A pesar de fuertes presiones por parte de Estados Unidos y varios países europeos para que no lo hiciera, la Autoridad Nacional Palestina (ANP) ha decidido solicitar a la Organización de las Naciones Unidas el reconocimiento del Estado palestino. No se trata de pedir su ingreso como miembro de la ONU, pues para esto se requeriría la aprobación del Consejo de Seguridad, donde Estados Unidos ha declarado que ejercería su derecho al veto. Se trata de llevar el caso a la atención de la Asamblea General, donde una mayoría simple puede otorgarle la categoría de “Estado observador”, situación en la cual se hallan actualmente el Vaticano y –desde su declaración de independencia– Kosovo.
Al convertirse en Estado observador, Palestina adquiriría el derecho de integrarse a ciertos organismos del sistema de Naciones Unidas, como la UNESCO o el Consejo de Derechos Humanos; asimismo, el derecho de acudir a la Corte Internacional de Justicia o a la Corte Penal Internacional. La posibilidad de presentar acusaciones en contra de Israel por las atrocidades cometidas, por ejemplo, durante el bombardeo de Gaza, se convertiría así en un escenario factible, cuyas consecuencias no serían irrelevantes.
Una intensa actividad diplomática por parte de la ANP permite prever que la resolución que será presentada a la Asamblea General obtendrá numerosos apoyos (se calculan más de 120). Nos encontramos, entonces, ante un giro en la estrategia palestina para avanzar hacia la tantas veces mencionada creación de un Estado que pueda convivir en paz y bajo fronteras seguras con el Estado de Israel. Semejante cambio de estrategia forma parte de una transición de la política internacional que viene modificando el papel de los actores tradicionales y fijando nuevos caminos para el diálogo y la negociación. El destino de las nuevas rutas es todavía muy incierto; sin embargo, su carácter innovador representa, al menos, una sacudida del statu quo que en el caso del Medio Oriente ya resulta insoportable.
El primer gran cambio es hacer evidente el debilitamiento del llamado “proceso de paz” iniciado en Oslo hace 18 años y conducido desde entonces bajo el liderazgo de Estados Unidos. El fracaso de dicho proceso ya estaba presente desde hace algunos años, pero se hizo más visible por las contradicciones y titubeos del gobierno del presidente Obama. Dos circunstancias contribuyeron a la desilusión de los palestinos: la primera fue la imposibilidad por parte de Obama de obtener, al menos, una moratoria del gobierno de Netanyahu en lo tocante a los asentamientos en territorios ocupados en septiembre de 2010; la segunda, el veto en el Consejo de Seguridad, en febrero de 2011, a una resolución que condenaba dichos asentamientos a pesar de que éstos han sido condenados en resoluciones anteriores del Consejo.
Un segundo motivo de escepticismo ante el proceso de paz tiene que ver con la reticencia de la Unión Europea (UE) a actuar políticamente y presionar más decididamente para poner en marcha negociaciones efectivas. A pesar de ser el principal contribuyente de ayuda a Palestina (más de 50% de la misma proviene de la UE), el organismo europeo no incide políticamente sobre el proceso de paz. Esto obedece, entre otras causas, a que no existe una política común a los 27 Estados miembros. Al no haberse articulado una visión compartida se ha decidido dejar toda la responsabilidad política del proceso a Estados Unidos. Las indecisiones dentro de la UE son muy claras actualmente, lo que hace difícil prever cómo votarán en las Naciones Unidas.
Por último, acentúa el escepticismo, ante los mecanismos existentes, el escaso perfil obtenido por Tony Blair como presidente del llamado Cuarteto, formado por Estados Unidos, la UE, Rusia y la ONU. Ese mecanismo, que debía seguir de cerca para promover e implementar el proceso de paz, ha quedado casi totalmente desdibujado, lejos de ser un verdadero facilitador del mismo.
Nadie considera que la resolución, que será votada en la Asamblea General, sea el punto de partida para un futuro más promisorio a corto plazo. Por el contrario, es posible que en un primer momento aumente la violencia, se hagan más estridentes las negativas de Israel a participar en negociaciones y sean más duros los reclamos de jóvenes palestinos por los asentamientos en territorios ocupados.
Lo que va a cambiar son las reglas del juego, los foros para promover acercamientos y los actores que participen. En su calidad de Estado observador, Palestina podrá utilizar mejor los órganos de Naciones Unidas para popularizar su causa y elevar los costos de no atender sus demandas. El aislamiento internacional de Israel será más visible y la falta de acción de Estados Unidos será objeto de mayores presiones para que trace un curso nuevo. Es posible que otros Estados participen más activamente en la búsqueda de soluciones, desde Egipto y Arabia Saudita hasta los países conocidos como BRIC.
En el contexto anterior, la posición mexicana merece comentarse. México será uno de los pocos países de América Latina que, casi con seguridad, optará por abstenerse en la votación en la Asamblea General. Fijará, así, un claro contraste con sus contrapartes latinoamericanas, en especial con aquellas que, como Brasil, han sido activas promotoras del voto a favor. No es evidente el origen de la cautela mexicana. Posiblemente influye el recuerdo de 1975, cuando una desafortunada declaración sobre Israel le costó el puesto al secretario de Relaciones y desató un boicot israelí contra el turismo a México. Pero eso fue hace muchos años. En la actualidad, su abstención proyecta irremediablemente la imagen de un país que en asuntos de política internacional se subordina a Estados Unidos. Malos augurios para el futuro papel de México en momentos de recomposición de las relaciones de poder internacionales.
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