arbitrarias. Un concepto es una síntesis de pensamiento que describe, enuncia y hace comprensible un problema. Ellos sólo producen calificativos que no tienen más sustento que sus buenos o sus malos deseos.
La última ocurrencia es aquella que nos llega hablándonos del “Estado fallido”, expresión que, evidentemente, surgió de la jerga empresarial. De una empresa o de un empresario, en efecto, se puede decir que es o que está “fallido”; pero no es posible usar ese calificativo para ningún otro ente o acción que ocurra fuera del mundo empresarial. De un cuerpo, por ejemplo, se puede decir que está enfermo, en decadencia o deteriorado, mas no “fallido”. Incluso, de la economía de un país se puede decir que está en crisis (vale decir que está enferma), no “fallida”; las que andan “fallidas”, como ahora en Estados Unidos, son las empresas que la sustentan. Si el Estado las puede rescatar es porque es un ente político, no una empresa, como nuestros gobernantes panistas se empeñan en verlo.
Por supuesto que el Estado puede “fallar” en sus funciones y así se le puede comparar con un auto descompuesto o falto de mantenimiento. Pero el Estado no es un objeto. Es un conjunto de instituciones (organismos, cargos y leyes) que nunca podrá estar en quiebra como una empresa, sino sólo que funciona mal. Los islandeses ahora saben que su Estado está quebrado, endeudado e insolvente, y aun así no es un Estado “fallido”; no puede pagar sus deudas, pero sigue siendo soberano. Ese es el pequeño problema con esa “teoría”. La soberanía, por supuesto, tiene que ser efectiva. Si no es obedecida, simple y sencillamente ya no hay Estado.
Lo que sorprende es la inanidad teórica (significativa) de esa nueva ocurrencia. Se le vino a la mente a un par de investigadores gringos (uno de ellos el probable futuro embajador de Estados Unidos en México) que, además, querían definir la situación de un Estado conflictivo, en lo interno y en lo externo, como es Pakistán. Han sido algunos funcionarios estadunidenses, que acostumbran repetir como loros los “hallazgos” de sus estudiosos, los que nos han situado en la condición de Estado “fallido”. Si Pakistán no domina ni controla su frontera norte y, por ello, es un Estado “fallido”, pues México, que no controla las regiones dominadas por los narcotraficantes, es también un Estado “fallido”. La lógica es de vómito.
México no es un Estado “fallido”, no porque no funcione bien, pues funciona malísimo en manos de los panistas, sino porque el concepto mismo no es tal, no es concepto. Enrique Krauze publicó el pasado domingo un artículo en Reforma en el que refuta la tesis atendiendo a los logros del Estado mexicano, pero me pareció un ejercicio totalmente inútil, cuando más bien debió desenmascarar el sinsentido del pretendido concepto. Un Estado institucional gobernado por ineptos jamás podrá ser considerado un Estado “fallido”. Si, además, esos ineptos forman una partida de ladrones que no se dedican a otra cosa que a saquear la riqueza pública para beneficio de unos cuantos y de ellos mismos, ese Estado es también un Estado saqueado y su sociedad una sociedad despojada.
Teorizar sobre el Estado mexicano implicaría partir de sus particularidades hasta lograr una síntesis en la cual se le pudiera definir. Si decimos que se trata de un Estado institucional, queremos decir que es un Estado permanente que opera a través de órganos funcionales y regidos por leyes aprobadas regularmente; si queremos decir, en cambio, que es un Estado democrático, debemos partir del análisis pormenorizado de su proceso histórico de democratización y, al final, sacar como conclusión una síntesis en la cual se pueda retratar objetivamente lo que es en realidad como tal. A eso, en la teoría del conocimiento, se le llama “generalización”. Desde luego, entre la observación de lo particular, vale decir, de lo que es en realidad, y la síntesis o la generalización del conocimiento, hay sus excepciones.
Un Estado así definido no puede ser perfectamente institucional ni perfectamente democrático. La síntesis (o la definición) tiene que incluir aquello que no cuadra con su concepto. En el primer caso, Estado institucional, por ejemplo, que la corrupción es una excepción importante que distorsiona su principio o, en el segundo, Estado democrático, que hay imperfecciones (legales y políticas) que pueden demostrar que no es un Estado de verdad democrático, sino formalmente, o, peor, que es un Estado democrático “en formación”, vale decir, incompleto e inacabado.
Los cánones de perfección son puramente convencionales y no tienen nada que ver con la realidad. Si los gringos piensan que el suyo es el Estado perfecto, deben andar en la luna. Todo el mundo puede ver que se trata de uno de los estados más corruptos que hay en el mundo, sólo que a lo bestia, por su tamaño; que su sistema jurídico no funciona y es horriblemente inequitativo e injusto (veamos lo que pasa con sus negros o sus “latinos” o sus indios); que la riqueza es el único parámetro que mide la eficacia y que decide el modo en el que se hace política, y tantas otras cosas que nos hablan de lo imperfecto e inacabado que es. De lo que se acusa a México es que no controla su delincuencia. En Estados Unidos la delincuencia siempre ha tenido sus propios territorios y cotos de poder (incluso políticos y judiciales). Hasta ahora empiezan a darse cuenta de que son el mayor mercado de drogas del mundo y, además, los que arman a nuestros delincuentes.
Si se concede, su Estado es tan “fallido” como el nuestro, sólo que más grandote y con muchísimos más recursos. Nuestros panistas gobernantes querrían hacer lo que hoy Obama está haciendo, sólo que ya no tienen suficientes recursos porque ya se lo robaron casi todo y ahora nos están endeudando a niveles que jamás habíamos alcanzado en el pasado y sin que podamos saber, como es el estilo de ellos, a dónde irán a parar esos enormes recursos venidos de fuera y que van a hipotecar nuestra economía por mucho tiempo.
La última ocurrencia es aquella que nos llega hablándonos del “Estado fallido”, expresión que, evidentemente, surgió de la jerga empresarial. De una empresa o de un empresario, en efecto, se puede decir que es o que está “fallido”; pero no es posible usar ese calificativo para ningún otro ente o acción que ocurra fuera del mundo empresarial. De un cuerpo, por ejemplo, se puede decir que está enfermo, en decadencia o deteriorado, mas no “fallido”. Incluso, de la economía de un país se puede decir que está en crisis (vale decir que está enferma), no “fallida”; las que andan “fallidas”, como ahora en Estados Unidos, son las empresas que la sustentan. Si el Estado las puede rescatar es porque es un ente político, no una empresa, como nuestros gobernantes panistas se empeñan en verlo.
Por supuesto que el Estado puede “fallar” en sus funciones y así se le puede comparar con un auto descompuesto o falto de mantenimiento. Pero el Estado no es un objeto. Es un conjunto de instituciones (organismos, cargos y leyes) que nunca podrá estar en quiebra como una empresa, sino sólo que funciona mal. Los islandeses ahora saben que su Estado está quebrado, endeudado e insolvente, y aun así no es un Estado “fallido”; no puede pagar sus deudas, pero sigue siendo soberano. Ese es el pequeño problema con esa “teoría”. La soberanía, por supuesto, tiene que ser efectiva. Si no es obedecida, simple y sencillamente ya no hay Estado.
Lo que sorprende es la inanidad teórica (significativa) de esa nueva ocurrencia. Se le vino a la mente a un par de investigadores gringos (uno de ellos el probable futuro embajador de Estados Unidos en México) que, además, querían definir la situación de un Estado conflictivo, en lo interno y en lo externo, como es Pakistán. Han sido algunos funcionarios estadunidenses, que acostumbran repetir como loros los “hallazgos” de sus estudiosos, los que nos han situado en la condición de Estado “fallido”. Si Pakistán no domina ni controla su frontera norte y, por ello, es un Estado “fallido”, pues México, que no controla las regiones dominadas por los narcotraficantes, es también un Estado “fallido”. La lógica es de vómito.
