Bitácora Republicana
Porfirio Muñoz Ledo
La tragedia de Morelia ensombreció las fiestas patrias, conmovió a la nación y arrojó una mutación cualitativa en la descomposición del orden público. Es una acción abominable que unánimemente repudiamos, pero cuyos orígenes y motivaciones es imprescindible esclarecer al tiempo que encontramos una respuesta proporcionada a la gravedad de los hechos.
Apenas se ha abierto el expediente y no podríamos adelantar aún conclusiones verosímiles. Las explicaciones simplistas o automáticas serían inadmisibles y podrían revertirse cualquier día. Se trata de una forma inédita y particularmente cruel de agredir a la población civil: un acto de barbarie difícilmente asimilable a las modalidades de la violencia practicadas hasta ahora en el país.
Hay una clara diferencia entre los actos terroristas y el terrorismo propiamente dicho. El segundo comprende obviamente a los primeros, pero aquéllos pueden producirse también de modo aislado, sin obedecer a una organización ni a una estrategia específicas, sino derivados de una compulsión vengativa o de una patología social, atizada por el fanatismo.
En ocasiones se ha escondido el terrorismo de Estado tras el disfraz de una locura personal y en otras los poderes en turno han usufructuado para sus propios fines el horror y el pánico que los atentados generan. No debiera por ello obviarse ninguna línea de investigación. Sólo la transparencia de las pesquisas y la certeza de sus resultados colocarían a los poderes públicos fuera de toda sospecha.
Las reacciones de las autoridades, los partidos y los actores sociales se han movido en un mismo sentido, creando un espacio privilegiado para la cooperación. No es aceptable por ende la descalificación del adversario político fundada en el prejuicio o el encono ideológico, ni la calificación genérica de “los enemigos de México” o la estúpida calumnia contra la oposición, “por buscar -lo mismo que el narco- la caída del gobierno y el colapso del Estado”.
Es hora de serenidad, pero ante todo de verdad. La izquierda enfrenta un dilema que ha de asumir con integridad y cordura. No podría alterar su visión sobre las causas del drama nacional y las soluciones que exige la razón. Tampoco escatimar la condena de los hechos ni cejar en su demanda de transparencia; menos todavía desatender el llamado de coordinación en las acciones políticas que emerge del desamparo ciudadano.
No es el caso de acudir como reclutas al redoble de los tambores de Los Pinos, sino de plantear las vías que harían posible un ataque conjunto a las raíces y ramificaciones de la violencia. Ello supone la depuración y reconstrucción del Estado. Una proclama de unidad que dejara incólume el tejido de las complicidades equivaldría a una invitación para convertirnos en cómplices pasivos del crimen.
El gran pacto que la nación requiere es por la revisión del andamiaje institucional, el desarrollo compartido, el fin de la impunidad, la vigencia de la ley y el resguardo de nuestra soberanía. No aspiramos a la “seguridad de las catacumbas” a que llevaría la abolición de los derechos humanos o la creciente sumisión a un protectorado transfronterizo.
El concepto contemporáneo de la seguridad nos obliga a enfocarla simultáneamente desde sus dimensiones: nacional, social, económica, jurídica y humana. Los principales temas de la agenda del país están entreverados en el combate contra la delincuencia; no por condicionamiento partidario sino por su incuestionable incidencia sobre la crisis.
Sería absurdo insistir en una iniciativa energética que vulnera el pacto constitucional -con el propósito de servir a la seguridad de otros en detrimento de la nuestra- al tiempo que se convoca al término de la polarización política. Parece un contrasentido que, frente a la inocultable decadencia de las instituciones, el partido del gobierno se ensañe en bloquear las reformas prioritarias al aparato del Estado.
La unidad cacareada mal podría servir como contrafuerte de la decadencia, cabestrillo de la incompetencia, referendo implícito, cobertura de la represión o disfraz del entreguismo. Sólo podríamos entenderla como una transmisión ordenada del poder a los ciudadanos.
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