miércoles, junio 09, 2010

Columna Asimetrías. México y las Mexicanas





09 junio 2010
“La mujer mexicana es la mantenedora del fuego sagrado de la patria”.

Gustavo Díaz Ordaz.

I

Por supuesto, la frase atribuida al tristemente célebre Díaz Ordaz --responsable de la Matanza de Tlatelolco en 1968— es más que un tropo y una definición poética devenida de quienes escribían sus discursos, entre ellos el ya icónico Juan Rulfo.

La frase, que no está eximida de sesgos de machismo, fue dicha durante la campaña de proselitismo electoral en 1964 cuando éste personaje era candidato del PRI a la Presidencia de México. Exalta a la mujer y la coloca en un pedestal de incongruencia.

Y le reitera su rol, según el varón. Díaz Ordaz se refería al atributo procreador de la mujer, a su papel tradicional de alumbrar, de educar y cuidar a la prole, de atender sumisa a su compañero –que suele verse aun como su dueño— y de no pensar ni actuar.

Tal estereotipo de mexicana estaba en la mente del entonces abanderado priísta de la dictadura perfecta (aunque en ese 1964 hubo por primera vez diputados de partido), pero la incongruencia reside en obvios verismos e insoslayables realidades.

Y una de esas obvias realidades es que la mujer –mexicana o de cualesquier otras nacionalidades— es muchísimo más que la definición masculina y los enunciados devenidos de un machismo que puede ser, incluso, escolarizado e ilustrado.

II

La mujer mexicana, en efecto, mantiene el fuego sagrado del hogar de la patria, más no sólo en función del rapto poético de Díaz Ordaz referido implícitamente a su vientre y otras asignaturas congénitas y culturales por imposición masculina. No.

En México –como en gran parte del mndo--, la mujer mantiene el fuego sagrado de la patria (y otras patrias) porque es sujeto de los imperativos de la explotación del humano por el humano mismo que, en el caso, éste es por lo general el varón.

La mujer pertenece al género más explotado, en un contexto en el que su contraparte, el varón, es sometido a la explotación de su fuerza de trabajo –la única mercancía que puede vender— y la apropiación de la riqueza y plusvalía de su esfuerzo laboral.

En esa venta de su fuerza de trabajo, los humanos, en particular la mujer, se ven obligados, si no es que forzados literalmente, a vender también su cuerpo. Esa cultura de venta del cuerpo adviértese en México desde la infancia y adolescencia.

Aquí, la mujer no suele ser dueña de su propio cuerpo ni mucho menos aspirar a ejercer ese derecho de decidir que en otros países con mayor desarrollo social es inalienable. Ejercer ese derecho humano fundamental está penado en 18 estados.

III

Y no sólo eso: la mujer es consumidora cautiva de bienes y servicios innecesarios que los medios de control social e inducción de conductas colectivas los presentan como necesarios, desarrollando en ellas un fetichismo de la mercancía.

Ese fetichismo, señálese, también victimiza al varón quien, junto con la mujer, vive en un contexto de enajenación alienante, precisamente por no existir un correlato directo entre su trabajo para crear riqueza y la apropiación que de ésta hacen otros humanos.

Esos otros humanos son los posesionarios y concesionarios –bajo formas que en México repele incluso por ley a la noción misma de la propiedad social o colectiva— de los medios de producción, entre éstos la tierra, el agua, el aire, la educación, la ciencia.

Esa explotación tiene causales localizadas tanto en lo histórico como en lo actual. Según la Encuesta Nacional de Ocupación, 41.5 por ciento del total de hogares son encabezados por mujeres. Y del total de trabajadores, 40.5 por ciento son mujeres.
Esas estadísticas no comprenden al trabajo doméstico por el que no se percibe salario. Son, pues, las mujeres las que mantienen ese fuego sagrado de la patria, el del trabajo. El fuego sagrado de la mano de obra esclavizada que da riqueza a unos cuantos.

ffponte@gmail.com

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