México no es un Estado “fallido”, no porque no funcione bien, pues funciona malísimo en manos de los panistas, sino porque el concepto mismo no es tal, no es concepto. Enrique Krauze publicó el pasado domingo un artículo en Reforma en el que refuta la tesis atendiendo a los logros del Estado mexicano, pero me pareció un ejercicio totalmente inútil, cuando más bien debió desenmascarar el sinsentido del pretendido concepto. Un Estado institucional gobernado por ineptos jamás podrá ser considerado un Estado “fallido”. Si, además, esos ineptos forman una partida de ladrones que no se dedican a otra cosa que a saquear la riqueza pública para beneficio de unos cuantos y de ellos mismos, ese Estado es también un Estado saqueado y su sociedad una sociedad despojada.
Teorizar sobre el Estado mexicano implicaría partir de sus particularidades hasta lograr una síntesis en la cual se le pudiera definir. Si decimos que se trata de un Estado institucional, queremos decir que es un Estado permanente que opera a través de órganos funcionales y regidos por leyes aprobadas regularmente; si queremos decir, en cambio, que es un Estado democrático, debemos partir del análisis pormenorizado de su proceso histórico de democratización y, al final, sacar como conclusión una síntesis en la cual se pueda retratar objetivamente lo que es en realidad como tal. A eso, en la teoría del conocimiento, se le llama “generalización”. Desde luego, entre la observación de lo particular, vale decir, de lo que es en realidad, y la síntesis o la generalización del conocimiento, hay sus excepciones.
Un Estado así definido no puede ser perfectamente institucional ni perfectamente democrático. La síntesis (o la definición) tiene que incluir aquello que no cuadra con su concepto. En el primer caso, Estado institucional, por ejemplo, que la corrupción es una excepción importante que distorsiona su principio o, en el segundo, Estado democrático, que hay imperfecciones (legales y políticas) que pueden demostrar que no es un Estado de verdad democrático, sino formalmente, o, peor, que es un Estado democrático “en formación”, vale decir, incompleto e inacabado.
Los cánones de perfección son puramente convencionales y no tienen nada que ver con la realidad. Si los gringos piensan que el suyo es el Estado perfecto, deben andar en la luna. Todo el mundo puede ver que se trata de uno de los estados más corruptos que hay en el mundo, sólo que a lo bestia, por su tamaño; que su sistema jurídico no funciona y es horriblemente inequitativo e injusto (veamos lo que pasa con sus negros o sus “latinos” o sus indios); que la riqueza es el único parámetro que mide la eficacia y que decide el modo en el que se hace política, y tantas otras cosas que nos hablan de lo imperfecto e inacabado que es. De lo que se acusa a México es que no controla su delincuencia. En Estados Unidos la delincuencia siempre ha tenido sus propios territorios y cotos de poder (incluso políticos y judiciales). Hasta ahora empiezan a darse cuenta de que son el mayor mercado de drogas del mundo y, además, los que arman a nuestros delincuentes.
Si se concede, su Estado es tan “fallido” como el nuestro, sólo que más grandote y con muchísimos más recursos. Nuestros panistas gobernantes querrían hacer lo que hoy Obama está haciendo, sólo que ya no tienen suficientes recursos porque ya se lo robaron casi todo y ahora nos están endeudando a niveles que jamás habíamos alcanzado en el pasado y sin que podamos saber, como es el estilo de ellos, a dónde irán a parar esos enormes recursos venidos de fuera y que van a hipotecar nuestra economía por mucho tiempo.
domingo, marzo 08, 2009
El atraco al derecho del trabajo

Hace unas semanas vi publicada en La Jornada una nota de Patricia Muñoz Ríos que daba cuenta de una propuesta de reforma laboral presentada por el secretario del Trabajo y Previsión Social, Javier Lozano Alarcón. La nota me hizo pensar que Don Roque había ya ofrecido una iniciativa de ley en toda forma. La busqué sin éxito. Lo que obtuve por Internet fue un documento de 114 cuartillas en forma de dos columnas: una, con los artículos de la ley vigente que se sugiere se reformen y, otra, con las reformas propuestas. El artículo de Arturo Alcalde Justiniani no lo leí por andar fuera de la ciudad, pero luego leí el de Néstor de Buen, quien habla de una supuesta “ley Lozano”. Le pedí que me mandara el documento, pero sólo me envió el que yo ya había bajado.
Como lo señaló Arturo, no se trata de un proyecto de ley, sino, dice él, de “una especie de pliego petitorio empresarial”. Se presenta como la recopilación de todas las propuestas que se han hecho a lo largo del debate en torno de la reforma y Alcalde lo desmiente con toda razón, pues ignora totalmente las que se hicieron y, además, bien fundadas, desde la academia y los especialistas, el sindicalismo, el foro, la sociedad civil y la experiencia internacional. En los hechos, se trata de una abolición del régimen constitucional del trabajo que conlleva varios rubros, entre ellos el arrinconamiento del sindicalismo como asociación de defensa y resistencia de los trabajadores, la anulación de la figura del contrato, individual o colectivo, y directo entre el patrono y el trabajador (se sustituye por el contratismo de mano de obra, el llamado a la gringa outsourcing, y se le trata de reglamentar in extenso) y, con ello, las responsabilidades constitucionales del empleador.
También se lleva al derecho de huelga y sus objetivos, constitucionales asimismo, que consisten en “conseguir el equilibrio entre los diversos factores de la producción, armonizando los derechos del trabajo con los del capital” (actual fracción 18 del apartado A del 123), casi a los límites fuera del derecho. No sólo se propone toda una serie de nuevos requisitos, entre los cuales está el que cada trabajador se declare en favor o en contra del movimiento, así como el de obligar a los sindicatos a proporcionar sus nombres, sino que, en caso de huelgas prolongadas (los mineros son expertos en hacer huelgas que a veces duran hasta siete o más años), el patrón afectado sólo estará obligado a pagar seis meses de salarios caídos (artículos 899-A, fracción tercera; 920, fracción cuarta, inciso c, y 48).
Cuando en 1917 el diputado constituyente Froylán C. Manjarrez propuso que se adicionara el texto constitucional con un título sexto, integrado por un único artículo que sería el 123, en Estados Unidos y otros países funcionaba plenamente el contratismo de mano de obra que buscaba, esencialmente, evitar la acción de los sindicatos y anular la libertad del trabajador para tratar directamente con su empleador. En ese sistema, el patrono estaba libre de compromisos con el trabajador y éste sólo se las entendía con su contratista. En México, la contratación directa del trabajador con su empresario en lo individual o de su sindicato con el mismo fue la regla imperante hasta hace unos años, cuando empezó a prosperar ese nuevo modo de hacer negocios que muchos llaman neoliberalismo.
Ese sistema llegó a anular, incluso, la labor servil de los sindicatos blancos para proteger a los capitalistas de las demandas de sus trabajadores, que siempre consideraron excesivas. Nunca ha funcionado bien en México. Se usa, muchísimas veces, fuera de la ley y abiertamente para anular los derechos constitucionales del trabajo. De la Madrid, Salinas y, más todavía, Zedillo lo hicieron progresar. De pronto vimos que los abogados de los trabajadores empezaron a perder sus juicios por la sencilla razón de que los derechos de sus representados ya no caían en las anteriores previsiones de la Ley Federal del Trabajo y que, en los juicios de amparo, ya no podían alegar en favor de ellos las instituciones del artículo 123 constitucional.
