Adolfo Sánchez Rebolledo
La Suprema Corte de Justicia ha derribado, uno a uno, los argumentos subyacentes en el articulado de la ley en materia de radio y televisión, mejor conocida como ley Televisa y, aunque falta la votación final, ya se puede decir sin temor a equivocarse que los ex senadores promoventes del recurso de inconstitucionalidad esta vez sí que lograron un éxito resonante. De los señores ministros hemos escuchado palabras muy similares a las expresadas por Javier Corral, Manuel Bartlet o Dulce María Sauri, durante el vergonzante debate entre la mayoría -que no aceptó modificar ni una coma- y el grupo de senadores inconformes con el modo atrabiliario con que, gracias al apoyo bajo cuerda del gobierno foxista, doblegó al Congreso e impuso la reforma citada.
Dicho sea de paso, la historia consignará como una página negra la postura aquiescente de los diputados: en ciertos casos se trata de simple interés o complicidad con las empresas; en otros de politiquería y cálculo erróneo de los que estaba en juego, pero en cualquier caso se dejaron avasallar por la lógica de los famosos "poderes fácticos" y eso es una ignominia para la Cámara de Diputados.
Bienvenida, pues, la vigorosa rectificación puesta en marcha por el máximo tribunal de la República. En unas cuantas sesiones se han colocado en la picota las cuestiones esenciales a debate: la subasta como medio para acceder a las concesiones, la ausencia de normatividad en materia de licitaciones y permisos, la sospechosa ausencia de los medios comunitarios en el esquema general de la ley y, sobre todo, la cancelación de todo automatismo para incorporar nuevos servicios sin contraprestación alguna al Estado. Visto en su conjunto, el alegato de la Corte devuelve al Estado la rectoría fijada en la Constitución y anula en los hechos uno de los pilares del "Estado empresarial", tan caro a las elites que han hecho de la República un remedo de sus Consejos de Administración.
Y nos ha recordado algunas verdades elementales que, al fragor de la batalla, prefieren olvidarse. Es verdad que la televisión es un negocio y como tal es dirigido por sus propietarios. Pero antes de serlo, o para que sea tal, es preciso que el Estado concesione a los particulares el uso de un bien público inalienable: el espacio radioeléctrico, cuya existencia algunos discuten por ocio, ignorancia o mala fe... o por desesperación ante la ausencia de mejores argumentos. Y no se sabe de Estado alguno que regale su espacio (áereo, radioeléctrico u otro reservado a la nación) por el solo hecho de que su utilización exija cuantiosas inversiones. Cuando una concesión termina o se suspende por mal uso, nada se expropia y ésta vuelve a su única y legítima propietaria: la nación, representada por el Estado. De ahí que en todos los países los "dueños" de los medios sean siempre concesionarios de un bien público que está sujeto a formas de licitación y control muy precisas por parte de las autoridades estatales. Gracias a esas prevenciones legales, además de los requisitos de orden técnico o financiero, se asegura que el servicio público prestado por los medios se ajuste a los principios y las normas aprobadas con ese fin.
Naturalmente, los grupos que explotan las concesiones se sienten más cómodos mientras menores sean dichas disposiciones y más largos y repetibles sean los plazos para usarlas, al grado de proclamar que la mejor regulación es la que protege la iniciativa privada y les deja absoluta libertad de acción en todo lo demás. Los consorcios televisivos mexicanos se acercaron mucho a ese ideal gracias al llamado decretazo de Fox, que es en realidad la renuncia del Estado a cumplir sus propias obligaciones en la materia. Las leyes que hoy discute la Corte debían, según sus inspiradores, coronar dicho proceso de expropiación de un bien público a manos de pocas manos. Si, como parece, la Suprema Corte declara inconstitucional la ley de marras, el Congreso tendrá que hacer de nuevo la tarea, pero ahora contará con criterios que se ajusten a las necesidades reales del progreso tecnológico pero también a las urgencias de una ciudadanía más y mejor informada.
Ese momento debería servir, además, para cuestionarnos en voz alta sobre el papel de los medios en la sociedad democrática, tema caliente si los hay. La competencia electoral se ha convertido en un mercado cautivo financiado por el Estado, sin cuestionar la manera cómo estos poderosos emisores modulan en favor de ciertos intereses el sentido común de las audiencias, lo cual potencia su ya crecida influencia sobre la "cultura política" dominante.
Algunos ilusos creen que el epítome de las libertades es igual al derecho a "cambiar de canal" en la televisión. Pero el aserto es una falacia. Ya en su momento Karl Popper puso de manifiesto la imposiblidad de hablar de verdadera libertad mientras los medios no ofrecieran alternativas a la programación actual, centrada en el entretenimiento concebido como la reiteración infinita de las mismas fórmulas. Ahora se abre la posibilidad de comenzar a discutir sobre el fondo de la cuestión: qué medios necesita México para salir adelante.
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