El régimen conservador de Felipe Calderón heredará al país un Estado de guerra permanente. Una sociedad sumida en la violencia, el terror y el caos. Y en muchos espacios del territorio nacional, una sociedad militarizada y paramilitarizada. El dispositivo ideológico de la violencia institucionalizada es el miedo. Un miedo aterrorizante, paralizador, potenciado por una estrategia comunicacional no desprovista de ideología. Una estrategia mediática enajenadora e invisibilizadora de la realidad, que como parte sustancial de las operaciones de guerra sicológica utiliza diferentes máscaras.
Así, mientras exhiben cuerpos decapitados, descuartizados o colgados, y dan cuenta de ejecuciones sumarias extrajudiciales, desapariciones, matanzas colectivas, fosas clandestinas y desplazamientos forzosos de población, los grandes medios encubren que la campaña de intoxicación (des)informativa sobre esos hechos –junto a la práctica sistemática de la tortura y la actual guerra de exterminio de rasgos neomalthusianos– tienen como objetivo principal generar miedo, inseguridad, angustias y rumores para aprisionar la subjetividad colectiva de la sociedad mexicana y facilitar el tránsito hacia un nuevo modelo de Estado autoritario, de corte policial-militar.
Con la salvedad de que esa violencia cotidiana de apariencia demencial –puesto que se trata de una violencia reguladora planificada que forma parte de una técnica coercitiva gubernamental–, ya normalizada, y el estado de excepción permanente instaurado por Calderón, no se deben a la ausencia del Estado, sino a la presencia de un Estado reformado cuya función es generar ese tipo de escenarios de terror y caos para garantizar la imposición y la eficacia del actual modelo de acumulación capitalista, con eje en la privatización y la desregulación de la economía, en detrimento de las conquistas y los derechos de los trabajadores y las libertades constitucionales.
Tendencialmente, la reorganización del Estado con un perfil policial-militar llevaría a la construcción de lo que Robinson Salazar llama ciudadanías del miedo y Naomi Klein denomina “democracia big brother”, cuyo objetivo central es llevar la guerra de baja intensidad a la ciudadanía mediante la eliminación de los derechos políticos y el recorte de los sociales y laborales. Ergo, el modelo de la Seguridad Democrática de Álvaro Uribe en Colombia. Es decir, la conjunción de paramilitares, narcotraficantes y políticos y empresarios ligados a la economía criminal, que llevaron a la configuración de un Estado delincuencial y mafioso en ese país sudamericano. Un modelo cuya institucionalización en México corresponderá aterrizar ahora a Enrique Peña y el nuevo PRI, con la mediación del mejor policía del mundo, el colombiano Óscar Naranjo, quien responde a los intereses de Washington.
La articulación entre la neoliberalización de la economía y la represión marcan la tendencia hacia un terrorismo de Estado de nuevo tipo, funcional a la actual fase de reapropiación territorial y saqueo neocolonial trasnacional hegemonizada por Estados Unidos. No en balde la militarización de la seguridad pública en México ha sido impulsada y alimentada por Washington. El involucramiento de las fuerzas armadas mexicanas en funciones policiales –a la manera de un ejército de ocupación de su propio país o como brazo armado del poder civil–, sigue la lógica del combate al enemigo interno propia de la vieja Doctrina de Seguridad Nacional, replanteada hoy conceptual y operativamente por el Pentágono. Un enemigo interno a aniquilar o exterminar, pero que a falta de unas guerrillas operativas o actuantes –como en el caso colombiano– es necesario combatir de manera preventiva bajo la mampara de la guerra a las drogas o al crimen organizado, para lo que fue necesario generar nuevos sentidos o matrices de opinión que permitan generar vínculos justificadores de la contrainsurgencia, como narcoterrorismo y narcoinsurgencia, propalados por la actual secretaria de Estado, Hillary Clinton. Categorías introductorias, a la vez, de la guerra urbana como pretexto de la seguridad, todo lo cual ha llevado a una acelerada colombianización del flanco estratégico de Washington.
Paradójicamente, todo ello ocurre en el seno de un Estado mexicano escindido, que opera a la manera de dos Estados superpuestos –pero articulados e integrados por dos dinámicas contradictorias–, en uno de los cuales imperarían los principios del Derecho (proyectados por la Constitución y las leyes y compatible con los parámetros jurídicos internacionales), y en el otro una cierta ideología de la violencia estatal y paramilitar, como sustento de un aparato de poder fáctico al servicio de una minoría plutocrática y cleptocrática, insostenible sin altas dosis de violencia.
Al referirse al actual modelo de México: el Estado colombiano, Javier Giraldo identifica una identidad estatal profundamente escindida, pero cuya única posibilidad de conservar su unidad icónica fue la del ocultamiento o negación de parte del yo estatal convirtiéndola en una alteridad ficticia, asumida con fuerza en el discurso como alteridad real. Al buscar cierta analogía entre ese tipo de anomalía y la siquiatría, el jesuita colombiano descubrió que frente a fenómenos de un yo escindido, confuso, ambiguo, que llega al extremo de creerse otro y de definirse como otro, surgió lo que denomina un Estado esquizofrénico, una de cuyas manifestaciones más evidentes (pero no la única) es sin duda la estrategia paramilitar del Estado. Es decir, la conformación de una franja de la sociedad civil integrada de facto a la violencia del Estado sin reconocimiento formal, lo que permite al Estado como al Establecimiento identificarlo en el discurso formal como un no Estado, aunque sea de público dominio su íntima relación, histórica y estructural, con las instituciones oficiales. Fenómeno que se reproduce hoy en el México de Calderón.
