PUERTO PRÍNCIPE, 13 de diciembre (Proceso).- Kristina tiene 11 años y el esmalte azul de sus uñas aún puede olerse. Tiene una falda tan corta que cuando se sienta puede verse su ropa interior. Su color favorito es el morado, como sus tacones. Su olor favorito: el mar. La piel del vientre, tersa y morena, sin estrías. Ninguna señal de que hubiera sido madre. Una lolita haitiana.
Su padre falleció en 2006 tiroteado por ladrones. Le entraron siete balas en el pecho y murió desangrado en la banqueta, cuenta Kristina. Su madre es desempleada y adicta a la cocaína; ella está tirada detrás de una lámina mirando un televisor cuya imagen apenas se ve.
Kristina es de esas mujeres que aspiran el humo del cigarro entrecerrando los ojos. Es una niña pero actúa como una mujer fatal. Y aunque no ha comido en todo el día, guarda una cajetilla en uno de sus bolsillos. Se prostituye para ayudar a su madre. Confiesa que atiende entre seis y 10 clientes al día, pero dice que a veces no le pagan.
Si bien no existen estadísticas fidedignas sobre la incidencia de las agresiones sexuales en Haití, el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF) declaró que día tras día aumentan las violaciones de mujeres y niñas en los campamentos de damnificados por el terremoto que en enero sacudió al país, y manifestó su preocupación por el incremento de los embarazos no deseados.
Mendy Marsh, especialista del organismo mundial, advierte que la proliferación de ese tipo de asentamientos en esta capital, los cuales se cuentan por decenas, potencia el riesgo de que se disparen los episodios de violencia de género.
La gravedad del problema llevó también a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos a expresar a mediados de noviembre su preocupación “por los desalojos forzados y la violencia sexual contra mujeres y niñas”.
Merlinde Louis, de 14 años, tiene relaciones por 20 gourdes (la moneda haitiana). Es una muchacha de cabello aborregado. Su mano juega con un cairel sobre su oreja. Su pantomima erótica atrae la mirada de algunos haitianos. Menea sus caderas entre las carpas del UNICEF, de las ONG y de la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID, por sus siglas en inglés). Es un ángel con la cara sucia.
A su padre lo encoleriza que su hija hable con desconocidos. “¡No hables con los blancos!”, le grita. Él la prostituye con tal de sobrevivir. “Aquí nadie ayuda a nadie. Ellos venden a sus hijas y a ellas no les queda otro camino más que obedecer”, cuenta Carlos Brinol, de 28 años, líder del campamento Toussaint, situado frente al Palacio de Gobierno.
–¿No le tienes miedo al sida? –se le pregunta a Merlinde.
–No. Aquí no hay eso –contesta.
Carlos se ríe. Según un estudio de la Universidad de Arizona, hay indicios de que el sida comenzó a extenderse en Haití desde 1966. El Programa Conjunto de las Naciones Unidas sobre el VIH-sida (Onusida) estima que en ese país hay 120 mil personas que viven con el virus y que más de la mitad son mujeres.
Según una proyección epidemiológica, para este año “la infección por sida podría alcanzar (en Haití) entre 9.4 y 13.4% de la población en las zonas urbanas y entre 5.4 y 7.8% en las rurales”.
De acuerdo con Onusida, la tasa anual de infección en Haití es de 2.2% entre la población de entre 15 y 49 años. Se trata del porcentaje más alto en América, aunque es menor que el del África Subsahariana, donde el promedio es de 5%, en contraste con el 24% de Botswana y el 33% de Suazilandia.
Casimin tiene 15 años. Su silueta es boceto de una mujer atractiva pero empobrecida. Vive con su madre desempleada. Ambas se prostituyen pues arguyen que es el único modo de sobrevivir en Puerto Príncipe. Junto a ellas, una hilera de 10 baños portátiles desprende una peste de corral. Casimin tiene don de madre: arrulla a uno de los niños huérfanos en sus brazos. Su mirada se pierde en un enjambre de moscas sobre un charco verdoso.
Nadesh cobra un dólar por cada servicio sexual, tiene 25 años y es madre soltera de cuatro niños. Una pequeña mocosa gatea por el suelo grasiento. Se llama Jennifer y tiene siete meses.
–¿Cómo va tu vida? –se le pregunta a Nadesh.
–Tengo hambre –responde.
–¿Qué piensas de los candidatos?
–Ningún candidato puede cambiar esto. No tienen corazón. Todos son ladrones. Manigat y Martelly son ladrones, pero Celestine es el diablo –afirma mientras su hija recoge una bola de pelusa y se la lleva a la boca.