Los artículos 15-A a 15-5 del pliego petitorio de Don Roque son un intento por consagrar ese inicuo sistema. El primer artículo lo define como “subcontratación” y establece que el “subcontratista” acordará con el patrón todo lo conducente. Del trabajador no se dice ni media palabra. El siguiente (15-B) dice que el contrato entre ellos será por escrito. El que viene después (15-C) establece que el subcontratista deberá cumplir con las disposiciones en la materia, cosa que se deja en el aire. El último (15-D) contempla la posibilidad de dolo si el subcontratista simula salarios y prestaciones menores o usa a los trabajadores en varias empresas. Todo mundo sabe que todo eso no tiene forma de verificarse y lo usual es que ni la autoridad laboral se dé cuenta de cómo funciona en los hechos.
El 123 sólo refiere esa forma de empleo en su fracción 14 del apartado A, en la obligatoriedad del patrono de hacerse responsable en caso de accidentes de trabajo o enfermedades profesionales. En el proyecto de Don Roque no se hace mención de ello. El subcontratista, por lo que puede verse, sólo hace contratos individuales y nunca colectivos, pues no trata con sindicatos. Así que al patrono se le facilita la tarea: trata con el subcontratista cuando no le conviene el sindicato y (dudo que se dé el caso) viceversa. El resultado es la abolición del 123 y su estructura garantista. Si a esto se añade la práctica de la flexibilización de las relaciones laborales, que consiste en utilizar al trabajador sólo en los tiempos en que el empresario lo necesite y que no se acaba de reglamentar adecuadamente, el cuadro está completo: la total anulación de los derechos del trabajador y del 123 que lo protege o debería hacerlo, pues la jornada de trabajo, garantizada constitucionalmente, se vuelve una entelequia. El nuevo artículo 83 permitiría el pago del tiempo de trabajo no por jornada, sino por horas.
Como podrá verse, de aprobarse las propuestas de Don Roque y de sus amos panistas (antes lo fueron priístas), ya no habría modo racional, humano (humanista, decía Mario de la Cueva), constitucional ni jurídico de concebir al trabajador como ser que produce la riqueza nacional y que, como tal, debe ser considerado y protegido como un bien de la nación. Si el empresario no aporta o no lo puede hacer, su riqueza, hay otras fuentes de financiamiento de la producción. Sin el trabajador no hay producción posible ni podrá haber país para los mexicanos. A algunos, no hay remedio, nos encanta ser “catastrofistas”.
Como lo señaló Arturo, no se trata de un proyecto de ley, sino, dice él, de “una especie de pliego petitorio empresarial”. Se presenta como la recopilación de todas las propuestas que se han hecho a lo largo del debate en torno de la reforma y Alcalde lo desmiente con toda razón, pues ignora totalmente las que se hicieron y, además, bien fundadas, desde la academia y los especialistas, el sindicalismo, el foro, la sociedad civil y la experiencia internacional. En los hechos, se trata de una abolición del régimen constitucional del trabajo que conlleva varios rubros, entre ellos el arrinconamiento del sindicalismo como asociación de defensa y resistencia de los trabajadores, la anulación de la figura del contrato, individual o colectivo, y directo entre el patrono y el trabajador (se sustituye por el contratismo de mano de obra, el llamado a la gringa outsourcing, y se le trata de reglamentar in extenso) y, con ello, las responsabilidades constitucionales del empleador.
También se lleva al derecho de huelga y sus objetivos, constitucionales asimismo, que consisten en “conseguir el equilibrio entre los diversos factores de la producción, armonizando los derechos del trabajo con los del capital” (actual fracción 18 del apartado A del 123), casi a los límites fuera del derecho. No sólo se propone toda una serie de nuevos requisitos, entre los cuales está el que cada trabajador se declare en favor o en contra del movimiento, así como el de obligar a los sindicatos a proporcionar sus nombres, sino que, en caso de huelgas prolongadas (los mineros son expertos en hacer huelgas que a veces duran hasta siete o más años), el patrón afectado sólo estará obligado a pagar seis meses de salarios caídos (artículos 899-A, fracción tercera; 920, fracción cuarta, inciso c, y 48).
Cuando en 1917 el diputado constituyente Froylán C. Manjarrez propuso que se adicionara el texto constitucional con un título sexto, integrado por un único artículo que sería el 123, en Estados Unidos y otros países funcionaba plenamente el contratismo de mano de obra que buscaba, esencialmente, evitar la acción de los sindicatos y anular la libertad del trabajador para tratar directamente con su empleador. En ese sistema, el patrono estaba libre de compromisos con el trabajador y éste sólo se las entendía con su contratista. En México, la contratación directa del trabajador con su empresario en lo individual o de su sindicato con el mismo fue la regla imperante hasta hace unos años, cuando empezó a prosperar ese nuevo modo de hacer negocios que muchos llaman neoliberalismo.
Ese sistema llegó a anular, incluso, la labor servil de los sindicatos blancos para proteger a los capitalistas de las demandas de sus trabajadores, que siempre consideraron excesivas. Nunca ha funcionado bien en México. Se usa, muchísimas veces, fuera de la ley y abiertamente para anular los derechos constitucionales del trabajo. De la Madrid, Salinas y, más todavía, Zedillo lo hicieron progresar. De pronto vimos que los abogados de los trabajadores empezaron a perder sus juicios por la sencilla razón de que los derechos de sus representados ya no caían en las anteriores previsiones de la Ley Federal del Trabajo y que, en los juicios de amparo, ya no podían alegar en favor de ellos las instituciones del artículo 123 constitucional.
Los artículos 15-A a 15-5 del pliego petitorio de Don Roque son un intento por consagrar ese inicuo sistema. El primer artículo lo define como “subcontratación” y establece que el “subcontratista” acordará con el patrón todo lo conducente. Del trabajador no se dice ni media palabra. El siguiente (15-B) dice que el contrato entre ellos será por escrito. El que viene después (15-C) establece que el subcontratista deberá cumplir con las disposiciones en la materia, cosa que se deja en el aire. El último (15-D) contempla la posibilidad de dolo si el subcontratista simula salarios y prestaciones menores o usa a los trabajadores en varias empresas. Todo mundo sabe que todo eso no tiene forma de verificarse y lo usual es que ni la autoridad laboral se dé cuenta de cómo funciona en los hechos.
El 123 sólo refiere esa forma de empleo en su fracción 14 del apartado A, en la obligatoriedad del patrono de hacerse responsable en caso de accidentes de trabajo o enfermedades profesionales. En el proyecto de Don Roque no se hace mención de ello. El subcontratista, por lo que puede verse, sólo hace contratos individuales y nunca colectivos, pues no trata con sindicatos. Así que al patrono se le facilita la tarea: trata con el subcontratista cuando no le conviene el sindicato y (dudo que se dé el caso) viceversa. El resultado es la abolición del 123 y su estructura garantista. Si a esto se añade la práctica de la flexibilización de las relaciones laborales, que consiste en utilizar al trabajador sólo en los tiempos en que el empresario lo necesite y que no se acaba de reglamentar adecuadamente, el cuadro está completo: la total anulación de los derechos del trabajador y del 123 que lo protege o debería hacerlo, pues la jornada de trabajo, garantizada constitucionalmente, se vuelve una entelequia. El nuevo artículo 83 permitiría el pago del tiempo de trabajo no por jornada, sino por horas.
