SEÚL (Proceso).- Kim Tae-Kin exhala largamente cuando se le pide algún buen recuerdo del infierno. “La felicidad plena que sentía tras horas de trabajo al encontrar una frambuesa en el camino de vuelta. Y los paisajes tan poéticos. No he vuelto a verlos como aquellos. Las montañas heladas en invierno o los árboles en flor en primavera. A cambio, 20 años después tengo pesadillas frecuentes, sufro agorafobia y un dolor terrible de la espalda”.
Kim habla de aquellos centros represivos de la Unión Soviética que describió Aleksandr Solzhenitsyn en su obra Archipiélago Gulag y que hoy persisten en Corea del Norte. Son los “gulags” norcoreanos, lugares donde el castigo y la anulación del individuo se acentúan y refinan, donde el hambre y las palizas miden a diario la resistencia del ser humano. Instaurados hace medio siglo, son parte del legado de Kim Jong-Il.
Pyongyang niega su existencia, pero las imágenes por satélite han corroborado lo denunciado por organizaciones de derechos humanos y lo declarado por exconvictos y exguardianes. Son al menos 36 campos, divididos en kwan-li-so (para delitos políticos) y kyo-hwa-so (para condenas de larga duración).
La Comisión Americana de Derechos Humanos en Corea del Norte estima que hay unos 200 mil prisioneros en ellos, es decir uno de cada cien norcoreanos. Más de 400 mil han muerto ahí en los últimos 30 años, según un estudio de 2006 de una organización de derechos humanos estadunidense dirigida por el recién fallecido expresidente checo Vaclav Havel y el Nobel de la Paz Elie Weisel. Ambos describieron el país como “uno de los desastres humanitarios más atroces del mundo”.
Kim Tae-Kin sobrevivió cuatro años en Yodok, el célebre campo 15. Los recuerda en su oficina de Seúl, con una reproducción en yeso de la Estatua de la Libertad sobre su mesa.
“La base de la dieta era maíz aguado y cualquier cambio mínimo causaba diarreas mortales. Las porciones te las acababas en tres cucharadas. Tenías suerte si cazabas ratas o serpientes. En los cumpleaños de los líderes nos daban una sopa con aceite de sésamo.”
Muchos caminos conducen al gulag: intentar huir del país, tener una Biblia, no limpiar a conciencia un retrato del líder Kim Jong-Il o romper por accidente una de sus estatuas, escuchar una emisora extranjera…
Kim Tae-Kin huyó a China, donde trabajó en una mina hasta que alguien lo denunció a la policía y fue devuelto a Corea del Norte. Siguieron ocho meses de interrogatorios y torturas. Como es norma llegó al gulag sin juicio, desconociendo la longitud de su condena, ni siquiera si saldría.
“Trabajábamos mientras había luz solar. Lo peor era el invierno. Nos metíamos en un río helado para recoger piedras. A algunos se les caían los dedos congelados. Muchos morían de frío. Íbamos vestidos con harapos, sin calcetines ni ropa interior. También cortábamos árboles, arábamos el campo y bajábamos a la mina. No teníamos jabón y las pulgas y chinches nos comían, eran peores que las palizas de los guardias.”
El sistema de campos es un masivo sistema de persecución política. Algunos son “distritos de control completo” de donde sólo se sale muerto. En otros se “reeduca”. El campo 22 (en Hoeryong, cerca de la frontera china) y el 14 (en Gaechon) alojan a 50 mil prisioneros cada uno. Kwon Hyok, exdirector de seguridad del campo 15, reveló –tras desertar– que se practicaban experimentos químicos con los prisioneros en cámaras de gas. También explicó que en ese centro funcionaba un sistema de vigilancia compartida por grupos de cinco familias: si uno intentaba escapar, al resto de miembros les disparaban por fallar en su responsabilidad.
“Las ejecuciones eran habituales, casi siempre por intentar huir. Nadie lo ha conseguido. Se les decía que habían desaprovechado la generosa oportunidad ofrecida por el Querido Líder de reeducarse a través del trabajo y que merecían morir. Estábamos muy cerca, podíamos ver sus ojos antes de que les pegaran un tiro. Después nos obligaban a apedrear sus cadáveres.”
Kim Tae-Kin ha formado una precaria organización que asiste a supervivientes de los gulags. Sólo 13 de la cincuentena que alcanzó Seúl se han inscrito, el resto prefiere el anonimato para no perjudicar a los familiares que siguen en Corea del Norte.
La organización se enfrenta a la apatía social. Muchos surcoreanos albergan sentimientos contradictorios hacia sus vecinos comunistas, que a veces derivan en el relativismo o incluso en el negacionismo. A sus convocatorias acude más prensa internacional que local y no es raro que los supervivientes vean a estudiantes dormitar durante sus conferencias.
Dice que su misión vital es desmantelar los gulags, pero no será fácil. Nunca se han incluido en las conversaciones internacionales para desnuclearizar el país a cambio de reconocimiento y ayuda energética y alimentaria. Los tibetanos tienen al Dalai Lama y Richard Gere, los birmanos a Aung San Suu Kyi y Bono, y los darfuríes a Mia Farrow y George Clooney. Huérfanos de una figura mediática que los adopte, los norcoreanos cotizan bajo en el mercado de las simpatías globales.
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