Por Ricardo Rocha
05 agosto 2010
Dicen que los viajes ilustran. Yo no lo sé de cierto. Pero lo que sí tengo claro es que asombran. Y cómo no me iba a fascinar descubrir que los holandeses —todos sin excepción— nacen, crecen y se reproducen sobre bicicletas; que jamás se detienen, que no van a ningún lado, porque nunca los vi llegar a destino alguno; tampoco los vi iniciar el viaje; sólo los miré pasar, siempre pedaleando veloces de un lado a otro. Igual me llené de estupefacción en un Moscú inédito de 38 grados por la tarde y 30 por la noche, con los desconcertados moscovitas atarantados por el calor y las pobres rusas obligadas a andar por la calle casi como Dios las trajo al mundo.
Pero, para asombros, México. Nada más regresar y sumergirse en el país que somos en estos días agitados del 2010: te encuentras con que ya se cumplió la crónica de una renuncia anunciada y que el encargado de la política interna ya no es el litigante empresarial, y que ahora hay un experto en fracasos locales como responsable de la conciliación nacional; que hablando de expertos, cuesta trabajo creer que EL UNIVERSAL no está de broma cuando nos informa que el nuevo secretario de Economía también es un especialista, pero en ciencias del matrimonio y la familia por sacros colegios vaticanos; que una enigmática y otrora poderosísima funcionaria de Los Pinos es echada a los perros y expuesta al escarnio luego de episodios que harían ver la corte de Catalina la Grande como un jardín de niños.
Y todo ello con el escenario cotidiano de una violencia manifiesta, ya no cada día, sino cada minuto, en una cadena incesante de barbarie que nos pervierte a todos: ciudades enloquecidas por los narcobloqueos, ahora enfrentados con los antinarcobloqueos igualmente caóticos; balaceras visibles y hasta invisibles en las calles, pero siempre ciertas en Twitter; en las casas, matanzas demenciales, y en los salones de fiesta, las ráfagas aniquilantes de jóvenes y niños; cabezas rodantes aquí y allá; secuestrados y levantados en cualquier parte; una cárcel como casa de seguridad de matones a sueldo; un capo que no capturaron, pero sí mataron, aunque nadie vio al muerto; el nuevo espectáculo de los coches-bomba, el narcoterrorismo ahora contra camarógrafos y reporteros y contra los propios medios que aún no resuelven qué hacer ante las amenazas y el chantaje.
Y al final de esta primera impresión del retorno, señales contrastantes de una convocatoria desesperada para, supuestamente, enderezar el rumbo en la guerra calderonista contra el crimen organizado, que ya alcanza 28 mil muertos y muy pocos resultados. Un presidente que reconoce que actuó con precipitación y sin medir las consecuencias. Una sociedad que demanda otras vías, como la discusión a fondo sobre la legalización en el consumo de una o todas las drogas. Y una vez más, la respuesta dubitativa de un Calderón que no acierta a definirse: tolera el debate, pero advierte que no está de acuerdo. Sí, pero no. Como el país.
Pero, para asombros, México. Nada más regresar y sumergirse en el país que somos en estos días agitados del 2010: te encuentras con que ya se cumplió la crónica de una renuncia anunciada y que el encargado de la política interna ya no es el litigante empresarial, y que ahora hay un experto en fracasos locales como responsable de la conciliación nacional; que hablando de expertos, cuesta trabajo creer que EL UNIVERSAL no está de broma cuando nos informa que el nuevo secretario de Economía también es un especialista, pero en ciencias del matrimonio y la familia por sacros colegios vaticanos; que una enigmática y otrora poderosísima funcionaria de Los Pinos es echada a los perros y expuesta al escarnio luego de episodios que harían ver la corte de Catalina la Grande como un jardín de niños.
Y todo ello con el escenario cotidiano de una violencia manifiesta, ya no cada día, sino cada minuto, en una cadena incesante de barbarie que nos pervierte a todos: ciudades enloquecidas por los narcobloqueos, ahora enfrentados con los antinarcobloqueos igualmente caóticos; balaceras visibles y hasta invisibles en las calles, pero siempre ciertas en Twitter; en las casas, matanzas demenciales, y en los salones de fiesta, las ráfagas aniquilantes de jóvenes y niños; cabezas rodantes aquí y allá; secuestrados y levantados en cualquier parte; una cárcel como casa de seguridad de matones a sueldo; un capo que no capturaron, pero sí mataron, aunque nadie vio al muerto; el nuevo espectáculo de los coches-bomba, el narcoterrorismo ahora contra camarógrafos y reporteros y contra los propios medios que aún no resuelven qué hacer ante las amenazas y el chantaje.
Y al final de esta primera impresión del retorno, señales contrastantes de una convocatoria desesperada para, supuestamente, enderezar el rumbo en la guerra calderonista contra el crimen organizado, que ya alcanza 28 mil muertos y muy pocos resultados. Un presidente que reconoce que actuó con precipitación y sin medir las consecuencias. Una sociedad que demanda otras vías, como la discusión a fondo sobre la legalización en el consumo de una o todas las drogas. Y una vez más, la respuesta dubitativa de un Calderón que no acierta a definirse: tolera el debate, pero advierte que no está de acuerdo. Sí, pero no. Como el país.
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