Como podrá verse, de aprobarse las propuestas de Don Roque y de sus amos panistas (antes lo fueron priístas), ya no habría modo racional, humano (humanista, decía Mario de la Cueva), constitucional ni jurídico de concebir al trabajador como ser que produce la riqueza nacional y que, como tal, debe ser considerado y protegido como un bien de la nación. Si el empresario no aporta o no lo puede hacer, su riqueza, hay otras fuentes de financiamiento de la producción. Sin el trabajador no hay producción posible ni podrá haber país para los mexicanos. A algunos, no hay remedio, nos encanta ser “catastrofistas”.
lunes, marzo 02, 2009
El trabajador en la Constitución y en el derecho
Como todos los bienes de la nación, para los panistas (neoliberales), también nuestra fuerza de trabajo está a la venta.
El derecho del trabajo es una rama o un sistema del ordenamiento jurídico, como lo son el derecho civil, el mercantil, el penal y todos los demás. Lograr que fuera concebido así costó mucho esfuerzo y, entre nosotros, el verdadero hacedor de la obra fue el maestro Mario de la Cueva. En 1938 publicó el primer tomo de su monumental Derecho mexicano del trabajo. Le dio título definitivo a la materia. Antes se le denominaba “derecho obrero”, “derecho industrial” y cosas así. De la Cueva hizo notar que no se trataba de un derecho “de clase” (de la clase obrera) como muchos demagogos sostenían, pero que tampoco era una simple derivación del derecho privado (hasta entonces una buena mayoría de los regímenes laborales del mundo incluían en la legislación civil las relaciones laborales).Gustav Radbruch, el gran filósofo del derecho alemán que ya he mencionado aquí, había postulado que entre el derecho privado y el derecho público, ya en pleno siglo XX, había proliferado una nueva especie de derechos (como sistemas jurídicos) que no eran ni lo uno ni lo otro. Entre ellos mencionaba el derecho agrario, el derecho económico y, por supuesto, el derecho del trabajo. A estos derechos los denominó derechos sociales. Eso destruyó la geometría perfecta del antiguo derecho que dividía al mundo jurídico en sólo público y privado. De la Cueva lo hizo notar, pero aprovechó el viaje para fijar la peculiaridad del derecho del trabajo. Ya en la pequeña exposición del plan de su obra, escribió: “La aplicación del derecho del trabajo supone la existencia del contrato del trabajo, esto es, entre un trabajador y un patrono, y todas sus disposiciones tienden, en última instancia, a garantizar a cada obrero un mínimo de vida” (edición de 1938, p. 7).
Ello supondría que, en efecto, se trata de una contratación entre privados. Con una erudición asombrosa, el maestro muestra que la privatización del derecho del trabajo condujo a las mayores iniquidades, porque muy pronto se descubrió que esos “privados” que son el trabajador y el patrono pueden ser calificados como libres, pero su libertad no es igual. Si se deja al trabajador sin la protección de la sociedad (del Estado que la representa), su libertad no vale nada en las relaciones de desigualdad con su patrono y éste siempre se impondrá. No puede haber una justicia igual en la que tratan iguales, sino una justicia conmutativa (Aristóteles decía que consistía en tratar desigualmente a los desiguales). En el derecho del trabajo, el Estado debe proteger al trabajador hasta hacerlo igual a su contrincante jurídico, su patrono.
De la Cueva siempre luchó porque se entendiera que el derecho del trabajo era una regimentación de intereses contrastantes, pero que se necesitaban el uno al otro: “…la más elemental justicia exige que se fijen los derechos mínimos de uno y de otro –escribía–, que fundamentalmente son, respecto al trabajo, un determinado nivel social para cada trabajador y una defensa de su salud y de su vida, y para el capital, el respeto de la propiedad privada y el derecho a percibir una utilidad” (p. 188). El capital sólo puede subsistir si se protege el trabajo, aunque ahora muchos estúpidamente piensen que se puede hacer a menos del trabajador. Al empresario empleador hay que protegerlo porque hace su inversión que procura el empleo; pero al trabajador hay que protegerlo como un bien de la nación porque sin él no hay producción. Ese no es el caso del empresario.
Más adelante, el maestro insiste en el concepto: “Tiene el derecho del trabajo como finalidad primera… proteger la salud y vida del trabajador y garantizarle determinado nivel social” (p.191). Y no se hacía ilusiones. El capitalismo individualista busca devorar y destruir al trabajador para hacer su ganancia. El derecho busca proteger al trabajador para hacer posible la producción de la riqueza nacional. El dilema está claro: o se protege y se preserva al trabajador o se le destruye en aras del enriquecimiento personal. De la Cueva remata su razonamiento así: “En realidad, todo el problema del derecho del trabajo gira alrededor de la relación del trabajo, puesto que la finalidad mediata [a largo plazo]… es una tendencia susceptible de revestir las más variadas formas, que no siempre conducen a la destrucción del asalariado como sistema de producción” (p. 191).
El artículo 123 de la Constitución entraña exactamente lo que el maestro explicaba: el objetivo de esta rama del derecho es hacer procedente la producción de riqueza para la sociedad, pero no a costa del aniquilamiento del asalariado. En este artículo se instituyen (se establecen) los derechos de los trabajadores que deben quedar incluidos en cualquier relación o contrato laboral y son innegociables. No son un máximo, sino un mínimo. Todo lo que el trabajador pueda negociar a su favor va por encima de ese mínimo. El empleador no puede negarse a satisfacer ese mínimo. Jornada máxima de trabajo (y horas extras), salario mínimo, protección de las mujeres y los menores trabajadores, vivienda para ellos cuando la empresa esté en condiciones de proporcionarla, seguridad y previsión social para los trabajadores como responsabilidad compartida por trabajadores, empresarios y Estado; protección en trabajos riesgosos, indemnización o reinstalación y otros más.
En la legislación derivada (Ley Federal del Trabajo), empero, se da pie para que esos derechos básicos de los trabajadores, que en la doctrina del 123 miran a proteger su vida y la preservación de la fuerza de trabajo como un bien de la nación, sean regateados o disminuidos o incumplidos por los empresarios. Siempre ha habido diferencias notables entre el 123 y la legislación reglamentaria (desde la primera ley de 1931). Toda la legislación del trabajo se ha hecho siempre para limitar, poner a negociación o, incluso, negar los derechos básicos establecidos en el 123. Siempre se ha dicho, pero nadie ha hecho nada, ni los sindicatos, que ya sabemos lo que son. La nueva propuesta de la Secretaría del Trabajo, mantenida al oculto por Don Roque y que ni siquiera tiene la forma de un proyecto de decreto, va a un extremo jamás visto antes.
Mi próxima entrega estará dedicada a ese nuevo intento de conculcación de los derechos laborales. Todos los derechos básicos, innegociables e inatacables del 123, ahora no sólo son negociables, sino que ya ni se mencionan o, de plano, se dejan de parte. Como todos los bienes de la nación, para los panistas, también nuestra fuerza de trabajo está a la venta.
domingo, febrero 01, 2009
Cuando el gobierno llega a faltar
Hay varias razones por las cuales el Estado es tan necesario para la sociedad. Una de ellas es que no hay otra fuerza que sea capaz de mantener unido y organizado al cuerpo social; otra es que es la única que puede dar principios generales de organización, convenientes a todos sus integrantes y, al mismo tiempo, capaz de conducirla de acuerdo con esos principios generales que resumen, a su vez, los intereses que son comunes a todos; otra más es que es la sola que puede defender a esa sociedad de los extraños que deseen dañarla o aprovecharse de su debilidad y de sí misma pues, dejada a su libre curso, acabaría autodestruyéndose; pero, ante todo, la sociedad espera que se la conduzca bien y atendiendo a su beneficio.
