Gustavo Esteva
Cuando alguien pierde un brazo o una pierna tiene, por mucho tiempo, la sensación del miembro perdido. Parece que todavía está ahí.
Este síndrome peculiar describe bien nuestra condición política. Hace ya tiempo que el monarca sexenal que teníamos pasó a la historia. Dejó por completo de existir. Pero se sigue actuando como si aún estuviera ahí. Se trata a las ridículas prótesis que se instalaron en su lugar como si fueran lo que ya no está.
Otra analogía puede emplearse en relación con el PRI. Si se corta de tajo la cabeza de una gallina en movimiento, el cuerpo sigue caminando alocadamente, como si nada hubiera pasado, hasta que cae inerte. Así le ocurrió al partido. Esa estructura política asombrosa que lograba llegar hasta el último rincón de la sociedad con sus mecanismos mafiosos se basaba en un estricto verticalismo: estaba literalmente colgada del presidente. Partido y gobierno operaban como si fueran una sola entidad, subordinados por completo a la voluntad presidencial. Cuando la cabeza fue bruscamente amputada, los innumerables cuerpos del partido, antes unificados por la voz de mando, corrieron desconcertados en todas direcciones… pero sin sentido alguno, como los cuerpos de gallinas descabezadas.
Este espectáculo aberrante y perturbador persiste hasta hoy. El partido se ha convertido en franquicia de una marca sin dueño. Sus estructuras regionales y gremiales se cuelgan ahora de cabezas menores que intentan reproducir en sus pequeños feudos el comportamiento monárquico, pero carecen de la capacidad política y económica que se derivaba de la fusión del partido con el gobierno federal. Las alianzas y coaliciones que pueden concertar con éste los reyezuelos, cada uno por separado o todos en conjunto, son enteramente insuficientes para el ejercicio del poder monárquico o el democrático, entre otras cosas porque el gobierno federal mismo ha dejado de ser lo que era.
Felipe Calderón se mantiene en continua pose, consciente de que muchos todavía se la creen. Quiere aparentar que tiene efectivamente el poder presidencial, tal como antes existía. No sólo es que el puesto le quede grande, como los caricaturistas revelan hasta el cansancio. No sólo es su escandalosa debilidad política personal, derivada de su propia incompetencia y de la forma en que llegó a su posición actual. Es que el puesto que ocupa formalmente está diseñado, por la ley y la práctica, para una estructura que desapareció. Sólo la reforma del Estado que Fox no se atrevió a impulsar podría dar contenido real al puesto de presidente, en una república que dejó de ser monarquía y se convirtió en la arena de confrontación de innumerables poderes legítimos e ilegítimos, dentro y fuera de los aparatos del Estado.
Como Calderón intenta esconder su debilidad congénita bajo la alfombra de la policía y el ejército, repetiré una vez más la alegoría. “Las bayonetas sirven para muchas cosas”, dicen que dijo Napoleón, “menos para sentarse en ellas.” Con las armas puede causarse inmenso daño –oprimir, desgarrar el tejido social, provocar inmensa inseguridad, destruir la naturaleza y la cultura. Pero no se puede gobernar, como los estadunidenses han estado aprendiendo en Irak. La seguridad está siendo el Irak de Calderón. Por lo pronto, su supuesto combate al narcotráfico igualó ya la cifra de bajas de Estados Unidos en Irak.
En forma paradójica, Calderón deriva poder efectivo y alguna legitimidad de quienes lo cuestionan continuamente. Por la medida en que la oposición política se muestra obsesionada con sus acciones y omisiones y no parece tener más ocupación que criticarlo y desafiarlo, lo sostiene. En un juego perverso y contraproductivo, la permanente crítica a la desastrosa gestión gubernamental crea la impresión de que la administración calderonista está realmente gobernando el país, aunque sea mal… y así la apoya.
Aunque una parte de la población ha caído también en la ilusión de estas formas, un número creciente de personas se da cuenta de la situación real. La maltrecha credibilidad de todas las instituciones se desvanece cada día. Las luchas intestinas en todos los partidos, que muestran claramente su carácter antidemocrático, completan un escenario delicado, en el que se acelera la descomposición de las clases políticas y los dispositivos institucionales. En manos de los medios, la actividad política se convierte cada vez más en juego de ilusiones en el que caben sin dificultad los fantasmas.
La realidad, sin embargo, es terca. Vuelve siempre por sus fueros. Nos impulsa a la democracia que estamos construyendo desde abajo. Por la medida en que las clases políticas persisten en negar ciegamente este empeño, se vuelven cada vez más irrelevantes. Peligrosamente irrelevantes.
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