Por Ricardo Rocha
26 agosto 2010
Cada vez me duele más Pasta de Conchos. Sobre todo ahora que testimonio lo que está pasando en Chile: una tragedia transformada en una formidable lección de vida; un suceso que conmociona la vida pública de toda una nación y un evento que mueve en verdad los mecanismos del gobierno. Me alienta y me jode ver al presidente Piñeira auténticamente feliz y pegando de brincos en la mera entrada de la mina mostrando jubiloso el pequeño gran mensaje de la esperanza: “Estamos bien, en el refugio, los 33”.
Tampoco puedo evitar la envidia por la movilización inmediata y dinámica para hacer todo lo humanamente posible a fin de lograr el rescate y garantizar que se hará justicia; porque desde ahora se han establecido negligencia y abusos en las condiciones de seguridad y trabajo de parte de los propietarios de esa mina de cobre y oro llamada San José.
Y peor se me revuelven las tripas cuando me acuerdo de aquel 19 de febrero de 2006 y cómo se precipitaron los acontecimientos: apenas en las primeras horas de ese día se supo que 65 mineros habían quedado atrapados por una explosión y un derrumbe a unos 150 metros bajo tierra en una mina de carbón en San Juan de Sabinas, Coahuila; los esfuerzos de Grupo México, la más grande minera del país —tasada en decenas de miles de millones de dólares— fueron una farsa; apenas cinco días después declararon imposible el rescate pretextando altas concentraciones de gas que, casualmente, eran las mismas que cuando los mineros bajaron a trabajar; al entonces presidente Vicente Fox jamás se le ocurrió ni siquiera pararse por el lugar; en lugar de organizar o preparar el rescate se dedicó a defender al magnate Germán Larrea; el horroroso yunquero —que no yunquista— Salazar, secretario del Trabajo, y el impresentable vocero Aguilar llegaron al extremo de asegurar que las condiciones laborales en la mina eran de excelencia y eximieron ipso facto a Grupo México de toda responsabilidad. Hoy, a más de cuatro años de distancia, las viudas de Pasta de Conchos siguen luchando por recuperar los cuerpos de sus muertos.
En Chile son 33 los mineros que hace 20 días quedaron atrapados por un derrumbe a 700 metros de profundidad. La esperanza mide 10 centímetros de diámetro de un ducto que los conecta con la superficie; a través de ese estrecho cordón umbilical deberán llegar oxígeno, agua, alimentos, oraciones y cartas de amor para mantenerlos con vida. Será una batalla larga que habrá de requerir de todas sus fuerzas, de todo su temple y de todo su valor. Los expertos hablan de hasta tres meses para horadar miles de toneladas de roca y sacarlos con vida en lo que sería una maravillosa lección humana para el mundo entero. Ojalá.
Pero volviendo a México no puedo evitar pensar en la paradoja de que fue en una mina, Cananea, donde comenzó la Revolución. La misma que cien años después sigue sin hacer justicia a los trabajadores de este país. Y si no que les pregunten a los triturados de Mexicana de Aviación.
Tampoco puedo evitar la envidia por la movilización inmediata y dinámica para hacer todo lo humanamente posible a fin de lograr el rescate y garantizar que se hará justicia; porque desde ahora se han establecido negligencia y abusos en las condiciones de seguridad y trabajo de parte de los propietarios de esa mina de cobre y oro llamada San José.
Y peor se me revuelven las tripas cuando me acuerdo de aquel 19 de febrero de 2006 y cómo se precipitaron los acontecimientos: apenas en las primeras horas de ese día se supo que 65 mineros habían quedado atrapados por una explosión y un derrumbe a unos 150 metros bajo tierra en una mina de carbón en San Juan de Sabinas, Coahuila; los esfuerzos de Grupo México, la más grande minera del país —tasada en decenas de miles de millones de dólares— fueron una farsa; apenas cinco días después declararon imposible el rescate pretextando altas concentraciones de gas que, casualmente, eran las mismas que cuando los mineros bajaron a trabajar; al entonces presidente Vicente Fox jamás se le ocurrió ni siquiera pararse por el lugar; en lugar de organizar o preparar el rescate se dedicó a defender al magnate Germán Larrea; el horroroso yunquero —que no yunquista— Salazar, secretario del Trabajo, y el impresentable vocero Aguilar llegaron al extremo de asegurar que las condiciones laborales en la mina eran de excelencia y eximieron ipso facto a Grupo México de toda responsabilidad. Hoy, a más de cuatro años de distancia, las viudas de Pasta de Conchos siguen luchando por recuperar los cuerpos de sus muertos.
En Chile son 33 los mineros que hace 20 días quedaron atrapados por un derrumbe a 700 metros de profundidad. La esperanza mide 10 centímetros de diámetro de un ducto que los conecta con la superficie; a través de ese estrecho cordón umbilical deberán llegar oxígeno, agua, alimentos, oraciones y cartas de amor para mantenerlos con vida. Será una batalla larga que habrá de requerir de todas sus fuerzas, de todo su temple y de todo su valor. Los expertos hablan de hasta tres meses para horadar miles de toneladas de roca y sacarlos con vida en lo que sería una maravillosa lección humana para el mundo entero. Ojalá.
Pero volviendo a México no puedo evitar pensar en la paradoja de que fue en una mina, Cananea, donde comenzó la Revolución. La misma que cien años después sigue sin hacer justicia a los trabajadores de este país. Y si no que les pregunten a los triturados de Mexicana de Aviación.
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