El terremoto destruyó su casa. “Antes yo vivía bien”, dice. “Ahora cada que llueve, se inunda. Adentro (un cuarto de dos por dos metros) vivimos mis cuatro hijos y yo”. Allí los hombres se abalanzan sobre su cuerpo encima de una cobija con el estampado de un elefante.
Todos los males, juntos
Un informe de Amnistía Internacional (AI) –No abandones a las niñas: violencia sexual contra las niñas en Haití, publicado en noviembre de 2008– revela que la violencia sexual contra mujeres y niñas en Haití “es omnipresente y generalizada”, y agrega que el país “refleja la tendencia mundial de que el hogar y la comunidad son los lugares donde las mujeres y las niñas corren más riesgo de ser víctimas de esta violencia”.
El informe indica que las violaciones han sido también un arma política en Haití, con especial incidencia tras el golpe de Estado de Raoul Cédras, que en 1991 derrocó a Jean-Bertrand Aristide.
Añade: “Investigaciones sobre los abusos contra los derechos humanos cometidos entre febrero de 2004 y diciembre de 2005, publicadas en la revista médica The Lancet, calculaban que 19 mil de cada 100 mil niñas fueron violadas en Puerto Príncipe y su periferia durante ese periodo.”
En 1996, restituido Aristide en la presidencia, la Comisión Nacional para la Verdad y la Justicia declaró que la violación fue usada sistemáticamente para infundir miedo entre los sectores sospechosos de apoyar al gobierno democrático.
De las 105 violaciones reportadas en el informe de AI, 55% corresponde a menores de 18 años.
En el parque Toussaint viven 2 mil 800 personas en un campamento; 700 de ellas son menores de 18 años. La plaza huele a coladera y a lechugas, como una huerta confundida en la ciudad. Todos los días cientos de campesinos venden sus productos sobre el piso.
“Toussaint Louverture, precursor de la liberación de la raza negra. Fue un genio”, dice una placa al pie de la estatua del héroe haitiano. En su basamento hay carteles: “Protegernos a nosotros mismos, para prevenir el cólera”.
Según Carlos Brinol, en este campamento se han enfermado de cólera 40 personas; dos han muerto. Aquí la gente ya no bebe el agua de la cisterna de 5 mil litros abastecida por pipas. Sólo la ocupan para bañarse y asear un poco el campamento.
Nathalie es una bebé de siete meses. Toda la mañana ha tenido diarrea, dice su madre. La niña yace tirada bocabajo con las piernas repletas de moscas aferradas al excremento. Lleva puesto un vestido de mezclilla y reposa sobre un par de franelas rojas.
Su madre come arroz con pollo de una cubeta con la orilla carcomida y el asa oxidada. Al mismo tiempo disuelve en un biberón un sobre de suero oral. No ha llevado a su hija al hospital pues la consulta cuesta entre 40 y 50 dólares. Su familia vive en una choza tan pequeña que no hay espacio para una sala.
Según datos de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), el sismo del 12 de enero dejó al menos medio millón de personas sin techo sólo en Puerto Príncipe, donde llenaron 447 campamentos improvisados. El del parque Toussaint es uno de ellos.
En medio del parque hay un monumento “a la libertad” con la estatua en bronce de un esclavo. En la pierna derecha tiene un candado que lo aprisiona; pero ahora de su cuello pende un cable eléctrico y sus brazos sirven de tendedero. Junto a la efigie hay una motocicleta sobre ladrillos, enmohecida, sin asiento, y también está Edmond, delincuente confeso que apenas puede articular una frase entre risas cínicas: “Aquí no hay gobierno”, dice mientras sorbe un trago de ron.
Ahí cerca, Carlos resume la especialidad criminal de Edmond: robo de motocicletas, asalto a transeúntes, homicidio… “Es el diablo ese pigeon (palomita)”, dice mientras se aleja de él.
Explica: “Antes del terremoto ibas al parque y encontrabas las estatuas sin problemas. Estaba sucio, pero nunca como ahora. No veías tanta basura, jeringuillas tiradas en la fuente ni mujeres prostituyéndose por unos cuantos gourdes”.
En los campamentos circula droga. “La policía no pone orden aquí”, dice Carlos, y señala a un grupo de pandilleros que según él controlan el negocio de las drogas y “matan mucha gente”.
Con el tedio de quien repite un nombre muchas veces, Carlos prefiere referirse al presidente de Haití, René Préval, como “el diablo”. “Así como estamos ahora llevamos desde febrero, después del terremoto”.
–¿Y el UNICEF?
–No viene.