Cuando se habla de gobierno de la sociedad se habla de todas esas cosas y de muchas otras que les son afines. Ahora bien, ese es sólo un polo del problema; si se tratara nada más que de eso, la sociedad podría apreciarse como un cuerpo inerme y sin voluntad propia a la que se debe conducir y la que debe someterse a ello. Esa fue la idea inspiradora de muchos regímenes (las monarquías absolutistas o las dictaduras) y de muchas teorías de la política. Pero la sociedad no es un ente dejado a la voluntad, buena o mala, de otros; es un ser vivo y actuante que necesita ser gobernado, pero que llega a tener la capacidad de decidir cómo desea ser gobernado e, incluso, de decidir también quién lo gobierna.
Aquí estamos en presencia de una sociedad democrática que es gobernada por quienes ella decidió; pero tampoco eso es todo. Los teóricos de las democracias anglosajonas se contentan con decir que el supremo poder decisorio de sus ciudadanías es que, si se equivocan en su elección, tienen la revancha para las siguientes elecciones y “castigar” a quienes no les cumplieron. A eso se le ha llamado “simulación” de la democracia. Rousseau decía que los ingleses se creían libres porque cada dos años elegían a sus gobernantes, pero luego volvían a ser tan esclavos como antes. Hablemos de mal gobierno: si no hay más que eso, se estará condenados a no ser gobernados nunca en atención a los intereses comunes de esas ciudadanías, sino a intereses parciales y privados.
La democracia está evolucionando a formas de participación ciudadana en las que los ciudadanos tienen la posibilidad de decir y de actuar cuando se los mal gobierna o se les deja de gobernar. Depende de los casos, pero esa participación debería conducir no sólo a que se tenga la capacidad y los medios de decir que se está obrando mal desde el gobierno, sino también a que se esté provistos de medios eficaces para parar y para reordenar las acciones de los gobiernos y, en general, de los poderes del Estado. Hay casos en los que, incluso, se da la revocación del mandato dado a malos gobiernos y a su defenestración.
El problema, empero, no es sólo de teoría. Lo que estamos diciendo tiene que ver directamente con lo que hoy está pasando en nuestro país. El autoritarismo presidencialista diseñado en la Constitución de 1917 nos acostumbró a pensar, como sociedad, que estábamos regidos por un verdadero poder político y, es más, a que ese poder nos resolvía todos los problemas que, como colectividad, nos podían aquejar. De repente, todo cambió. Los gobiernos comenzaron a mostrarse ineficaces e incapaces de gobernarnos. Los problemas se fueron acumulando y la vida social, económica y política se fue empobreciendo de modo tal que aquella noción de gobierno acabó por desaparecer.
Llegó el periodo de las crisis sucesivas (que no cíclicas, como suelen decir los economistas), desde mediados de los setentas, y la sociedad mexicana comenzó a perder la noción del gobierno. Errores iban y venían y cada vez más el sentimiento de desprotección y abandono se fue apoderando de ella. Es una historia real y todos podemos dar testimonio de ello. Hoy en día ya nadie puede creer en el gobierno de la sociedad. Hasta se ha llegado a añorar a aquellos gobiernos priístas que sabían de verdad gobernar a la sociedad. Los priístas se relamen los bigotes pensando en eso y adoptan una idea de “reconquista”, pensando que ahora será su gran oportunidad. Deben estar soñando.
El mal gobierno o el “desgobierno” (expresión que no significa nada para mí) o, peor aún, el vacío de gobierno, comenzó desde mediados de los setentas y cada vez se ha vuelto más evidente, sean priístas o panistas los que gobiernen. Manipular situaciones, como lo hicieron Salinas y Zedillo, no quiere decir gobernar bien. El primero forjó una alianza histórica con el PAN y el segundo le entregó el poder a ese partido derechista, justo cuando menos se parecía a lo que había sido cuando sus fundadores le dieron vida. Todo ello significó tan sólo que se aseguraba a un bloque histórico de derecha (integrado por todos los sectores dominantes en la economía, en la política, en la vida social y hasta en la cultura) su permanencia en el poder, paradójicamente, dejando cada vez más a la sociedad sin gobierno.
Que la sociedad se quede sin gobierno quiere decir, dialécticamente, que el gobierno se queda sin sociedad y eso es lo que ahora nos está ocurriendo. Todo se da de un modo de verdad insospechado: los políticos se han acostumbrado a luchar por un poder divorciado de la sociedad, lo que quiere decir, inevitablemente, por un botín que se puede disfrutar sin responsabilidad alguna para con quienes la misma Constitución define como los beneficiarios de ese poder. Que Carstens nos venga a decir, en tiempos de crisis, que lo que se necesita es más desregulación, sólo significa que necesitan, los que ejercen el poder, de un gobierno todavía más divorciado de la sociedad. Eso es lo que históricamente ha significado ese concepto tan acuoso y fangoso que es el de neoliberalismo.
Que nadie se extrañe de que la sociedad comience a responder por sí misma ante este vacío de poder (una idea aterradora para los detentadores del poder) y se ponga por delante, por sí misma, para defenderse, ante todo, de quienes están llamados constitucional y legalmente a defenderla. Definir a México como un “Estado fallido” es una idiotez. Eso significaría exonerar a los responsables. Aquí hay responsables y la ciudadanía mexicana los identifica cada vez mejor, hasta por sus nombres. Cada vez aprende también que si ella no se defiende nadie lo hará por ella. Esa es la razón del movimiento cívico que atesta las plazas de la República.
domingo, noviembre 09, 2008
....aquellos que rebuznan sin saberse la tonada y otros que ni siquiera son capaces de rebuznar!
Tríptico

Arnaldo Córdova
Esta entrega es una pequeña miscelánea de temas que suelen tratarse en medio de la confusión. A veces esa confusión es deliberada y merece una aclaración necesaria.
1. En estas páginas se ha dicho que los intelectuales que forman el grupo del Comité de Intelectuales en Defensa del Petróleo son unos “adoradores” de López Obrador. Eso es una tontería. Cualquiera que haya tenido trato con los intelectuales puede darse cuenta de que no son muy dados a “adorar” nada, como no sea a sus propias personas. Ese comité ni siquiera se formó a pedido de López Obrador. Uno de sus más importantes consejeros se lo sugirió y él lo aceptó gustoso. Su único punto de convergencia fue el problema del petróleo, no su adhesión a López Obrador. Fue un acierto, como ha podido verse.
Ese grupo de intelectuales, sumado a los muchos expertos y técnicos interesados en hacer escuchar sus opiniones, fueron los que ganaron los debates en el Senado y los que elaboraron las iniciativas de ley que sirvieron a los senadores del FAP para debatir y lograr acuerdos que todo mundo sabe que fueron muy positivos. Es la primera vez en nuestra historia en que los intelectuales pudieron ser un factor protagónico en el debate político nacional. Que eso se debe a López Obrador, creo que nadie se lo podrá regatear. Ni el PAN, dueño del poder del Estado lo logró (y menos el PRI, que ahora carece de inteligencia).
Por eso sorprende que algunos activistas que acusaron a algunos de ellos de ser unos “rajones” y unos “ojetes” hayan, prácticamente, llamado a su linchamiento. Ellos fueron un elemento decisivo en los logros de este movimiento y su líder lo ha reconocido puntualmente. Gramsci, el marxista italiano de los años veinte y treinta, que fue siempre visto como uno de los hombres más cultos y sugerentes (y no sólo para los marxistas), señalaba el hecho de que un partido político sin inteligencia no es partido y que se debía ver en los intelectuales lo que son: individuos que producen cultura (pese a que, sin excepción, sean unos “mamones”, como también reza la jerga corriente).
