Adolfo Sánchez Rebolledo
El martes 13 no será olvidado por los senadores de la República. Ese día convergieron todas las opiniones en aprobar el proyecto de reforma del Estado, presentado por el presidente de esa cámara, Manlio Fabio Beltrones. Por una vez en la ya larga marcha de confrontaciones y desacuerdos, los legisladores coincidieron en modificar el régimen político, los poderes del Estado, la justicia, el funcionamiento general del gobierno.
Aunque la ley aprobada aún no entra al fondo de la cuestión, ofrece en cambio, un método, una vía legal para discutir y, en su caso, aprobar todo lo relativo a seis temas básicos, incluyendo los arriba citados más el federalismo, la democracia y el sistema electoral, la reforma hacendaria y las garantías sociales. En rigor se trata de un intento por actualizar la Constitución como las leyes a las nuevas realidades del país.
Una vez cumplidas todas las formalidades del caso (aun debe ser aprobada por los diputados), la ley tendrá un año de vigencia para que el Congreso resuelva en cada una de esas materias, de modo que se trata de una iniciativa acotada en el tiempo, sujeta al cumplimiento de una disposición legal que también determina cómo y quién presidirá los trabajos, la consulta pública hasta la redacción de los proyectos y su posterior aprobación legislativa. Todo eso está muy bien y lo celebro, pero hay algo sorprendente, al menos para mí, de la sesión del martes 13.
Más que la saludable unanimidad de los senadores, destaca el lenguaje empleado por unos y otros, la sensación de urgencia de los discursos, el reconocimiento de que estamos no al borde, sino en el fondo mismo de la barranca, actitud que a duras penas se compadece con la parsimonia legalista e institucional de hace unos meses, cuando algunos de los actores del drama nacional se rehusaban a admitir la profundidad de la crisis política en que nos debatimos. Recuérdese cómo se rechazaron airadamente los cuestionamientos a las instituciones en nombre de la paz social y el "estado de derecho", como si la expresión pública del malestar fuera el privilegio de quienes ocupan un cargo en el gobierno o la representación nacional.
Ahora sabemos que la crisis política que divide y polariza al país no sólo es fruto del desgaste institucional propio del cambio democrático, un asunto grave pero coyuntural, sino la consecuencia de los años de parálisis y mal gobierno, un resultado inducido por la pasividad deliberada de los grupos de poder para mantener en pie determinados privilegios.
No es casual, como ha escrito el constitucionalista Edmundo Valadés, que a partir de 1996 no se haya vuelto a producirse una reforma de tipo político: "El desarrollo democrático entró en receso. Los avances relacionados con el sistema representativo quedaron truncos y la reforma relacionada con el gobierno ni siquiera se ha iniciado. Llevamos 11 años de estiaje, sin avanzar en cuanto a partidos, elecciones ni Congreso; y llevamos 90 años sin movilizarnos en cuanto a régimen de gobierno" (El Universal, 14/2/07).
Es de esperarse que iniciado este camino, el intento no se quede en una importante. pero al fin cosmética modernización de algunas instituciones. En suma, es la hora de discutir con el mayor rigor posible cuál ha de ser su futuro, habida cuenta la posibilidad de ensayar otras formas de gobierno parlamentario, formulaciones más acordes con la naturaleza del régimen democrático, cerrando las puertas a la intromisión viciada de los grupos de poder que hoy deforman cotidianamente la "voluntad popular"; en una palabra: la reforma debe ganar para la ciudadanía y no para las elites el derecho a construir la mayoría gobernante, sujetando la función del Estado a principios claros y compartidos.
Asegurar que el voto cuenta es mucho más que vigilar las casillas el día de la elección: para ello es indispensable evitar la manipulación, la compra indirecta de las conciencias, impedir que la política se convierta en una actividad deleznable, asegurándonos a la vez que el poder cumple la ley sin intromisiones perversas en los mecanismos de elección, como ocurrió con Vicente Fox en 2006.
El Congreso tiene un año para resolver. Y tendrá que hacerlo yendo al fondo de los problemas si quiere resultados más allá de la coyuntura. Ya no hay tiempo para el gradualismo. El mismísimo Santiago Creel, otrora secretario de Gobernación, reconoció en la tribuna que "nuestro sistema político llegó a su límite, agotó sus posibilidades; se ha convertido en muchas ocasiones en una barrera infranqueable para afrontar las necesidades sociales con eficacia..." Y remató: "Es momento de superar la idea de una democracia sin adjetivos. La democracia es más que un procedimiento para conformar la representación nacional; tiene un contenido social, necesario... porque se desenvuelve y se desarrolla en beneficio de las personas (sic, con inevitable alusión a Enrique Krauze). Veremos.
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