lunes, mayo 18, 2009

La cena


La pregunta es: ¿qué sigue?
A la mitad del camino el actual gobierno se enfrenta a problemas tan antiguos como el país: la pobreza, la educación en todos sus niveles, la asistencia médica, la generación de empleos, la incomunicación, el deterioro agrario y la descontrolada explosión urbana.
A ellos se agregan los tres recién llegados cuya presencia nos agobia: los delitos que acompañan al tráfico de narcóticos, la crisis económica y la epidemia de influenza A. Tienen un denominador común: la dificultad en su planteamiento y búsqueda de solución. En mayor o menor medida la reacción no ha correspondido al tamaño y complejidad de cada uno. Y mucho menos cuando se presentan juntos y deben distraerse medios humanos y materiales para enfrentarlos. La mejor manera de vencer un escollo es reconocer su existencia y magnitud. Seamos francos.
El narcotráfico. Primer objetivo del presidente Felipe Calderón. Antes de acomodarse en la silla que el hermano de Emiliano Zapata imaginaba de montar (a veces sería más útil) declaró la guerra al narcotráfico sin más armas que la carabina de Ambrosio, según consigné entonces en un Bucareli que conserva vigencia. Enfrentaba a un ejército clandestino internacional sólo igualado, quizá, por el terrorismo. Un ejército de jerarquías, desde mariscal hasta soldado raso, sistemas de transporte, distribución, cobranza y contabilidad, con todo el dinero para sobornar a quien se deje sin mediar tamaño, idioma, cultura, distancia o fronteras. El resultado ha sido un aumento en el número de muertos, militares y civiles, la descomposición social producto de su avance y crecimiento, la inseguridad contagiosa, alimentada por los delitos que llamamos comunes.
La crisis económica. Pasa a la historia con una sola desafortunada y muy lamentable expresión: catarrito. El catarrito se curará si no nos mata, pero la palabra encabezará en todos los libros de historia el capítulo dedicado al derrumbe de nuestra ilusión de un México menos miserable. Otra vez el error de menospreciar al enemigo que se fortaleció con las medidas equivocadas. Las últimas se anunciaron el jueves. Son para ayudar a quienes menos lo necesitan y tan condicionadas que antes de lograr mejoría se perderá lo que aún quede.
La epidemia. Tiene con la crisis económica la semejanza de su aparición súbita en este sexenio. Y otra vez la errónea percepción del grado de peligrosidad. Hubo confusión en identificar al virus, comprensible en un virus nuevo, y desbarajuste en los primeros informes basados en cifras inciertas y datos dispersos. Medidas enérgicas, sobre todo en el DF, entre ellas el cierre de cines, teatros, restaurantes y otros centros de reunión, disminuyeron el número de casos.
Y cuando suena la hora de unir voluntades para frenar el declive del sexenio, la corrupción llega engalanada a la fiesta, como el Comendador que acude a la cena convocado por su asesino. Los libros de Ahumada y Madrazo y la entrevista de Carmen Aristegui a Miguel de la Madrid afocan el espectro siempre vivo de la más antigua plaga nacional, nuestra novia la corrupción, como dijo Agustín de la tristeza, aparece con sus características a la mexicana: el gran escándalo efímero frente a la realidad evidente del delito que nunca será probado. El relajo para que jueguen al ping-pong Kant y Justiniano sin distanciar lo ético de lo jurídico. Lo primero lo desconocen. A lo segundo no le temen.
Se sienta a la mesa la recién llegada y habla con la seguridad de quien no se ha ido, no se olviden de mí, estoy en el aire como su nuevo virus, me cuelo por sus tapabocas aunque estornuden tras del codo. Los presentes, los de siempre, fingen no conocerla y brindan por el invitado, el que esperan sin esperanza y sin miedo porque su mundo no es el de estos comensales. La aldaba suena tres veces. Se asoman a la ventana. Nadie en la calle empedrada. “Algún menguado que al pasar habrá llamado sin mirar siquiera dónde”. Sin ayuda humana vuelve a golpear la mano de bronce sobre el clavo del portón. Atrancan con doble viga las entradas. Tarde o temprano los muertos llegan a cobrar la deuda a los arrogantes, prepotentes, seguros de su impunidad, de su poder. Repasan otra vez la lista de los agravios y se regocijan. Compiten en adornar con los detalles de la memoria el relato de sus abusos, delitos, engaños y despojos. Suman difuntos y vírgenes mancilladas. Rellenan sus copas y la del invitado. El Comendador se filtra por las paredes y saluda con voz de sepulcro.
Viene por ellos.

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