Por Lydia Cacho
13 diciembre 2010
El Poderosinho, un niño de 10 años, fue arrestado como el presunto jefe de una banda de narcotraficantes en el municipio de São Manuel, en São Paulo, Brasil. En Cali, Colombia, la policía se llevó a cuatro niñas, tres de seis años y una de cinco, que llevaban consigo ladrillos de hachís para entregarlos en un barrio vecino. Y en el sur de Texas, una pequeña de cuatro años fue retenida con un paquete de droga que debía entregar. ¿Cómo juzgar a una pequeña?, se preguntaron los policías.
Las historias de niños y adolescentes involucrados por adultos en el narco no son nuevas, la película Ciudad de Dios documenta esta tragedia en las favelas de Brasil; lo que es nuevo es el debate en México. Desde la prensa hasta el Senado, repetimos valoraciones equívocas, hacemos juicios de valor, sin sustento teórico; unos claman venganza y otros culpan a las madres, insisten en creer que un discurso de criminalización y perspectiva policiaca lo resolverá todo, mientras algunos expertos les patologizan y encasillan en la locura incurable. Así, el fenómeno quedará intocado, cada vez más niños y adolescentes serán entrenados por las mafias y aumentará la violencia de un Estado policiaco-militarizado que prejuzga y viola derechos y libertades sin mejorar la seguridad.
La historia de “Niños y adolescentes sicarios” recuerda que nos hemos acostumbrado a abordar la violencia con apreciaciones morales filosóficas impregnadas de valores equívocos, prejuicios, limitaciones y miedos. Dejamos de lado los aspectos resolutivos prácticos, tácticos y éticos. Lo cierto es que otros países han plagado de policía los barrios en que viven niños y adolescentes secuestrados y entrenados por el narco, y no han detenido el fenómeno. Los encarcelan y cuando salen son más sanguinarios.
La visión convencional no funciona, hay que transformarla, o nos quedaremos en un debate sin sentido ni resultados. Tenemos que hablar de trata de niños, niñas y adolescentes para el narco. Lo que puede funcionar, entre otras cosas, es la reforma del sistema penal que comenzó en 2008 y va por buen camino; eventualmente tendremos Estado de derecho en México. Aunque, efectivamente, el artículo 18 constitucional considera a las personas de entre 12 y 18 años como adolescentes, ya no “menores” o “niños”, les otorga calidad de ciudadanos, pero no significa que sean autorresponsables de su formación, entrenamiento y educación.
No funciona culpar y criminalizar a las madres, sino replantear políticas contra la pobreza y la desigualdad de género. Porque se niega el acceso a servicios de guardería y educativos adecuados, les niegan servicios sociales para aprender técnicas de crianza y que les arrebatan los derechos sexuales y reproductivos ante embarazos no deseados.
Evidentemente, en los casos en que los padres están implicados en la explotación de sus hijos para el delito se les debe juzgar, pero con evidencia y en tribunales.
Habremos de tener mucho cuidado de que esta nueva mirada para respetar los derechos de niños, niñas y adolescentes no se confunda con la noción de que son adultos. Están aún en un proceso de formación que precisa de cuidados, educación, afectos, seguridad y ejemplos. Los narcos sí lo entienden.
Lo cierto es que nos estamos equivocando, no podemos seguir resolviendo el miedo con venganza, el odio con ira, la injusticia con mayor injusticia.
Las historias de niños y adolescentes involucrados por adultos en el narco no son nuevas, la película Ciudad de Dios documenta esta tragedia en las favelas de Brasil; lo que es nuevo es el debate en México. Desde la prensa hasta el Senado, repetimos valoraciones equívocas, hacemos juicios de valor, sin sustento teórico; unos claman venganza y otros culpan a las madres, insisten en creer que un discurso de criminalización y perspectiva policiaca lo resolverá todo, mientras algunos expertos les patologizan y encasillan en la locura incurable. Así, el fenómeno quedará intocado, cada vez más niños y adolescentes serán entrenados por las mafias y aumentará la violencia de un Estado policiaco-militarizado que prejuzga y viola derechos y libertades sin mejorar la seguridad.
La historia de “Niños y adolescentes sicarios” recuerda que nos hemos acostumbrado a abordar la violencia con apreciaciones morales filosóficas impregnadas de valores equívocos, prejuicios, limitaciones y miedos. Dejamos de lado los aspectos resolutivos prácticos, tácticos y éticos. Lo cierto es que otros países han plagado de policía los barrios en que viven niños y adolescentes secuestrados y entrenados por el narco, y no han detenido el fenómeno. Los encarcelan y cuando salen son más sanguinarios.
La visión convencional no funciona, hay que transformarla, o nos quedaremos en un debate sin sentido ni resultados. Tenemos que hablar de trata de niños, niñas y adolescentes para el narco. Lo que puede funcionar, entre otras cosas, es la reforma del sistema penal que comenzó en 2008 y va por buen camino; eventualmente tendremos Estado de derecho en México. Aunque, efectivamente, el artículo 18 constitucional considera a las personas de entre 12 y 18 años como adolescentes, ya no “menores” o “niños”, les otorga calidad de ciudadanos, pero no significa que sean autorresponsables de su formación, entrenamiento y educación.
No funciona culpar y criminalizar a las madres, sino replantear políticas contra la pobreza y la desigualdad de género. Porque se niega el acceso a servicios de guardería y educativos adecuados, les niegan servicios sociales para aprender técnicas de crianza y que les arrebatan los derechos sexuales y reproductivos ante embarazos no deseados.
Evidentemente, en los casos en que los padres están implicados en la explotación de sus hijos para el delito se les debe juzgar, pero con evidencia y en tribunales.
Habremos de tener mucho cuidado de que esta nueva mirada para respetar los derechos de niños, niñas y adolescentes no se confunda con la noción de que son adultos. Están aún en un proceso de formación que precisa de cuidados, educación, afectos, seguridad y ejemplos. Los narcos sí lo entienden.
Lo cierto es que nos estamos equivocando, no podemos seguir resolviendo el miedo con venganza, el odio con ira, la injusticia con mayor injusticia.
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