Editorial
Acorralado por los escándalos políticos más recientes -las pruebas de la vinculación de su gobierno con grupos paramilitares y la revelación del espionaje telefónico ilegal realizado por las autoridades a periodistas y políticos opositores-, el presidente colombiano, Alvaro Uribe, ensaya ahora el gesto espectacular de liberar unilateralmente a dos centenares de presos, supuestos guerrilleros integrantes de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). La decisión de las excarcelaciones fue tomada en el Palacio de Nariño luego de que Francia y Estados Unidos presionaran para evitar que Uribe intentara el rescate a sangre y fuego, y con un riesgo altísimo, de algunos de los casi 60 secuestrados por las FARC, entre los que se encuentran la ex candidata presidencial Ingrid Betancourt, quien posee también la ciudadanía francesa y lleva cinco años cautiva de los rebeldes, y tres asesores militares estadunidenses. Entonces el mandatario ideó algo equivalente a la cuadratura del círculo para liberar a los rehenes sin acciones militares y sin negociar con la insurgencia: liberar a un grupo de presos, conmover con ello a la opinión pública para que ésta presionase a las FARC y obtener de esa manera la libertad de los secuestrados.
Sin embargo, la organización guerrillera rechazó desde un inicio la idea, aclaró que entre los posibles beneficiados con el plan de Uribe había muchos ajenos a la insurgencia -y posiblemente algunos delincuentes vinculados más bien a los paramilitares aliados del propio presidente- y reiteró su vieja demanda de desmilitarizar una porción de 800 kilómetros cuadrados en el suroeste colombiano a fin de poder realizar allí las negociaciones de intercambio de prisioneros. Incluso uno de los ya excarcelados, el dirigente rebelde Rodrigo Granda, secuestrado hace tres años en Caracas por agentes secretos de Colombia, descalificó el presunto "gesto humanitario" del presidente y señaló que no actuará en calidad de "gestor de paz", como se lo pide el gobierno, a menos que la dirigencia guerrillera se lo ordene.
En suma, la liberación de los supuestos guerrilleros es un acto demagógico que pretende especular con el dolor de los familiares de quienes permanecen secuestrados por la insurgencia y presentar a Uribe como un hombre de paz, cuando la realidad es que está profundamente comprometido con las soluciones militaristas. La situación de los cautivos de los rebeldes, además de humanamente intolerable, constituye la prueba de que las FARC ejercen un control real sobre zonas del territorio colombiano, y esa parece ser la principal molestia que da origen a las escenificaciones oficiales. El despeje de una zona territorial, como lo demandan los guerrilleros, simplemente confirmaría y formalizaría esa realidad.
En otro sentido, la reciente recomposición legislativa en Estados Unidos ha dejado al mandatario derechista en una situación precaria y hasta desesperada, toda vez que las mayorías demócratas que ahora controlan el Capitolio no creen en la viabilidad de las medidas militares como solución de las diversas violencias que se manifiestan en Colombia. Con este telón de fondo, acosado por sus propias incoherencias en política interna, Uribe llegó ayer a Washington para toparse con lo que es, para él, una pésima noticia: un subcomité de la Cámara de Representantes recortó en más de 30 por ciento los fondos de asistencia militar a la nación sudamericana, eliminó el presupuesto para erradicación de cultivos de especies ilícitas -hoja de coca, amapola, mariguana- y restructuró radicalmente la ayuda de Estados Unidos: aunque la Casa Blanca solicitaba repartir los fondos en 76 por ciento para ayuda militar y 24 por ciento para asistencia al desarrollo, los legisladores acordaron destinar 55 por ciento a gastos bélicos y 45 por ciento a programas de desarrollo social. Para colmo, el Congreso estadunidense anunció recientemente que no dará trámite al Tratado de Libre Comercio proyectado entre Bogotá y Washington en tanto Colombia no erradique la persecución contra opositores y la impunidad de los abundantes funcionarios y mercenarios involucrados en delitos de lesa humanidad.
Uribe solía ser, entre los jefes latinoamericanos de Estado, el favorito de la Casa Blanca. Su angustiosa situación actual ante Estados Unidos podría servir de ejemplo y escarmiento a otros gobernantes de la región que, como el colombiano, se empeñan en cumplir a rajatabla, y en atropello a su propia dignidad y a la soberanía de sus naciones, las directrices provenientes de Washington.
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