2. También se insiste en temas que a veces no se dominan y todo en clave antilopezobradorista. En un artículo publicado aquí mismo alguien dijo que la exigencia del FAP y de López Obrador de que, explícitamente, se introdujeran ciertas prohibiciones en los proyectos de ley era una tontería, pues si la Constitución prohíbe los contratos y la participación de la iniciativa privada en la propiedad de la nación, era inútil pedir que se prohibieran. El que escribió eso no tiene ni la más remota idea de lo que es el derecho y, en particular, la ley en el derecho.
Un apotegma del antiguo derecho romano indicaba que la ley está hecha para ser violada. Era una sentencia tajante y, hasta cierto punto, abusiva, pero muy cierta. Si la ley jurídica no pudiera violarse, hacía notar Kant, sería una ley natural. Que la Constitución prohíba que los privados intervengan en ciertos procesos del desarrollo de la industria petrolera, no garantiza que se la vaya a cumplir. Que en las nuevas leyes se prohibiera la entrega de bloques petroleros a privados, que no habría filiales como las propuso el PRI y otras cosas que se demandaron, era una garantía más segura del cumplimiento de la ley.
La Constitución y las leyes se están violando todos los días. Por eso existe una institución tan venerada como el juicio de amparo o las nuevas controversias constitucionales y acciones de inconstitucionalidad. La Constitución no se puede defender por sí sola. Necesita que las leyes la ayuden en la tarea y, por supuesto, el defensor de la Carta Magna que es el Poder Judicial Federal. Cuando se es economista y se pretende dragonearla de jurista las cosas siempre caen en el ridículo.
3. Habría muchos otros temas que tratar, pero, por razones de espacio, me referiré sólo a otro. Hace unos días, López Obrador dijo que trabajaría arduamente para apoyar candidaturas comunes del FAP para las elecciones del próximo año. Todo mundo puede adivinar la importancia que esto podría tener. Fuera de lo que piensa el inefable coordinador de los diputados priístas (por desgracia siempre hay aquellos que rebuznan sin saberse la tonada y otros que ni siquiera son capaces de rebuznar), López Obrador tiene mucho más peso en la política nacional que la que él le concede.
Aquí el problema es múltiple. El desbarajuste que reina en el PRD y el agandalle de los chuchos en los órganos de dirección hacen imposible que haya elecciones que den a ese partido buenas candidaturas y menos candidaturas de unidad. Ya se vio lo que ocurrió en Guerrero. Pero López Obrador no excluyó de ninguna manera a los candidatos del PRD (creo, incluso, que fue a los primeros que él tomó en cuenta). Si los encinistas logran candidaturas de elección interna en ese partido, la fórmula va a funcionar. Los deslindes de la dirección que encabeza Acosta Naranjo indican que su grupo va a marchar por su cuenta.
Hay más problemas. Uno de ellos es la decisión de los dirigentes de Convergencia de ir solos a las elecciones del próximo año. No consideran que ellos tienen un pacto de unidad en el FAP. Lo que nos están diciendo es que van a romper con ese frente y eso, por sí solo, lo disuelve. Ellos deberían reconsiderarlo. López Obrador declaró que respetaría decisiones como esa. No se entiende, entonces, cómo podría haber candidaturas de unidad. Los del PT parecen no compartir ese punto, pero habrá que verlo. Si eso se da, el FAP ha dejado de existir y lo mejor sería que ya no se hablara más del mismo, con lo que la propuesta de López Obrador carecería de objeto.
Los partidos deberían pensar mejor las cosas. El FAP, bombardeado por los chuchos, ha demostrado ser vital para el movimiento cívico. Si prevalece el egoísmo partidista se ve muy difícil que ellos, por sí solos, puedan confrontar con éxito la avalancha priísta que es muy previsible o el poder panista que va en decadencia. Yo no veo mucho futuro para el PRD como está. Le irá muy mal y eso ya se sabe desde ahora. Su única esperanza es que sea capaz de lograr acuerdos internos de unidad rumbo a las candidaturas comunes. Eso es hoy imposible. De cualquier forma, todos los partidos deben saber que el movimiento cívico es la única fuerza que los puede apoyar eficazmente, siempre y cuando no se obstaculice la labor cohesionadora de su líder.
1. En estas páginas se ha dicho que los intelectuales que forman el grupo del Comité de Intelectuales en Defensa del Petróleo son unos “adoradores” de López Obrador. Eso es una tontería. Cualquiera que haya tenido trato con los intelectuales puede darse cuenta de que no son muy dados a “adorar” nada, como no sea a sus propias personas. Ese comité ni siquiera se formó a pedido de López Obrador. Uno de sus más importantes consejeros se lo sugirió y él lo aceptó gustoso. Su único punto de convergencia fue el problema del petróleo, no su adhesión a López Obrador. Fue un acierto, como ha podido verse.
Ese grupo de intelectuales, sumado a los muchos expertos y técnicos interesados en hacer escuchar sus opiniones, fueron los que ganaron los debates en el Senado y los que elaboraron las iniciativas de ley que sirvieron a los senadores del FAP para debatir y lograr acuerdos que todo mundo sabe que fueron muy positivos. Es la primera vez en nuestra historia en que los intelectuales pudieron ser un factor protagónico en el debate político nacional. Que eso se debe a López Obrador, creo que nadie se lo podrá regatear. Ni el PAN, dueño del poder del Estado lo logró (y menos el PRI, que ahora carece de inteligencia).
Por eso sorprende que algunos activistas que acusaron a algunos de ellos de ser unos “rajones” y unos “ojetes” hayan, prácticamente, llamado a su linchamiento. Ellos fueron un elemento decisivo en los logros de este movimiento y su líder lo ha reconocido puntualmente. Gramsci, el marxista italiano de los años veinte y treinta, que fue siempre visto como uno de los hombres más cultos y sugerentes (y no sólo para los marxistas), señalaba el hecho de que un partido político sin inteligencia no es partido y que se debía ver en los intelectuales lo que son: individuos que producen cultura (pese a que, sin excepción, sean unos “mamones”, como también reza la jerga corriente).
2. También se insiste en temas que a veces no se dominan y todo en clave antilopezobradorista. En un artículo publicado aquí mismo alguien dijo que la exigencia del FAP y de López Obrador de que, explícitamente, se introdujeran ciertas prohibiciones en los proyectos de ley era una tontería, pues si la Constitución prohíbe los contratos y la participación de la iniciativa privada en la propiedad de la nación, era inútil pedir que se prohibieran. El que escribió eso no tiene ni la más remota idea de lo que es el derecho y, en particular, la ley en el derecho.
Un apotegma del antiguo derecho romano indicaba que la ley está hecha para ser violada. Era una sentencia tajante y, hasta cierto punto, abusiva, pero muy cierta. Si la ley jurídica no pudiera violarse, hacía notar Kant, sería una ley natural. Que la Constitución prohíba que los privados intervengan en ciertos procesos del desarrollo de la industria petrolera, no garantiza que se la vaya a cumplir. Que en las nuevas leyes se prohibiera la entrega de bloques petroleros a privados, que no habría filiales como las propuso el PRI y otras cosas que se demandaron, era una garantía más segura del cumplimiento de la ley.
La Constitución y las leyes se están violando todos los días. Por eso existe una institución tan venerada como el juicio de amparo o las nuevas controversias constitucionales y acciones de inconstitucionalidad. La Constitución no se puede defender por sí sola. Necesita que las leyes la ayuden en la tarea y, por supuesto, el defensor de la Carta Magna que es el Poder Judicial Federal. Cuando se es economista y se pretende dragonearla de jurista las cosas siempre caen en el ridículo.
