Arturo Alcalde Justiniani
Recientemente los trabajadores de Bancomer fueron informados de que dicho banco no sería más su patrón y que sus obligaciones laborales se trasladarían a una empresa de servicios. Bancomer sigue el camino que otras empresas han recorrido inventando razones sociales distintas para evadir las obligaciones que la ley les impone.
El fenómeno de la subcontratación de personal en sus distintas y sofisticadas denominaciones, externalización, tercerización u outsourcing, no es nuevo. Desde hace muchos años recordamos a Manpower brindando personal para ciertas labores temporales, especialmente secretariales o administrativas. Más tarde fueron las tareas de vigilancia y limpieza las que eran desplazadas por la empresa beneficiaria, y asumidas por una red de nuevos empleadores especializados en vender mano de obra en un modelo precario de condiciones de trabajo: salarios bajos, afiliación irregular en la seguridad social, jornadas extenuantes superiores a los máximos de ley y un sindicalismo controlado bajo los clásicos contratos de protección patronal. El esquema fue consolidado cuando el propio Estado o los órganos de justicia admitieron en sus instalaciones estas formas de contratación; sin freno alguno la subcontratación fue destruyendo los principios e instituciones protectoras del derecho laboral mexicano. Las empresas tomaban ventaja, los trabajadores urgidos de cualquier empleo sufrían las consecuencias de su indefensión y el Estado cerraba los ojos.
Las empresas de servicios van mucho más lejos: no se trata de la subcontratación parcial de un grupo de trabajadores especializados o ajenos al objeto central de la misma, sino de una sustitución completa, un acto de simulación, que hace pocos años era impensable, simplemente porque destruye el concepto mismo de empresa, entendida como unidad de bienes o servicios que utiliza recursos humanos para el cumplimiento de un fin. Los primeros experimentos se desarrollaron en la industria maquiladora y en grandes trasnacionales; como no operó oposición alguna, la práctica se extendió como un cáncer en todo el sistema productivo.
¿Qué buscan las empresas al crear artificialmente una razón social que se vende a sí misma los servicios del personal? La respuesta es obvia, darle la vuelta a la ley laboral y fiscal, evitar asumir responsabilidades patronales y, en particular, omitir el pago del reparto de utilidades a los trabajadores, derecho que nuestra propia Constitución garantiza en la fracción IX del artículo 123 y que asciende por disposición de ley a 10 por ciento. La maniobra es burda, a la empresa que genera utilidades no se le asigna personal alguno y en consecuencia se omite este pago, y la empresa de servicios que reconoce la relación laboral carece de utilidad a repartir. Los defensores de esta simulación, abogados empresariales y arquitectos financieros, que han hecho fortunas con su asesoría, alegan temerariamente que no hay delito alguno puesto que dichas empresas han sido constituidas conforme a la ley y que su objeto formal está permitido: proveer de personal a otra. La ilegalidad no deriva de su creación formal, sino de la maniobra articulada para evitar el cumplimiento de la ley. No se trata en esencia de entidades distintas, sino de la misma, basta acudir a la definición del artículo 16 de la Ley Federal del Trabajo (LFT), que entiende por empresa "la unidad económica de producción o distribución de bienes y servicios y por establecimiento la unidad técnica que como sucursal, agencia u otra semejante, sea parte integrante y contribuya a la realización de los fines de la empresa". Es interesante observar que cuando se trata de obtener ventajas fiscales o consolidar pérdidas las empresas asumen una interpretación, pero cuando el tema es cumplir con obligaciones, la interpretación es distinta.
Podemos recorrer los artículos centrales de nuestra legislación laboral y confirmar la extrema ilegalidad de esta simulación que se ha venido convirtiendo en un auténtico fraude al fisco y a las mujeres y hombres que prestan sus servicios a dichas empresas. Basta señalar que el numeral tercero de la LFT impone que el trabajo no puede ser considerado artículo de comercio; a pesar de ello, los contratos celebrados entre las empresas de servicios y las beneficiarias consideran al trabajo como objeto de transacción comercial. El artículo 21 de dicho código laboral presume la existencia de la relación laboral entre el que presta un trabajo personal y el que lo recibe, en consecuencia la empresa receptora del servicio es objetivamente el auténtico patrón. Por su lado, el artículo 539-F del mismo instrumento legal fija las reglas para que la Secretaría del Trabajo y Previsión Social pueda otorgar excepcionalmente la autorización a empresas dedicadas a la contratación de personal, siempre limitados a trabajos de carácter especial. No es un problema legal: en esencia es la abdicación del Estado en el cumplimiento de sus obligaciones.
Este fraude de carácter estructural requiere de una estrategia gubernamental tanto en el ámbito fiscal como laboral, haciendo una interpretación armónica de sus normas a fin de evitar la lesión colectiva que genera. Las empresas deben ser consideradas como unidades económicas para el efecto del cumplimiento de sus obligaciones, sin menoscabo de admitir la subcontratación cuando exista la justificación para ello, por ejemplo cuando empresas realmente diferentes aportan una labor altamente especializada con recursos propios. A nivel laboral, deben regularse con mayor precisión estas prácticas y confirmar el cumplimiento de las normas por medio de la inspección laboral especializada. Esta práctica de subcontratación integral contradice el recurrente discurso en materia de responsabilidad social empresarial y los códigos de ética, y es también excluyente de la común afirmación empresarial a los trabajadores de compartir el mismo barco.
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