04 agosto 2009
Es el más grande de nuestros desafíos. La gran atadura con el pasado. El mayor dolor del presente. El gran lastre para el futuro.
La desigualdad no sólo nos define sino que nos fragmenta como país. Y hoy ya no es un asunto de conmiseración —pobres de los pobres— sino de mercado. A nadie le conviene que haya tantos pobres porque luego quién compra; peor aún, a nadie le conviene un país tan desigual porque puede estallar en cualquier momento.
Todavía más, descarnadamente, la desigualdad tiene un costo inmenso para la nación. Y no hablo sólo de una carga moral colectiva, sino de cientos de miles de millones de pesos que cada año este país tiene que subsidiar a los más pobres; casas misérrimas de interés social; camas de hospital para enfermedades curables, si no fuera por la desnutrición; escuelas deficientes que, sin embargo, cuestan y mucho.
Y decenas de instituciones a cual más de onerosas: programas sexenales que van y vienen con tan sólo cambios de nombre; institutos de vivienda; fondos para compra de muebles; seguros de pobreza y acciones de contingencia, que absorben una gigantesca cantidad de recursos que año con año gastamos porque somos profundamente desiguales en todas las áreas de la vida del país:
—En la distribución del ingreso, el 5% de los más ricos es, sin embargo, el accionista mayoritario y se come casi todo el pastel, mientras que la mayoría de pobres ha de conformarse con lo que les cae de la mesa.
—En materia de justicia las cárceles están llenas de pobres por delitos menores y porque no tuvieron para pagar un abogado. ¿Cuántos grandes defraudadores están presos?
—Hablando de marginación, en las grandes ciudades la desigualdad determina la explosiva y obligada convivencia de los que casi nada tienen frente a los que tienen casi todo. Véanse si no el Santa Fe de los pobres mirando al Santa Fe de los ricos.
—Somos un país profundamente discriminador: desde el joven prietito al que el cadenero le impide el acceso a un antro hasta la ausencia de rasgos indígenas en el gobierno o en los consejos de administración de las empresas.
—El modelo actual determina mexicanos de primera, de segunda y destinos fatales: los jóvenes que pueden estudiar frente a los que jamás tendrán una posibilidad de futuro.
—En resumen, tenemos una economía amarrada a los rezagos de ayer y hoy. Impedida de ver, pensar o invertir en la construcción del futuro. Pero pocos lo entienden. Creen que el país todavía aguanta así de desigual. En lugar de evitar el estallido.
Aquí también tic tac y contando.
La desigualdad no sólo nos define sino que nos fragmenta como país. Y hoy ya no es un asunto de conmiseración —pobres de los pobres— sino de mercado. A nadie le conviene que haya tantos pobres porque luego quién compra; peor aún, a nadie le conviene un país tan desigual porque puede estallar en cualquier momento.
Todavía más, descarnadamente, la desigualdad tiene un costo inmenso para la nación. Y no hablo sólo de una carga moral colectiva, sino de cientos de miles de millones de pesos que cada año este país tiene que subsidiar a los más pobres; casas misérrimas de interés social; camas de hospital para enfermedades curables, si no fuera por la desnutrición; escuelas deficientes que, sin embargo, cuestan y mucho.
Y decenas de instituciones a cual más de onerosas: programas sexenales que van y vienen con tan sólo cambios de nombre; institutos de vivienda; fondos para compra de muebles; seguros de pobreza y acciones de contingencia, que absorben una gigantesca cantidad de recursos que año con año gastamos porque somos profundamente desiguales en todas las áreas de la vida del país:
—En la distribución del ingreso, el 5% de los más ricos es, sin embargo, el accionista mayoritario y se come casi todo el pastel, mientras que la mayoría de pobres ha de conformarse con lo que les cae de la mesa.
—En materia de justicia las cárceles están llenas de pobres por delitos menores y porque no tuvieron para pagar un abogado. ¿Cuántos grandes defraudadores están presos?
—Hablando de marginación, en las grandes ciudades la desigualdad determina la explosiva y obligada convivencia de los que casi nada tienen frente a los que tienen casi todo. Véanse si no el Santa Fe de los pobres mirando al Santa Fe de los ricos.
—Somos un país profundamente discriminador: desde el joven prietito al que el cadenero le impide el acceso a un antro hasta la ausencia de rasgos indígenas en el gobierno o en los consejos de administración de las empresas.
—El modelo actual determina mexicanos de primera, de segunda y destinos fatales: los jóvenes que pueden estudiar frente a los que jamás tendrán una posibilidad de futuro.
—En resumen, tenemos una economía amarrada a los rezagos de ayer y hoy. Impedida de ver, pensar o invertir en la construcción del futuro. Pero pocos lo entienden. Creen que el país todavía aguanta así de desigual. En lugar de evitar el estallido.
Aquí también tic tac y contando.
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