3. Habría muchos otros temas que tratar, pero, por razones de espacio, me referiré sólo a otro. Hace unos días, López Obrador dijo que trabajaría arduamente para apoyar candidaturas comunes del FAP para las elecciones del próximo año. Todo mundo puede adivinar la importancia que esto podría tener. Fuera de lo que piensa el inefable coordinador de los diputados priístas (por desgracia siempre hay aquellos que rebuznan sin saberse la tonada y otros que ni siquiera son capaces de rebuznar), López Obrador tiene mucho más peso en la política nacional que la que él le concede.
Aquí el problema es múltiple. El desbarajuste que reina en el PRD y el agandalle de los chuchos en los órganos de dirección hacen imposible que haya elecciones que den a ese partido buenas candidaturas y menos candidaturas de unidad. Ya se vio lo que ocurrió en Guerrero. Pero López Obrador no excluyó de ninguna manera a los candidatos del PRD (creo, incluso, que fue a los primeros que él tomó en cuenta). Si los encinistas logran candidaturas de elección interna en ese partido, la fórmula va a funcionar. Los deslindes de la dirección que encabeza Acosta Naranjo indican que su grupo va a marchar por su cuenta.
Hay más problemas. Uno de ellos es la decisión de los dirigentes de Convergencia de ir solos a las elecciones del próximo año. No consideran que ellos tienen un pacto de unidad en el FAP. Lo que nos están diciendo es que van a romper con ese frente y eso, por sí solo, lo disuelve. Ellos deberían reconsiderarlo. López Obrador declaró que respetaría decisiones como esa. No se entiende, entonces, cómo podría haber candidaturas de unidad. Los del PT parecen no compartir ese punto, pero habrá que verlo. Si eso se da, el FAP ha dejado de existir y lo mejor sería que ya no se hablara más del mismo, con lo que la propuesta de López Obrador carecería de objeto.
Los partidos deberían pensar mejor las cosas. El FAP, bombardeado por los chuchos, ha demostrado ser vital para el movimiento cívico. Si prevalece el egoísmo partidista se ve muy difícil que ellos, por sí solos, puedan confrontar con éxito la avalancha priísta que es muy previsible o el poder panista que va en decadencia. Yo no veo mucho futuro para el PRD como está. Le irá muy mal y eso ya se sabe desde ahora. Su única esperanza es que sea capaz de lograr acuerdos internos de unidad rumbo a las candidaturas comunes. Eso es hoy imposible. De cualquier forma, todos los partidos deben saber que el movimiento cívico es la única fuerza que los puede apoyar eficazmente, siempre y cuando no se obstaculice la labor cohesionadora de su líder.
domingo, octubre 26, 2008
Reforma...con las "puertitas de atras"
Arnaldo Córdova
Lo que la ley no prohíbe...
En memoria de ese gran diplomático defensor de su patria Gustavo Iruegas
El barullo y la confusión que han reinado en torno a la reforma petrolera han envuelto un proceso que venía siendo bastante claro. Creo que los términos exactos del problema podrían formularse así: las iniciativas de Calderón y las que presentaron los priístas han sido modificadas radicalmente en sus objetivos privatizadores y feudalizantes (hablando de las filiales de Pemex), pero se han dejado innumerables puertas (o ventanas) abiertas a posibles futuros intentos en ambos sentidos. Un tema que se volvió crucial de repente fueron los llamados “bloques” o “provincias” o “diócesis” de la geografía petrolera del país.
Vale la pena aclarar, en primer término, que dichos “bloques” no existen en ningún cuerpo de reforma de ley contenido en los dictámenes del Senado. Aparentemente no habría de qué preocuparse, pero sí hay de qué preocuparse. Como lo dejaron en claro Pablo Gómez en sus muy exactas presentaciones de los resultados (activos y pasivos) y Jorge Eduardo Navarrete en sus atinadísimos balances de los dictámenes, se ganó mucho, pero no se ganó todo. Todos concuerdan en que es una locura pretender ganarlo todo. Por eso urge una explicación puntual de lo positivo y lo negativo.
Alguien me dijo que nosotros estamos obligados a informar. Yo le pedí que, si tenía el poder suficiente, me consiguiera el Canal de “las Estrellas” por una hora (estelar) y yo podría informar de nuestras posiciones. De hecho sólo hay un periódico, éste, que nos da foro. De cualquier forma, nuestro “Canal de las Estrellas” son nuestras movilizaciones. Andrés Manuel López Obrador ha convocado a las movilizaciones, incendiando un poco la pradera, para impedir las maniobras legislativas de la derecha. Eso tiene sentido, porque es nuestro único medio informativo.
Ganamos casi todo, como bien lo resumió Jorge Eduardo. Pero quedó abierta la puerta a la corrupción en Pemex (los cinco consejeros del sindicato seguirán allí); no estarán en las leyes los “bloques”, pero nada impide que luego el gobierno, violando la Constitución, los establezca (por eso López Obrador exigió que se prohibieran expresamente); no quedarán en las leyes las filiales priístas, pero nada impide que luego se impongan, como lo señalé en otro artículo, y hay más. Por eso decimos que no hay que bajar la guardia, porque los intentos privatizadores y feudalizantes siguen ahí, vivitos y coleando.
Hay que ponernos de acuerdo: los logros fueron importantísimos; pero es necio andar cantando victorias que sólo fueron acuerdos racionales entre las diferentes fuerzas políticas. Para mí, lo inédito de esta histórica experiencia es que, por primera vez en muchísimos años, hubo un gran debate (a fondo) sobre un problema que atañe a los más importantes intereses de la nación. Se demostró que la movilización pacífica de la ciudadanía puede hacer a menos de medios informativos facciosos y corruptos para poder saber de qué se trata lo que está en contienda. Ahora casi todos los ciudadanos están enterados de lo que está en juego, independientemente de cuál sea su posición.
Veamos el asunto de los bloques: nadie niega que el mapeo de la geografía petrolera puede ser positivo (al menos para llevar un recuento de lo que nos queda y de lo que todavía podríamos descubrir). El problema es lo que se intenta con ello. No están en los cuerpos de ley, pero se vienen anunciando desde hace tiempo. Tampoco se propusieron dichos bloques en el debate legislativo, pero se habló de ellos. Y se dijo algo que llena de suspicacia: sobre todo los priístas, volvieron a hablar de “incentivar” a los inversionistas. Nada les importó que se les dijera que arbitrariamente un funcionario podría asignar tales “bloques” a los más poderosos, como Halliburton o Schulemburg.
Lo que algunos de nuestros senadores señalaron, cuando sus oponentes decían que no se trataba de eso, es que entonces lo dijeran expresamente en la ley. Pero se les respondió que “¿para qué?”, haciéndose como los tontos que no entienden qué es lo que se les plantea. En el debate salió con toda claridad que todos estaban en contra de la privatización de Pemex. Pero todo el tiempo hemos estado viendo que se abren múltiples rendijas por las que se persiste en el mismo tema con sucias maniobras para esconder el mismo y persistente propósito. ¿Por qué los derechistas del PAN y del PRI no tienen el valor de decirnos claramente que lo que desean con verdadera brama es que el petróleo se entregue a los privados?
Hay muchos problemas semejantes: los cuerpos de ley no los mencionan, pero dejan abierta la puerta para que se impongan si las movilizaciones cívicas cesan o se cansan o se decepcionan. El mérito de este movimiento es que ni se cansa ni se decepciona de lo que hace por una profunda convicción. Esa es nuestra defensa mayor. Por lo demás, debemos aprender a usar de nuestra Constitución y de nuestras leyes para luchar por otros medios contra semejantes imposiciones, porque todas van a ser ilegales y anticonstitucionales.
