24 agosto 2010
ffponte@gmail.com
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“No son los gobernantes los culpables de nuestros males, sino quienes los eligieron o permitieron su asunción”.
Camilo Torres.
I
Serían no pocos los ciudadanos mexicanos (de hecho, pensaríase que la gran mayoría de ellos) que parecen convencidos de que el obstáculo mayor para modificar el statu quo de opresión terrible que nos agravia es expulsar a Felipe Calderón de Los Pinos.
Y más: parecen también no ser pocos aquellos ciudadanos persuadidos de que removiendo perentoriamente al señor Calderón de su espuria investidura presidencial México accedería automáticamente y sin prolegómenos a un estadio de bienestar.
Añadiríase que no se antoja magro el número de mexicanos que parecen ciertos de que el responsable de los espeluznantes males que nos aquejan es el ya multicitado don Felipe y que, al defenestrársele, saldremos del grave peligro en el que se halla México.
Por supuesto, echar al señor Calderón de su ínsula barataria en la pineda emblemática nos causaría, la sensación de bienestar propia del proceso psicológico que llamamos catarsis. Nos haría sentirnos bien, cierto sería, pero sólo por unos días.
Pero luego de echar a don Felipe a los perros para que éstos lo hagan trizas –literalmente incluso--, retornaríamos a la cruda, por trágica, realidad que tiene en sus zarpas al país y a sus habitantes. Vivimos engañándonos a nosotros, evadiéndonos.
II
Ese perverso truco mental –el de nuestra psique colectiva-- nos permite evadirnos de nuestra responsabilidad civil y nuestros deberes cívicos y políticos y no asumirnos como responsables de nuestros propios avatares. Le endilgamos la culpa a otros.
En el caso que nos ocupa, el culpable de nuestros espectacularmente horrísonos males no es don Felipe, quien se nos confirma como un pobre diablo –un “juanito” de la Mafia en el poder— que amén de inepto, corto de miras y acomplejado, es fanático.
Precísese lo de fanático: no sólo piensa don Felipe que la laicicidad del Estado mexicano es obsolescencia y, ergo, dispensable, sino también acólito del dios que preconiza que el interés privado debe prevalecer sobre el bien común o social.
Ese dios tiene muchos nombres: neoliberalismo, capital, mercado (y consumo); ganancia (y dinero) atroz; sujeción del Estado mexicano a dos Estados extranjeros, el estadunidense, y el de El Vaticano, cuyos intereses prevalecen sobre los de México.
Esos dos Estados extranjeros que dominan la vida política, económica, social y a no dudarlo también cultural de México se nutren, mediante vías variopintas, hegemónicas e impías, de los tesauros patrimoniales --materiales y espirituales-- de los mexicanos.
III
Esas políticas hegemónicas son imperialistas. En el caso del imperio de EU son sus consorcios trasnacionales los que realizan el saqueo patrimonial –cultural incluido— de los mexicanos, con la complicidad de individuos como don Felipe y su patrón, la Mafia.
En el caso de El Vaticano, sus agentes en México –distintos de su representante diplomático, el nuncio apostólico—, el clero político local, actúan para desmantelar el Estado laico, avanzando mucho en ello con la complicidad de don Felipe y la Mafia.
Así, ambos imperios y sus agentes respectivos –en el de EU, las trasnacionales; en el del Vaticano, el clero político local— han influido y, de hecho, impuesto por fiat formas de organización económica, político-jurídica y social y mercantilizado el acervo
cultural.
La moraleja establece como silogismo vero que remover al señor Calderón sería un logro pírrico, pues él es sólo un agente de la Mafia cómplice de los imperios que expolian a México. A la Mafia habría que neutralizarla; ello es un deber ciudadano.
Y más allá: también es deber ciudadano insoslayable que, a la vez que se neutraliza a la Mafia, establecer una nueva forma de organización económica, político-jurídica y social orientada al bien común o social. ¿Y don Felipe? Su pena capital: el ostracismo.
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