sábado, octubre 03, 2009

Más vigente que nunca el 2 de Octubre


Las heridas se curan. Las fracturas se cierran. Pero para el que sufre una herida queda como recordatorio de lo ocurrido la marca. Mientras que el dolor de las fracturas, de tanto en tanto, regresa. Las marcas se van diluyendo con el tiempo y el dolor va desapareciendo. Pero cuando se repiten las misma heridas y las mismas caídas, adquiere mayor importancia el tener presente el motivo y los modos incluso para enfrentar, de mejor manera, la misma historia no curada que en cada una de sus versiones será infinitamente peor que en la primera. Imposible de sanar las heridas que tienen que ver con la desaparición forzada de personas. Imposible las que tiene que ver la ejecución impune. La justicia tardía no es justicia. Pero el conocer la verdad a veces se acerca a la justicia.


El único acierto de Fox, frente a sus tantos y tan grandes desatinos, fue el haber creado una comisión para enfrentar de una vez por todas lo ocurrido en 68 y en su secuela posterior con la aparición, obligada por la cerrazón gubernamental, de grupos guerrilleros. Como todo lo que Fox toca la comisión creada para ese fin fracasó. Pero algo más de esa historia terrible de nuestra patria fue conocido incluso por los que se niegan a saber nada de nada porque la ignorancia, opinan, los que así piensan, facilita la vida. Otra falacia. La verdad siempre acaba por imponerse y lo hace de peor manera para los que a bofetadas se enteran cuando las calamidades llegaron a la casa del vecino evidenciando que ellos son los que siguen en la lista. La comisión al final resultó una farsa más de un sistema que ha fracasado y además impuesto a la mexicana, lo que ha permitido que hasta a un Fox, tocado de la mente, y hasta a un Calderón, de una pequeñez que pasma, se les haya impuesto como la cabeza política evidenciando que México es un país condenado de antemano al infierno de saberse con todo para salir adelante pero manejado por enemigos de un pueblo: el mexicano, contra el que ya son incontabilizables los crímenes cometidos. Ya se enteran, por fin, incluso los que nunca quieren enterarse de nada, de que el 2010 es el año que remite al pueblo al mismo año de hace dos siglos que reivindica la población como el de su logro por lo que toca a la Independencia de México del Reino de España. Y más cercano todavía en tiempo al del logro del inicio de la Revolución Mexicana. Lo único que le van dejando al pueblo, nunca tan ignorado como hoy por los canallas que con descaro absoluto se han adueñado del poder y del dinero en beneficio de las mafias que todo lo controlan. Lo que no quiere decir que ya esté todo decidido y al pensar en otra revuelta nos tendría que espantar la ausencia de líderes como Zapata y los muchos posibles sucesores de Villa que incluso se encuentran en grupos paramilitares como “La Familia”. Los que, como en la década de los setenta, una y otra vez, con cada nueva detención de un “miembro”, acaban, nos dicen, los que “mandan”. Al igual que antaño cada vez que asesinaban a algún miembro de La Liga 23 de Septiembre se daba a conocer la noticia diciendo que habían puesto fin a la “verdadera cabeza, esa sí”, de ese movimiento armado que desapareció cuando las condiciones se dieron para que efectivamente desapareciera. Los que desgobiernan tampoco se han enterado de que al pueblo le va quedando claro que el verdadero enemigo del pueblo mexicano está justamente en los que hoy desgobiernan en los tres poderes a nivel federal y en los estados. El Ejército Nacional quedó tocado con el 68 y con la guerrilla. Pero no perdió igual prestigio el Ejército Nacional ante el pueblo mexicano. Prestigio que le ha quitado Calderón con sus pésimas decisiones, quizá, pensadas, por quien realmente piense detrás de él, porque así le conviene al Ejército paralelo que aliado a García Luna, probablemente también pensado así para que cargue ese impresentable con todo el desprestigio, al Ejército Nacional le juega el puesto. Nada peor podría estarle ocurriendo hoy al país. Porque incluso para lo que viene México necesita un Ejército Nacional único y que entienda las razones del pueblo. De ahí que el dos de octubre, como nunca, esté presente hoy.

