Carlos Fazio
Cuando todavía no se disipaban los temores ante los estragos letales de la temporada causados por el virus A/H1N1, todo México volvió de golpe a la normalidad por decreto oficial. Y tras el shock de (des)información que inoculó miedo y terror en la población, reaparecieron las aristas más visibles de la cotidianidad. En particular, la violencia criminal y los escándalos del poder, con sus redes colusivas y su estela de simulación, cinismo, corrupción e impunidad, que desnudan a la narcomafia política nacional, con su jefe de jefes, sus famiglias, cofradías y grupos de protección. Tras unos días de escándalos literarios y mediáticos, Miguel de la Madrid, Carlos Salinas y Vicente Fox quedaron exhibidos, y con ellos el agotamiento del actual régimen político cleptocrático, delincuencial y mafioso. Las antiguas reglas de la omertà priísta quedaron rotas, profanadas y evidenciadas. Y como dijo De la Madrid a Carmen Aristegui: la impunidad es necesaria para que funcione la maquinaria del sistema.
México vive un acelerado proceso de refeudalización política del Estado que lleva implícita en su seno la privatización de lo público y la clandestinización de lo privado. Pero esto no empezó ayer. Hace un tiempo que las luchas clandestinas por el reparto entre las cúpulas oligárquicas y políticas se convirtieron en sistema. Y debemos recordar, con Giulio Sapelli, que el elemento fundamental de la corrupción son las empresas. Para los grupos mafiosos, la forma-empresa es instrumental para sus fines ilícitos. Pero existe también un vínculo estrecho entre los mercados económico y político. Cada oligopolio se referencia en un grupo político, en una estructura poliárquica (dominada por clanes). Y ocurre a veces que en la competencia entre empresarios, para las transacciones de mercado, cuando se rompe la jerarquización funcional entre el centro regulador criminal y los empresarios ilegales, se recurre a formas intimidatorias y métodos violentos. Cobra auge entonces el uso del asesinato; las purgas se convierten en norma. Y de ese modo, el crimen llega a convertirse en un elemento orgánico del sistema.
De allí que, en rigor, podríamos estar asistiendo a un parteaguas. Es decir, que ante la nulidad de legalidad y la ruptura de los pactos interclanes, Felipe Calderón y los grupos que lo respaldan quieran alcanzar el liderazgo de la ilegalidad. Sólo que ante la atomización de la representación y la proliferación de los gobiernos privados, en esa guerra de todos contra todos por el control de los territorios y mercados secretos, ilícitos y criminales, los poderes invisibles y sus administradores en turno quieren arrastrar al país hacia un nuevo régimen de excepción militarizado y paramilitarizado, que con el tiempo reproduzca un nuevo pacto mafioso. Igual que en Colombia.
En ese sentido, si la estrategia de medios (propaganda) es parte esencial de la trama, el uso de las fuerzas armadas, en flagrante violación de la Constitución, es la otra cara de la moneda. Diseñado por asesores estadunidenses y españoles, el libreto intenta hacer aparecer al Presidente valiente, Calderón, como una suerte de Cid Campeador en un mar de violencia y corrupción. Sólo que, como dijo Andrés Manuel López Obrador, si existiera una real intención de combatir a la delincuencia organizada habría que empezar por la residencia oficial de Los Pinos, ya que allí se encuentra la banda más peligrosa del país.
Calderón está jugando con fuego. Después del experimento de control de población maquinado en torno a la epidemia de influenza –cuando logró acuartelar a millones de mexicanos en sus casas, mientras la televisión sembraba miedo y reproducía la ideología dominante–, las ilegales y anticonstitucionales incursiones de militares y policías de elite en Morelos y Michoacán contra alcaldes, funcionarios gubernamentales y agentes del orden develan que está haciendo un uso faccioso y selectivo de su guerra antinarco. Con independencia de los nexos entre políticos, funcionarios y narcotraficantes, el doble rasero en el discurso y la acción gubernamentales, junto al timing político y la partidización de los golpes a los malos, exhibe la intención de aprovechar de manera oportunista la situación.
Mientras el país se le deshace entre las manos, no sólo por el baño de sangre de la violencia reguladora, sino también por la agudización de la parálisis económica, lo más paradójico del caso es que Calderón pretenda gobernar desde los medios, en su afán por monopolizar el poder político para ponerlo al servicio de clanes familiares y grupos de ultraderecha vinculados con los intereses de corporaciones trasnacionales. Para ello necesita imponer al PAN en las elecciones parlamentarias de julio y disciplinar al PRI, lo que intenta garantizar mediante golpes quirúrgicos y propaganda negra, sin descartar que, como ocurrió en los comicios presidenciales de 2006, se esté fraguando otro megafraude de Estado.
En ese contexto, cabe recordar que Calderón envió al Congreso una iniciativa de ley que contiene una nueva figura denominada declaración de existencia de una afectación a la seguridad interior. Ergo, un estado de excepción disfrazado. Sólo que él impulsó la violencia reguladora y desestabilizadora, y ahora, con el michoacanazo y la guerra sucia mediática, pretende convencer a los mexicanos de que todos los políticos son corruptos (lo cual en buena medida es cierto), y que su partido, Acción Nacional, es la única opción electoral. Falso. El PAN forma parte de la cadena de corrupción-simulación-impunidad. En buen romance, pues, la vía elegida por la cleptocracia en el poder es la de una militarización del país que, en un clima de caos y confusión, haga posible un virtual estado de sitio, como forma de garantizar los intereses del grupo dominante.
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