ATENAS (Proceso).- “Me llamo Yorgos y tengo 13 años. Vivo con mi madre, que trabaja de noche tres veces por semana. Cuando me quedo solo me siento muy triste y tengo miedo, porque una vez los ladrones se metieron a la casa. Con la crisis todo se hizo más difícil. Falta dinero. Mi madre se atormenta mucho. Mi padre dejó de pagar mi pensión alimentaria y ella no me deja verlo. Es para presionarlo. Echo mucho de menos a mi padre. Mi único placer es el futbol. Quiero ser un jugador famoso para ganar dinero y sacar a mi madre de todo esto.”
Grave es la mirada de Yorgos. Sólo esboza una sonrisa cuando se despide de la reportera y le agradece su atención. Kalliopi Stiga, su maestra de música, es nuestra intérprete. Se ve turbada. Sospechaba el desasosiego de sus alumnos. No lo imaginaba tan profundo.
Se acerca Theodora, de 14 años, dinámica, también muy seria. Habla a toda velocidad:
“Desde que nos tocó la crisis mi madre y yo vivimos con mi tía para compartir gastos. Mi madre trabaja medio tiempo en un supermercado. Mi tía era cajera en un cine, pero la despidieron. Mis abuelos nos ayudan porque el salario de mi madre no nos alcanza. Antes tomaba clases particulares de francés. Ya no se puede. Tengo temple, nunca me desplomo porque me toca darles ánimo a mi madre y a mi tía.”
Estamos en un helado salón de fiestas del Colegio 39 del barrio Ano Kypseli, donde viven griegos de clase media baja e inmigrantes integrados a la sociedad helénica.
Kalliopi presentó a la reportera ante los 25 adolescentes del coro que anima con un entusiasmo a toda prueba. Cuando se les preguntó si aceptaban contar cómo la crisis económica afectaba su vida cotidiana sólo dos alumnos salieron del salón. Los demás se mostraron deseosos de hablar, pero insistieron en brindar su testimonio por separado.
Todos se expresaron en forma demasiado madura para su edad; sin timidez, a veces con coraje. Ninguno se quejó. Varios apretaron los dientes para disimular su desazón.
Ekaterina, de 14 años: “Mi madre se jubiló hace varios meses, pero todavía está esperando que le paguen su pensión. Era jefa de personal de un banco. Mi padre trabajaba en una empresa de mudanza, pero lo echaron. Antes nos iba bien. El refri estaba lleno. Ahora da pena abrirlo. Hay mucha tensión entre mis padres porque ya no pueden pagar los nuevos impuestos y los créditos”.
El padre de Annie (14 años) era capitán de un barco mercante y acababa de jubilarse cuando estalló la crisis. Se vio obligado a trabajar de nuevo porque la familia no lograba cobrar su pensión. “Nunca voy a conocer realmente a mi padre, porque desde que nací anduvo navegando y ahora empezó de nuevo”, confía desanimada la joven.
Annie sabe que algunos de sus compañeros de la escuela tienen hambre, “pero –comenta– no hablamos de esos problemas entre nosotros. A los que se volvieron muy pobres les da vergüenza, temen las burlas de los demás. Por eso decidimos hablar uno por uno con usted”.
En la familia de Rodulla la madre quedó desempleada y el padre teme ser despedido de la compañía de teléfonos en la que labora. “Mi padre se la pasa haciendo cuentas. Está cada vez más nervioso”, explica la joven de 14 años. “Antes nos íbamos a caminar los dos. Ahora ni me ve. Cuando mi hermano y yo nos reímos mi padre se enoja. Lo único que me salva es la música. Me gusta Bach y cantar en el coro”.
Se suceden los testimonios de Mijailis, Nontas, Apostolos, Eleni, Iliana… Dicen que no se atreven a pensar en el futuro ni a tener sueños, que todo se derrumbó abruptamente, que les duele ver a tantos indigentes y a tanta gente pidiendo limosna en el centro de Atenas y a sus padres tan cambiados.
Angustia
Tasso Anastasios Papadopoulos tiene hipertensión. Es el director del Colegio 39. Su aspecto es atípico para su cargo: cabello largo y canoso y gran bigote, pantalón de mezclilla, mirada profunda. Papadopoulos no pretende esconder su angustia:
“Me es insoportable saber que en mi escuela hay niños que no comen todos los días ni tienen ropa caliente para el invierno. En sólo cinco o seis años nuestra sociedad pasó del sobreconsumo a la escasez de bienes esenciales. Fue vertiginoso. Y es violentísimo para los muchachos. Tuvieron una ilusión de abundancia y ahora se van hundiendo en la miseria. Todos los días me pregunto cómo ayudarlos. Es mi obsesión.”
Después de un breve silencio agrega:
“Hace poco recibí una llamada de la Secretaría de Educación. Un funcionario me preguntó si había problemas de alimentación en la escuela y le describí la situación que enfrentamos. Hasta ahora no me ha vuelto a llamar. Intenté movilizar a gente rica. En vano. Voy a seguir buscando una solución, tocando todas las puertas.
“Acabamos de organizar una fiesta navideña con músicos, el coro, juguetes que donaron los muchachos más acomodados, pasteles que hicieron madres y profesoras que aún pueden hacerlo… Recogimos mil euros… Es poco pero nos permitió volver aprender a ser solidarios. En realidad me siento desarmado. ¿Qué va a pasar con los miles y miles de adolescentes de todo el país que están en la misma situación que mis alumnos?”
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