Así, mientras exhiben cuerpos decapitados, descuartizados o colgados, y dan cuenta de ejecuciones sumarias extrajudiciales, desapariciones, matanzas colectivas, fosas clandestinas y desplazamientos forzosos de población, los grandes medios encubren que la campaña de intoxicación (des)informativa sobre esos hechos –junto a la práctica sistemática de la tortura y la actual guerra de exterminio de rasgos neomalthusianos– tienen como objetivo principal generar miedo, inseguridad, angustias y rumores para aprisionar la subjetividad colectiva de la sociedad mexicana y facilitar el tránsito hacia un nuevo modelo de Estado autoritario, de corte policial-militar.
Con la salvedad de que esa violencia cotidiana de apariencia demencial –puesto que se trata de una violencia reguladora planificada que forma parte de una técnica coercitiva gubernamental–, ya normalizada, y el estado de excepción permanente instaurado por Calderón, no se deben a la ausencia del Estado, sino a la presencia de un Estado reformado cuya función es generar ese tipo de escenarios de terror y caos para garantizar la imposición y la eficacia del actual modelo de acumulación capitalista, con eje en la privatización y la desregulación de la economía, en detrimento de las conquistas y los derechos de los trabajadores y las libertades constitucionales.
Tendencialmente, la reorganización del Estado con un perfil policial-militar llevaría a la construcción de lo que Robinson Salazar llama ciudadanías del miedo y Naomi Klein denomina “democracia big brother”, cuyo objetivo central es llevar la guerra de baja intensidad a la ciudadanía mediante la eliminación de los derechos políticos y el recorte de los sociales y laborales. Ergo, el modelo de la Seguridad Democrática de Álvaro Uribe en Colombia. Es decir, la conjunción de paramilitares, narcotraficantes y políticos y empresarios ligados a la economía criminal, que llevaron a la configuración de un Estado delincuencial y mafioso en ese país sudamericano. Un modelo cuya institucionalización en México corresponderá aterrizar ahora a Enrique Peña y el nuevo PRI, con la mediación del mejor policía del mundo, el colombiano Óscar Naranjo, quien responde a los intereses de Washington.
La articulación entre la neoliberalización de la economía y la represión marcan la tendencia hacia un terrorismo de Estado de nuevo tipo, funcional a la actual fase de reapropiación territorial y saqueo neocolonial trasnacional hegemonizada por Estados Unidos. No en balde la militarización de la seguridad pública en México ha sido impulsada y alimentada por Washington. El involucramiento de las fuerzas armadas mexicanas en funciones policiales –a la manera de un ejército de ocupación de su propio país o como brazo armado del poder civil–, sigue la lógica del combate al enemigo interno propia de la vieja Doctrina de Seguridad Nacional, replanteada hoy conceptual y operativamente por el Pentágono. Un enemigo interno a aniquilar o exterminar, pero que a falta de unas guerrillas operativas o actuantes –como en el caso colombiano– es necesario combatir de manera preventiva bajo la mampara de la guerra a las drogas o al crimen organizado, para lo que fue necesario generar nuevos sentidos o matrices de opinión que permitan generar vínculos justificadores de la contrainsurgencia, como narcoterrorismo y narcoinsurgencia, propalados por la actual secretaria de Estado, Hillary Clinton. Categorías introductorias, a la vez, de la guerra urbana como pretexto de la seguridad, todo lo cual ha llevado a una acelerada colombianización del flanco estratégico de Washington.
Paradójicamente, todo ello ocurre en el seno de un Estado mexicano escindido, que opera a la manera de dos Estados superpuestos –pero articulados e integrados por dos dinámicas contradictorias–, en uno de los cuales imperarían los principios del Derecho (proyectados por la Constitución y las leyes y compatible con los parámetros jurídicos internacionales), y en el otro una cierta ideología de la violencia estatal y paramilitar, como sustento de un aparato de poder fáctico al servicio de una minoría plutocrática y cleptocrática, insostenible sin altas dosis de violencia.
Al referirse al actual modelo de México: el Estado colombiano, Javier Giraldo identifica una identidad estatal profundamente escindida, pero cuya única posibilidad de conservar su unidad icónica fue la del ocultamiento o negación de parte del yo estatal convirtiéndola en una alteridad ficticia, asumida con fuerza en el discurso como alteridad real. Al buscar cierta analogía entre ese tipo de anomalía y la siquiatría, el jesuita colombiano descubrió que frente a fenómenos de un yo escindido, confuso, ambiguo, que llega al extremo de creerse otro y de definirse como otro, surgió lo que denomina un Estado esquizofrénico, una de cuyas manifestaciones más evidentes (pero no la única) es sin duda la estrategia paramilitar del Estado. Es decir, la conformación de una franja de la sociedad civil integrada de facto a la violencia del Estado sin reconocimiento formal, lo que permite al Estado como al Establecimiento identificarlo en el discurso formal como un no Estado, aunque sea de público dominio su íntima relación, histórica y estructural, con las instituciones oficiales. Fenómeno que se reproduce hoy en el México de Calderón.
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