–¿Los de la Minustah (Misión de Estabilización de las Naciones Unidas en Haití)?
–No saben bien cómo está la situación.
–¿Y la policía?
–No, nadie viene. Acá matan a la gente por un cuartucho. Hay mucha corrupción. Los policías están con los criminales, que vienen de Cité Soleil, Grand Ville, Bel Air (tres de los barrios miserables de Haití); eran presos y la policía los busca pero no los atrapa. Tienen automóviles, motocicletas. Viven bien, tienen todo.
Carlos hace un inventario de la criminalidad en su campamento: “14 niños de entre ocho y 10 años roban. Hay nueve vendedores de cocaína y mariguana. Por 40 gourdes puedes comprar una dosis de esas drogas”.
Carlos tiene los ojos saltones. Su padre murió en el terremoto del 12 de enero. Tenía 57 años cuando una carga de grava lo aplastó. Era pescador y de vez en cuando trabajaba en República Dominicana. Él fue el que le enseñó a hablar español.
Carlos creció en Cité Soleil junto con su hermano Evans, a quien califica como “un gran delincuente”. “Vivíamos juntos pero mi familia ya no habla con él, es un loco: ha matado policías, no tiene miedo de morir”.
“Para que le ayudara a ganar adeptos, Jude Celestin –candidato considerado como el “delfín” de René Preval– le dio un cuarto a mi hermano en Cité Soleil. Y gracias a mi hermano mucha gente votó por Celestin. Le tienen mucho miedo”.
Un gato negro sale debajo de una lona y camina blandamente hacia un montículo de basura. Carlos cuenta que la noche anterior desalojaron a un grupo de pandilleros. Señala una fuente sin agua: “En las noches venían muchos delincuentes. Se sentaban ahí a beber y a drogarse con sus armas en las piernas. Traían M14, 38 milímetros, 9 milímetros… Nadie les decía nada. A veces se les escapaban disparos cuando estaban muy drogados y discutían por cualquier cosa. En la mañana sólo veías el suelo repleto de jeringas usadas”.
La casa donde los pandilleros venden la droga es una choza de tablarroca. Ahí se puede comprar una dosis de piedra por 40 gourdes. “Es muy temprano, pero viene mucha gente de Puerto Príncipe a comprar aquí”.
El cabello de Carlos es cenizo. Chamuscado como el infierno. De su boca salen hilos de humo mientras señala al palacio de gobierno derrumbado: “Aquí no hay gobierno, hay diablo”.
En el campamento que se ubica frente al palacio gubernamental unas sábanas son el telón que oculta la choza donde viven seis niños huérfanos. A uno de ellos apenas se le han caído los dientes de leche. Viste una camisa Polo que le llega hasta los pies y tapa todo su cuerpo. No tiene zapatos y no ha comido en toda la mañana.
Jean, el líder de los seis, lleva una olla de agua encima de la cabeza, dando tumbos. Nadie sabe sus nombres. No van a la escuela.
Según el informe del UNICEF titulado Haití: Infancia en peligro, “más de la mitad de los niños carecen de un certificado de nacimiento, sin el cual son más vulnerables a la exclusión de servicios esenciales, como la atención de la salud y la educación, la protección contra el matrimonio precoz y el trabajo, y, cuando crecen, el acceso al crédito y el derecho a votar”.
El documento señala que, en comparación con otros países de la región, “Haití tiene la mayor tasa de huérfanos (niños y niñas que han perdido a uno o a ambos progenitores): 16% de la población de menores de 18 años”.
Agrega: “A algunos niños los obligan a hacerse miembros de las bandas, otros consideran la vida en las bandas como un camino para obtener alimentos, refugio, protección y prestigio. En las principales ciudades de Haití las bandas armadas reclutan a niños y niñas para que sean mensajeros, para que cometan crímenes y para que luchen contra los rivales. La negativa a obedecer las órdenes conlleva el riesgo de sufrir un castigo. Para las niñas, las bandas representan la amenaza de la prostitución forzada o la violación”.
La epidemia de cólera es una calamidad más en una ciudad que cuando no es arrasada por terremotos, los es por huracanes, golpes de Estado, invasiones armadas, corrupción e impunidad… Los haitianos viven, sí, pero eternizados en la miseria, en la desesperanza, en la batalla por la sobrevivencia…
El cielo de Puerto Príncipe comienza a tornarse plomizo. Una mujer agita los brazos en el aire. Tiene una Biblia en la mano y reza, reza… Puerto Príncipe es un péndulo desquiciado entre el infinito y el espanto, un enjambre de moscas sobre un charco verdoso. l
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