Por Ricardo Rocha
12 agosto 2010
Adictos hay hasta a las relaciones destructivas. Los hay también al alcohol, a los cigarrillos, a los solventes, a los somníferos, al prozac, a los refrescos, a las bebidas energéticas y a los alimentos chatarra. Todas ellas adicciones al alcance de cualquiera. Legales. Practicables. Socialmente aceptadas y hasta estimuladas por una gigantesca maquinaria: en la que tienen que ver el gobierno que autoriza su elaboración y venta; las grandes empresas que fabrican porquerías disfrazadas de alimentos; los gigantescos laboratorios internacionales que obtienen ganancias incalculables no sólo con la producción de medicinas, sino sobre todo con la de toneladas de pastillas que adormecen o excitan a quienes las consumen; finalmente, una larga cadena comercial que también obtiene ingresos descomunales por la venta al mayoreo y al menudeo. Total, un negocio de miles de millones de dólares cada año para gobierno y empresas. Todo en base a las que hay que llamar por su nombre: drogas legales.
También son absolutamente ciertos los terribles daños que esta drogadicción legal ocasiona entre sus consumidores: en nuestro país suman decenas de miles de muertos cada año por accidentes o violencia ligados al alcohol; están plenamente documentados los costos de salud y económico —de más de 50 mil millones anuales— por una creciente legión de gordos determinada por la ingesta compulsiva de papitas, pastelitos y gaseosas; igual hay estadísticas irrefutables sobre los perjuicios personales, familiares y profesionales de quienes se han condenado a la dependencia de todo tipo de pastillas —comprables en cualquier farmacia— para procurarse estados artificiales de laxitud, felicidad o euforia; qué decir de los jóvenes que golpeados por la incertidumbre o la cancelación de sus expectativas encuentran su evasión en cocteles de alcohol y bebidas estimulantes adquiribles en la tienda.
De todo este daño brutal a México y los mexicanos están absolutamente conscientes los beneficiarios de la producción y el comercio de las drogas legales. No les importa. Lo único que atienden son sus incalculables ganancias. Y en su búsqueda de cada vez mayores ingresos se alían o confrontan al gobierno según sea el caso. Marcan y amplían sus territorios. Pactan o se despedazan entre ellos en una competencia feroz y despiadada, sólo que con balazos mercadotécnicos.
La verdad yo no encuentro una diferencia sustancial de moral pública entre los cárteles ilegales y estos otros cárteles legales.
Además, no podemos dejar de considerar el escenario que han propiciado 20 años de idénticos gobiernos neoliberales priístas y panistas: más de 60 millones de pobres; una inhumana desigualdad; 500 mil migrantes cada año y una generación “Nini” de seis millones de jóvenes que ni estudian ni trabajan porque ya no hay cupo en las universidades públicas ni el país puede ofrecerles empleo.
Por eso me parecen tan chatos y miopes los diálogos convocados por el presidente. Ningún planteamiento de fondo. Todo limitado a si Calderón debe mantener o no el Ejército en las calles. Qué corto. Qué poco.
También son absolutamente ciertos los terribles daños que esta drogadicción legal ocasiona entre sus consumidores: en nuestro país suman decenas de miles de muertos cada año por accidentes o violencia ligados al alcohol; están plenamente documentados los costos de salud y económico —de más de 50 mil millones anuales— por una creciente legión de gordos determinada por la ingesta compulsiva de papitas, pastelitos y gaseosas; igual hay estadísticas irrefutables sobre los perjuicios personales, familiares y profesionales de quienes se han condenado a la dependencia de todo tipo de pastillas —comprables en cualquier farmacia— para procurarse estados artificiales de laxitud, felicidad o euforia; qué decir de los jóvenes que golpeados por la incertidumbre o la cancelación de sus expectativas encuentran su evasión en cocteles de alcohol y bebidas estimulantes adquiribles en la tienda.
De todo este daño brutal a México y los mexicanos están absolutamente conscientes los beneficiarios de la producción y el comercio de las drogas legales. No les importa. Lo único que atienden son sus incalculables ganancias. Y en su búsqueda de cada vez mayores ingresos se alían o confrontan al gobierno según sea el caso. Marcan y amplían sus territorios. Pactan o se despedazan entre ellos en una competencia feroz y despiadada, sólo que con balazos mercadotécnicos.
La verdad yo no encuentro una diferencia sustancial de moral pública entre los cárteles ilegales y estos otros cárteles legales.
Además, no podemos dejar de considerar el escenario que han propiciado 20 años de idénticos gobiernos neoliberales priístas y panistas: más de 60 millones de pobres; una inhumana desigualdad; 500 mil migrantes cada año y una generación “Nini” de seis millones de jóvenes que ni estudian ni trabajan porque ya no hay cupo en las universidades públicas ni el país puede ofrecerles empleo.
Por eso me parecen tan chatos y miopes los diálogos convocados por el presidente. Ningún planteamiento de fondo. Todo limitado a si Calderón debe mantener o no el Ejército en las calles. Qué corto. Qué poco.
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