Tlatelolco, hoy y siempre

¿Cómo olvidar a los niños exangües, alineados en bandejas de la morgue en los pasillos de alguna comisaría? Usted ha visto las fotos en La noche de Tlatelolco, de Elena Poniatowska. Con qué facilidad decidimos abandonarlos para seguir el camino. Y digo decidimos porque fue un acto voluntario. Fuimos dejando de lado a los niños incómodos, a los niños comunistas que amenazaron al régimen de un autócrata, e impulsaron a otro a escalar la presidencia. Los niños que murieron para darle vida a un sistema in articulo mortis que respiraba con tanque de oxígeno. ¿Qué tiene nuestra presidencia que lo justifica todo, que todo lo perdona?
Dos de octubre no se olvida es la frase que ha recorrido por 41 años el territorio nacional. No se olvida, como dice Pablo González Casanova, porque la matanza produjo un rencor inolvidable. Dos de octubre no se olvida, pero tampoco se castiga. El presidente responsable, Gustavo Díaz Ordaz (GDO, en boca de la prensa oficial; DOG, en las pintas callejeras del movimiento estudiantil) murió en la impunidad. Una figura compleja, con rasgos de personaje shakespeariano y marcadas características de tirano: como Trujillo, como Somoza, ¿cómo Roberto Micheletti?
Murió endurecido, en el terco convencimiento de que los verdaderos machos enfrentan –y dominan– cualquier adversidad, incluyendo el genocidio. Con la bandera en el pecho y las fosas nasales hinchadas, mostrando la dentadura que era fuente inagotable de inspiración para caricaturistas y enemigos políticos, asumió la responsabilidad ética, moral, jurídica e histórica de la masacre en su quinto Informe de gobierno. Tenía la mirada altiva: estaba en casa, entre los suyos, en el recinto del honorable Congreso de la Unión. Ahí engolaba la voz masculina. Voz de mando, de hombre decidido; voz que se imponía frente a civiles y militares, y que éstos respetaban, porque además de presidente era comandante supremo de las fuerzas armadas. Después del mea culpa se fue a recorrer la campiña española con rango de embajador; buscaba aires nuevos. Hasta que lo persiguió el fantasma de Tlatelolco; hasta que lo dobló la enfermedad.
Antes de su muerte, al surgir mayores indicios de la participación de Luis Echeverría, y preocupado por la historia, GDO dejó en sus memorias inéditas un acertijo para los siglos: asumo la responsabilidad, mas no la culpabilidad. Retruécanos de la política: ¿cómo separar una de la otra? Con la información de hoy es difícil saber si GDO fue manipulado por Echeverría, o si él mismo era de los que ven moros con tranchetes.
Philip Agee, ex agente de la CIA que vivió Tlatelolco, y horrorizado por la barbarie abandonó la compañía, reveló en 1975 (Inside the Company) que GDO y Echeverría fueron informantes de la CIA. Años después Jefferson Morley, de Washington Post, en un artículo titulado: Los ojos de la CIA en Tlatelolco, confirmó lo dicho por Agee, basado en documentos liberados por Estados Unidos en 2006, y publicados por The National Security Archive (www.gwu.edu/~nsarchiv/NSAEBB/NSAEBB204/index2.htm).
No cabe duda que Echeverría, el más astuto, ¿y el más culpable?, morirá exonerado con los santos óleos republicanos administrados por magistrados obsecuentes y tribunales complacientes. Ése es, lamentablemente, el estado de nuestro Estado de derecho; he ahí la tragedia de nuestra pobre democracia. Juan Velázquez, el abogado que defendió a Echeverría, afirma con ignorancia de la historia que hoy existen dos verdades sobre Tlatelolco: una –dice despectivo– el dicho de la gente y otra, absolutamente distinta, el fallo del tribunal. Por eso escribí en La Jornada en su momento (Tlatelolco: genocidio sin culpables, 03/4/09) que el litigante, eufórico por su victoria judicial, olvidaba que todos sabemos cómo y dónde se obtienen algunos fallos de nuestros venerables tribunales; las complicidades, amistades, e intereses que empujan las sentencias por las inmundas cañerías del sistema.
Ha faltado voluntad política. La vida sigue su curso, pero no olvidamos la matanza de la Plaza de las Tres Culturas (o de las sepulturas, como la apodó Demetrio Vallejo, o de los sacrificios, como la llamó Octavio Paz después de la tragedia). Decía Paz que sólo cuando se conteste el ¿por qué? del inolvidable cartón de Abel Quezada podrá el país recobrar la confianza en sus líderes y en sus instituciones.
Treinta años después de la masacre escribí en La Jornada (“In memoriam”, 02/10/98) que la brutal represión compró la paz de los sepulcros y la paseó como escarmiento por el territorio nacional, hasta que el espectro de la violencia se encarnó nuevamente en el conflicto de Chiapas. Después de Tlatelolco siguió la fiesta; después de Chiapas, también; después de Acteal… Quizá por eso la poetisa Rosario Castellanos cerró su hermoso Memorial de Tlatelolco con un melancólico presentimiento: “al día siguiente, nadie. /La plaza amaneció barrida; /los periódicos dieron como noticia principal el estado del tiempo (…) /ni un minuto de silencio en el banquete./ (Pues prosiguió el banquete.)
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