Por Ricardo Rocha
14 diciembre 2010
Ahora resulta que en Apatzingán y otros lugares del estado hay marchas de apoyo a La Familia Michoacana y de repudio a las fuerzas federales destacadas ahí desde hace cuatro años.
Por supuesto que sería muy ingenuo pensar que el propio cártel no está detrás de las manifestaciones. Pero más ingenuo todavía el pretender ignorar la simpatía que despiertan unos y la animadversión que generan otros en determinadas y vastas zonas del país.
Sólo quienes jamás han estado en territorio narco pueden decir ingenuamente que los narcos son siempre rechazados. Desde luego que no es cierto. En cambio, hay regiones en el mapa donde los sicarios son respetados y bien recibidos, y sus jefes no sólo son sujetos de reverencias, sino incluso de veneración. Y no hablo únicamente del santo-narco llamado Malverde, sino de los actuales de carne y hueso. Los mismos cuyas hazañas son cantadas por los juglares gruperos en la radio, los CDs y por supuesto las bodas y los bautizos oficiados por el señor obispo y al que no faltan los notables del lugar. Lo demás es hipocresía.
Hace rato que venimos sosteniendo que para contener la amenaza social de este México nuestro de todos los días contamos con la relativa fortuna de tres bendiciones fatales: las remesas desde los Estados Unidos de tantos mexicanos que no supimos retener, el tianguis gigantesco y anárquico en que se ha convertido el comercio informal en ciudades y pueblos, y la indiscutible derrama económica que genera el crimen organizado con todo y las balas, la sangre y la muerte.
Realidades incontrovertibles que, sin embargo —sobre todo la última—, escandalizan a las buenas conciencias que, como en las familias decrépitas, piensan que se puede seguir ocultando la basura bajo la alfombra.
El fenómeno ahí está, visible para todos excepto para quienes no quieren verlo. Y las encuestas recientes lo reafirman: cada vez más mexicanos opinan que esta guerra está perdida, que la estrategia falló, que debió haberse empezado por limpiar la casa del miasma de la corrupción antes de sacar a los soldados a la calle.
Lo de las cartulinas (“La Familia es más que un estado” y “Nazario siempre vivirá en nuestro corazón”) dedicadas al cártel y a uno de sus jefes Nazario Moreno, El Chayo, es más que anécdota. No se pueden ignorar los signos, los avisos, de una población harta de sus calles y comercios cerrados y de las balas perdidas que matan jovencitas y hasta bebés de ocho meses. Tampoco frases como la de un habitante de Apatzingán: “Entre La Familia y sus desmadres y Calderón y la Policía Federal, ¡nos tienen jodidos!”.
Por supuesto que sería muy ingenuo pensar que el propio cártel no está detrás de las manifestaciones. Pero más ingenuo todavía el pretender ignorar la simpatía que despiertan unos y la animadversión que generan otros en determinadas y vastas zonas del país.
Sólo quienes jamás han estado en territorio narco pueden decir ingenuamente que los narcos son siempre rechazados. Desde luego que no es cierto. En cambio, hay regiones en el mapa donde los sicarios son respetados y bien recibidos, y sus jefes no sólo son sujetos de reverencias, sino incluso de veneración. Y no hablo únicamente del santo-narco llamado Malverde, sino de los actuales de carne y hueso. Los mismos cuyas hazañas son cantadas por los juglares gruperos en la radio, los CDs y por supuesto las bodas y los bautizos oficiados por el señor obispo y al que no faltan los notables del lugar. Lo demás es hipocresía.
Hace rato que venimos sosteniendo que para contener la amenaza social de este México nuestro de todos los días contamos con la relativa fortuna de tres bendiciones fatales: las remesas desde los Estados Unidos de tantos mexicanos que no supimos retener, el tianguis gigantesco y anárquico en que se ha convertido el comercio informal en ciudades y pueblos, y la indiscutible derrama económica que genera el crimen organizado con todo y las balas, la sangre y la muerte.
Realidades incontrovertibles que, sin embargo —sobre todo la última—, escandalizan a las buenas conciencias que, como en las familias decrépitas, piensan que se puede seguir ocultando la basura bajo la alfombra.
El fenómeno ahí está, visible para todos excepto para quienes no quieren verlo. Y las encuestas recientes lo reafirman: cada vez más mexicanos opinan que esta guerra está perdida, que la estrategia falló, que debió haberse empezado por limpiar la casa del miasma de la corrupción antes de sacar a los soldados a la calle.
Lo de las cartulinas (“La Familia es más que un estado” y “Nazario siempre vivirá en nuestro corazón”) dedicadas al cártel y a uno de sus jefes Nazario Moreno, El Chayo, es más que anécdota. No se pueden ignorar los signos, los avisos, de una población harta de sus calles y comercios cerrados y de las balas perdidas que matan jovencitas y hasta bebés de ocho meses. Tampoco frases como la de un habitante de Apatzingán: “Entre La Familia y sus desmadres y Calderón y la Policía Federal, ¡nos tienen jodidos!”.
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