Rolando y Jorge Eduardo lo han señalado: si nos imponen la entrega de las “diócesis” petroleras a los privados extranjeros, como se pretende, podemos actuar constitucionalmente y con la ley en la mano, aparte de seguirnos movilizando. Eso debe estar claro. Ya hemos ganado batallas legales y constitucionales. Recordemos sólo nuestra defensa de la ley del DF sobre el aborto. Recordemos también nuestra lucha contra el absurdo del desafuero. Tenemos con qué. Los constitucionalistas y los técnicos de nuestro movimiento dejaron mudos a nuestros oponentes en los foros del Senado. ¿Por qué dudar de nuestra capacidad de debatir?
La fobia de algunos respecto de los chuchos, al final, quedó plenamente justificada y hoy está claro que siempre desearon aliarse con Calderón. De ahí su absurdo triunfalismo. Que Acosta Naranjo se “deslinde” de López Obrador sólo llama a risa. Ni siquiera se da cuenta de que todo mundo lo ve como un hombre sin cualidades para el puesto que desempeña y que en algo se parece a Calderón. Que los gobernadores que llegaron al poder por el PRD secunden a Acosta no debe extrañar. Ellos pelean por sus presupuestos y saben que a veces hay que hacer el ridículo para sacar algo.
Esta lucha queda abierta y tenemos con qué afrontarla: un líder que sabe llamar al pueblo a movilizarse y una ciudadanía informada y deseosa de actuar.
Lo que la ley no prohíbe...
En memoria de ese gran diplomático defensor de su patria Gustavo Iruegas
El barullo y la confusión que han reinado en torno a la reforma petrolera han envuelto un proceso que venía siendo bastante claro. Creo que los términos exactos del problema podrían formularse así: las iniciativas de Calderón y las que presentaron los priístas han sido modificadas radicalmente en sus objetivos privatizadores y feudalizantes (hablando de las filiales de Pemex), pero se han dejado innumerables puertas (o ventanas) abiertas a posibles futuros intentos en ambos sentidos. Un tema que se volvió crucial de repente fueron los llamados “bloques” o “provincias” o “diócesis” de la geografía petrolera del país.
Vale la pena aclarar, en primer término, que dichos “bloques” no existen en ningún cuerpo de reforma de ley contenido en los dictámenes del Senado. Aparentemente no habría de qué preocuparse, pero sí hay de qué preocuparse. Como lo dejaron en claro Pablo Gómez en sus muy exactas presentaciones de los resultados (activos y pasivos) y Jorge Eduardo Navarrete en sus atinadísimos balances de los dictámenes, se ganó mucho, pero no se ganó todo. Todos concuerdan en que es una locura pretender ganarlo todo. Por eso urge una explicación puntual de lo positivo y lo negativo.
Alguien me dijo que nosotros estamos obligados a informar. Yo le pedí que, si tenía el poder suficiente, me consiguiera el Canal de “las Estrellas” por una hora (estelar) y yo podría informar de nuestras posiciones. De hecho sólo hay un periódico, éste, que nos da foro. De cualquier forma, nuestro “Canal de las Estrellas” son nuestras movilizaciones. Andrés Manuel López Obrador ha convocado a las movilizaciones, incendiando un poco la pradera, para impedir las maniobras legislativas de la derecha. Eso tiene sentido, porque es nuestro único medio informativo.
Ganamos casi todo, como bien lo resumió Jorge Eduardo. Pero quedó abierta la puerta a la corrupción en Pemex (los cinco consejeros del sindicato seguirán allí); no estarán en las leyes los “bloques”, pero nada impide que luego el gobierno, violando la Constitución, los establezca (por eso López Obrador exigió que se prohibieran expresamente); no quedarán en las leyes las filiales priístas, pero nada impide que luego se impongan, como lo señalé en otro artículo, y hay más. Por eso decimos que no hay que bajar la guardia, porque los intentos privatizadores y feudalizantes siguen ahí, vivitos y coleando.
Hay que ponernos de acuerdo: los logros fueron importantísimos; pero es necio andar cantando victorias que sólo fueron acuerdos racionales entre las diferentes fuerzas políticas. Para mí, lo inédito de esta histórica experiencia es que, por primera vez en muchísimos años, hubo un gran debate (a fondo) sobre un problema que atañe a los más importantes intereses de la nación. Se demostró que la movilización pacífica de la ciudadanía puede hacer a menos de medios informativos facciosos y corruptos para poder saber de qué se trata lo que está en contienda. Ahora casi todos los ciudadanos están enterados de lo que está en juego, independientemente de cuál sea su posición.
Veamos el asunto de los bloques: nadie niega que el mapeo de la geografía petrolera puede ser positivo (al menos para llevar un recuento de lo que nos queda y de lo que todavía podríamos descubrir). El problema es lo que se intenta con ello. No están en los cuerpos de ley, pero se vienen anunciando desde hace tiempo. Tampoco se propusieron dichos bloques en el debate legislativo, pero se habló de ellos. Y se dijo algo que llena de suspicacia: sobre todo los priístas, volvieron a hablar de “incentivar” a los inversionistas. Nada les importó que se les dijera que arbitrariamente un funcionario podría asignar tales “bloques” a los más poderosos, como Halliburton o Schulemburg.
Lo que algunos de nuestros senadores señalaron, cuando sus oponentes decían que no se trataba de eso, es que entonces lo dijeran expresamente en la ley. Pero se les respondió que “¿para qué?”, haciéndose como los tontos que no entienden qué es lo que se les plantea. En el debate salió con toda claridad que todos estaban en contra de la privatización de Pemex. Pero todo el tiempo hemos estado viendo que se abren múltiples rendijas por las que se persiste en el mismo tema con sucias maniobras para esconder el mismo y persistente propósito. ¿Por qué los derechistas del PAN y del PRI no tienen el valor de decirnos claramente que lo que desean con verdadera brama es que el petróleo se entregue a los privados?
Hay muchos problemas semejantes: los cuerpos de ley no los mencionan, pero dejan abierta la puerta para que se impongan si las movilizaciones cívicas cesan o se cansan o se decepcionan. El mérito de este movimiento es que ni se cansa ni se decepciona de lo que hace por una profunda convicción. Esa es nuestra defensa mayor. Por lo demás, debemos aprender a usar de nuestra Constitución y de nuestras leyes para luchar por otros medios contra semejantes imposiciones, porque todas van a ser ilegales y anticonstitucionales.
Rolando y Jorge Eduardo lo han señalado: si nos imponen la entrega de las “diócesis” petroleras a los privados extranjeros, como se pretende, podemos actuar constitucionalmente y con la ley en la mano, aparte de seguirnos movilizando. Eso debe estar claro. Ya hemos ganado batallas legales y constitucionales. Recordemos sólo nuestra defensa de la ley del DF sobre el aborto. Recordemos también nuestra lucha contra el absurdo del desafuero. Tenemos con qué. Los constitucionalistas y los técnicos de nuestro movimiento dejaron mudos a nuestros oponentes en los foros del Senado. ¿Por qué dudar de nuestra capacidad de debatir?
La fobia de algunos respecto de los chuchos, al final, quedó plenamente justificada y hoy está claro que siempre desearon aliarse con Calderón. De ahí su absurdo triunfalismo. Que Acosta Naranjo se “deslinde” de López Obrador sólo llama a risa. Ni siquiera se da cuenta de que todo mundo lo ve como un hombre sin cualidades para el puesto que desempeña y que en algo se parece a Calderón. Que los gobernadores que llegaron al poder por el PRD secunden a Acosta no debe extrañar. Ellos pelean por sus presupuestos y saben que a veces hay que hacer el ridículo para sacar algo.
Esta lucha queda abierta y tenemos con qué afrontarla: un líder que sabe llamar al pueblo a movilizarse y una ciudadanía informada y deseosa de actuar.
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