Queda tan claro que hasta abusiva resulta la
reiteración del señalamiento hecho por Peña sobre que no tiene amigos.
Si los tuviera no se haría acompañar por la punta de impresentables que
lo exhiben, aún más, como el individuo incorrecto para enfrentar los
graves problemas que aquejan al país luego de 12 años de desgobierno de
la derecha panista y del paso siniestro del genocida que se despide
bañando en sangre al país de la cabeza a los pies, sin que se pueda
alcanzar a ver cómo se van a poder controlar a los grupos creados
—algunos, como es el caso de los paramilitares que García Luna encabeza—
por la derecha para hacer prevalecer a un sistema que no funciona, pero
lo que a muy pocos parece interesar como el problema mayúsculo que el
mundo enfrenta, ciertamente.
Pero de manera particular, incluso por la forma sangrienta de imposición que sufrimos los mexicanos a los que se nos está cancelando la posibilidad de vida civilizada quizá en tanto el animal humano no sea expulsado del planeta por la furia de la naturaleza.
Si tuviera amigos Peña no recurriría a tantas fichas quemadas. Alfonso Navarrete es un traidor que ofreció resolver el caso del asesinato de Enrique Salinas en tres días, dado que saltaba a la vista el involucramiento en el mismo de su propia familia. Lo que tenía toda la lógica. Carlos Salinas hacía pininos para regresar luego del madrazo propinado por el impune Zedillo, ese otro monstruo de colección para los mexicanos. Cuando se descubre que otro hermano, libre, del expresidente, tiene escondida una fortuna inexplicable en el extranjero, en medio de un pleito con su exmujer que busca, como es obvio, la tajada que supone que le corresponde. Caso que sigue impune porque tampoco es que Alfonso Navarrete haya demostrado que judiciales al servicio de García Luna fueron los asesinos del personaje político en cuestión. Convertido Navarrete en uno de los más abyectos legisladores del PRI, protegido por el fuero, como lo único que funciona en el desarmado Poder Legislativo a modo hoy de la dictadura en marcha.
Como imposición de la narcoteletiranía, que lo convirtiera en dictador el 1 de julio, Peña Nieto no puede acudir a los mexicanos inteligentes y pensantes que, dada la situación, posiblemente lo acompañarían en la encomienda más difícil, para cualquiera, incluso para un sabio que hubiera sido elegido por los mexicanos como su gobernante —lo que no hace la compra— para el desempeño de ese difícil mandato.
Habría bastado con esperar el transcurso adecuado de los tiempos para que Peña no llegara como otro impostor de la narcotelecracia responsable de muchas de nuestras desgracias. Son impresentables los acompañantes de Peña. Pero además nos son seres ni inteligentes ni pensantes ni buenos políticos ni despiertan la mínima esperanza ninguno de ellos de que vayan a poder matizar la condena que sufre el pueblo mexicano.
Empecemos por el porro que fue elegido por Peña Nieto como presidente del PRI, en sustitución de Humberto Moreira.
Peña le debe a ese porro el despertar estudiantil que presumiblemente no se habría dado sin sus declaraciones miserables contra los alumnos de la Ibero, que le recordaban Atenco al impresentable que se hace acompañar, como cereza de su pobre pastel, sin leche ni agua ni huevos —claro tan caros que hoy son también los huevos— ni menos aún chocolate ni almendras, de la Robles como el prototipo más acabado de la traición mexicana. Otra Gordillo en potencia es Rosario Robles. Las apuestas en charlas de café ya corren en el intento de saber si con ella regresa, a manejar la compra de los políticos amigos, para poder ser exhibidos como corruptos cuando se quieran deshacer del que les haga sombra, el Ahumada, o si ya lleva como compañero a otro impresentable, que se prestará, cuando haga falta, si hace falta, a destruir a los que sobren como compañeros de ruta. A ver quién se fía del otro cuando todos como única “virtud” tienen la de ser traidores unos de los otros.
