lunes, diciembre 04, 2006

Oaxaca: el terror represivo

Editorial

El despliegue de fuerzas policiales federales en Oaxaca, que tenía como supuesto propósito el "restablecimiento de la legalidad y el orden", se ha traducido en una ruptura generalizada del estado de derecho, en un estado de excepción de hecho, en un apuntalamiento por la fuerza y la violencia del gobierno de Ulises Ruiz y en una escalada represiva que obliga a recordar las tácticas de contrainsurgencia de las dictaduras militares que asolaron este hemisferio en décadas pasadas. Organismos religiosos y de derechos humanos han documentado que en el empeño de los gobiernos federal y estatal por aplastar al movimiento ciudadano, que exige la salida del gobernador, se han cometido toda suerte de atropellos: detenciones injustificadas, desapariciones, torturas, fabricación de delitos, agresiones sexuales a mujeres, cateos ilegales y persecución de dirigentes políticos; al amparo de los contingentes de la Policía Federal Preventiva, grupos de choque de la autoridad local han perpetrado toda suerte de agresiones recuérdese que hay muertos en contra de activistas o simpatizantes de la Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca (APPO) e inclusive contra transeúntes no involucrados de manera alguna con esa organización.

Esa suerte de esquema de contrainsurgencia, aplicado no contra organizaciones armadas sino contra un movimiento pacífico, como lo han sido a lo largo del conflicto el del gremio magisterial y el de la APPO, se ve complementado por muestras de una actitud gubernamental encarnizada y excesiva, como el traslado de 141 capturados a Nayarit, las acusaciones desmesuradas, si no es que abiertamente falsas, contra muchos de ellos, y la fijación de fianzas absurdas ­algunas de cuatro millones de pesos como condición para liberar a algunos de los detenidos.

En su pérdida progresiva del sentido de realidad y de mesura, el foxismo terminó como había prometido que no sería: un gobierno represor. El calderonismo, acorralado por su falta de legitimidad y por la necesidad de soportes políticos, más allá de su propio partido, empezó negociando con el PRI la permanencia de Ulises Ruiz a cambio de la presencia de las bancadas legislativas tricolores que harían el quórum necesario para la toma de posesión presidencial del viernes. Ahora es necesario que el nuevo gobierno vea más allá de las apuradas condiciones de su inicio y contribuya a resolver el desastre oaxaqueño, del que es corresponsable de origen.

Para empezar, el Ejecutivo federal tendría que deponer su pretensión de eliminar, mediante el tolete, el gas lacrimógeno y las persecuciones políticas injustificadas, expresiones de conflictos sociales que requieren de soluciones de fondo. De no proceder así, de no privilegiar a la política por sobre la policía, el gobierno de Felipe Calderón no sólo agravará los problemas de origen sino que confirmará los peores augurios sobre sus tendencias autoritarias y represivas, agudizará, por esa vía, su propia crisis de legitimidad y, ante la cancelación definitiva de garantías, libertades y espacios de expresión, abrirá las puertas a manifestaciones políticas violentas.

Demagogia y burla

Felipe Calderón empieza a ejercer el gobierno con una medida claramente demagógica: la reducción de 10 por ciento a los salarios de los altos funcionarios de su administración, incluido el suyo.

El viernes pasado, en la reunión que protagonizó en el Auditorio Nacional, el sucesor de Vicente Fox prometió que promovería tal recorte, pero no especificó el porcentaje. Se señaló en este mismo espacio que el anuncio, tomado directamente de las propuestas de gobierno de Andrés Manuel López Obrador, resultaba poco convincente y podía ser el anticipo de una simulación: una disminución meramente simbólica de las percepciones de los altos funcionarios.

Así ocurrió. En un contexto social de desigualdades sociales abismales, y en el que los ingresos de los principales servidores públicos llegan a ser cien o doscientas veces mayores que los de los mexicanos que sobreviven con un salario mínimo, o con dos, o con menos que eso, el propósito de Calderón Hinojosa de ser austero al 10 por ciento constituye una burla a la sociedad, porque con él se pretende mantener a 90 por ciento unos sueldos escandalosos e inmorales.

No hay manera de creer en los propósitos de un equipo de gobierno que persevera en la práctica inmoral de otorgar a sus integrantes percepciones que son causa de enriquecimiento explicable y que pervierten el sentido del servicio público: si los titulares de instituciones supuestamente encargadas entre otras cosas de aliviar la desigualdad social optan por seguir perteneciendo a la ínfima minoría que obtiene ingresos mensuales por encima de los 100 mil pesos (el salario mínimo, cabe recordarlo, no llega a mil 500) puede darse por ficticia cualquier promesa de reducir la inequidad imperante.

La explicación ofrecida ayer por Calderón no deja margen a la defensa de un recorte tan insustancial a ingresos tan desmesurados: con él, dijo el titular del Poder Ejecutivo, se logrará un ahorro de 25 mil 500 millones de pesos, lo que equivale a la construcción de dos mil 500 escuelas y al financiamiento de seis millones de becas. Ello implica que si los gobernantes se aplicaran a sí mismos una reducción salarial menos simbólica, por ejemplo de 50 por ciento, la administración podría disponer de unos 127 mil 500 millones de pesos para reactivar la economía, crear fuentes de empleo, reducir la pobreza, generar infraestructura, rescatar al sector energético (Pemex y la CFE) del estado ruinoso en que se encuentra, e inclusive para fortalecer los mecanismos de combate a la delincuencia organizada y contrarrestar de esa forma la escandalosa inseguridad pública.

Cuando López Obrador, al inicio de su gestión al frente del Gobierno del Distrito Federal, redujo en una proporción mucho mayor a 10 por ciento su salario, y el de sus colaboradores inmediatos, los círculos dirigentes de Acción Nacional y del gobierno foxista Calderón formó parte de unos y del otro lanzaron feroces críticas a esa medida y la tildaron de demagógica y populista. Ahora el partido oficial se deshace en elogios ante un decreto presidencial que tendría que ser calificado, en aras de una mínima congruencia, con adjetivos similares.

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