Para Peña la cereza del pastel es la Robles. Una impresentable con la que se exhibe lo que puede esperar de Peña el pueblo condenado a la masacre como forma de vida en aras de la corrupción gubernamental como regla inamovible de un sistema que sólo aquí se continúa aplicando de la misma brutal manera, a pesar de estarse demostrando, incluso por países como Haití, que no puede seguirse aplicando así.
Pero de manera particular, incluso por la forma sangrienta de imposición que sufrimos los mexicanos a los que se nos está cancelando la posibilidad de vida civilizada quizá en tanto el animal humano no sea expulsado del planeta por la furia de la naturaleza.
Si tuviera amigos Peña no recurriría a tantas fichas quemadas. Alfonso Navarrete es un traidor que ofreció resolver el caso del asesinato de Enrique Salinas en tres días, dado que saltaba a la vista el involucramiento en el mismo de su propia familia. Lo que tenía toda la lógica. Carlos Salinas hacía pininos para regresar luego del madrazo propinado por el impune Zedillo, ese otro monstruo de colección para los mexicanos. Cuando se descubre que otro hermano, libre, del expresidente, tiene escondida una fortuna inexplicable en el extranjero, en medio de un pleito con su exmujer que busca, como es obvio, la tajada que supone que le corresponde. Caso que sigue impune porque tampoco es que Alfonso Navarrete haya demostrado que judiciales al servicio de García Luna fueron los asesinos del personaje político en cuestión. Convertido Navarrete en uno de los más abyectos legisladores del PRI, protegido por el fuero, como lo único que funciona en el desarmado Poder Legislativo a modo hoy de la dictadura en marcha.
Como imposición de la narcoteletiranía, que lo convirtiera en dictador el 1 de julio, Peña Nieto no puede acudir a los mexicanos inteligentes y pensantes que, dada la situación, posiblemente lo acompañarían en la encomienda más difícil, para cualquiera, incluso para un sabio que hubiera sido elegido por los mexicanos como su gobernante —lo que no hace la compra— para el desempeño de ese difícil mandato.
Habría bastado con esperar el transcurso adecuado de los tiempos para que Peña no llegara como otro impostor de la narcotelecracia responsable de muchas de nuestras desgracias. Son impresentables los acompañantes de Peña. Pero además nos son seres ni inteligentes ni pensantes ni buenos políticos ni despiertan la mínima esperanza ninguno de ellos de que vayan a poder matizar la condena que sufre el pueblo mexicano.
Empecemos por el porro que fue elegido por Peña Nieto como presidente del PRI, en sustitución de Humberto Moreira.
Peña le debe a ese porro el despertar estudiantil que presumiblemente no se habría dado sin sus declaraciones miserables contra los alumnos de la Ibero, que le recordaban Atenco al impresentable que se hace acompañar, como cereza de su pobre pastel, sin leche ni agua ni huevos —claro tan caros que hoy son también los huevos— ni menos aún chocolate ni almendras, de la Robles como el prototipo más acabado de la traición mexicana. Otra Gordillo en potencia es Rosario Robles. Las apuestas en charlas de café ya corren en el intento de saber si con ella regresa, a manejar la compra de los políticos amigos, para poder ser exhibidos como corruptos cuando se quieran deshacer del que les haga sombra, el Ahumada, o si ya lleva como compañero a otro impresentable, que se prestará, cuando haga falta, si hace falta, a destruir a los que sobren como compañeros de ruta. A ver quién se fía del otro cuando todos como única “virtud” tienen la de ser traidores unos de los otros.
Para Peña la cereza del pastel es la Robles. Una impresentable con la que se exhibe lo que puede esperar de Peña el pueblo condenado a la masacre como forma de vida en aras de la corrupción gubernamental como regla inamovible de un sistema que sólo aquí se continúa aplicando de la misma brutal manera, a pesar de estarse demostrando, incluso por países como Haití, que no puede seguirse aplicando así.
María Teresa Jardí - Opinión EMET
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