Abraham Nuncio
Los malos hábitos de los gobiernos autoritarios no han desaparecido después de 25 años de cambios en el poder. El uso de los recursos públicos para premiar la adulación, en el peor de los casos, y el espejo a modo, en el mejor de ellos, sigue siendo el canon insuperable.
Carmen Lira, en el discurso pronunciado con motivo del 25 aniversario de La Jornada, al referirse al trato discriminatorio y patrimonialista del gobierno hacia los medios traducía el sentido execrable de la frase de José López Portillo: "No pagamos para que nos peguen; ergo, sí pagamos para que nos adulen".
Desde la Presidencia de la República, Fox intentó desaforar a Andrés Manuel López Obrador para sacarlo de la contienda electoral en puerta. Y lo hizo apelando a todos los medios apoyado por un aprontado sector empresarial que defiende feroz sus privilegios.
Todo lo que pudiera oler a López Obrador fue objeto de desprestigio. A la población del país entero se la indujo a pensar que el Distrito Federal era parte del peligro para México. El duopolio televisivo y las grandes empresas periodísticas le pusieran lupa y capacidad de invención a la capital de la República y se hicieran de la vista gorda o emplearan los binoculares al revés ante el peligro real que en esos meses representaban ciudades como Nuevo Laredo, Ciudad Juárez, Monterrey y San Pedro Garza García, en Nuevo León, Acapulco, Culiacán y otras.
Ese peligro se ha profundizado en los meses subsecuentes. Desde que Felipe Calderón llegó al poder por la puerta de atrás, la violencia generada por ambos, el crimen organizado, y los cuerpos de seguridad, se ha incrementado de manera alarmante.
El ataque a la sede de la Dirección de Policía y Tránsito de San Pedro Garza García, municipio que era considerado modelo de orden social (en su perímetro viven las familias que mandan económica y políticamente en Nuevo León), sólo por espectacular resultó significativo en relación con sus antecedentes: en lo que va de 2007 se han producido 75 ejecuciones -de agentes policiales, narcotraficantes y civiles inocentes-, un número similar de heridos y decenas de secuestrados.
Las medidas de respuesta, como todo mundo sabe, han sido la utilización del ejército bajo el patrón carrancista (la obediencia ciega al Jefe Nato y el desacato a la Constitución); la creación de cuerpos de elite bajo la misma línea; la compra onerosa de armas y equipo sofisticados, y el desarrollo de algunas formas larvarias de inteligencia.
A esas medidas, el gobierno de Nuevo León ha agregado varias reformas penales orientadas a la creación de castigos más severos para los narcotraficantes, a las que ha dado el exagerado nombre de Sistema Integral de Combate al Crimen Organizado.
Los empresarios nuevoleoneses, audaces como siempre han sido, claman por medidas más radicales: el empleo de guardias privadas y, mejor aún, el estado de sitio. Un estado de progreso, como se publicita a Nuevo León, requiere de kaibiles, escuadrones de la muerte y violaciones en cascada, según la visión empresarial.
El gobierno federal, los de los estados con Conago y sin ella, los poderes fácticos y la derecha en general pretenden hacernos creer que el combate al narcotráfico reside en perseguir a sus protagonistas, castigarlos ejemplarmente, y realizar uno que otro decomiso. No se informan o no quieren informarse. Y a nosotros nos mienten.
A las mafias del alcohol y los giros negros que lo acompañaban durante la prohibición en Estados Unidos nunca los cuerpos armados legales pudieron hacerles mayor mella ni con la participación solapada del Ku Klux Klan. El aparato policial y paramilitar que desarrollaron en el fallido intento sólo sirvió para perseguir disidentes políticos, sindicatos que defendían sus derechos y, por supuesto, para reprimir a los negros y otras minorías étnicas. Lo que sí lograron, al legalizarlo, fue eliminar el componente violento del comercio etílico.
El gobierno y quienes le hacen segunda omiten sin estremecerse que los bancos y muy diversas empresas están implicadas en el lavado de dinero proveniente del narcotráfico. Omiten también que existe un mercado subalimentado cuya demanda de drogas es mayor que la oferta. Una demanda que crece con la afluencia y con la pobreza, con la guerra y con sus efectos patológicos.
Es iluso pensar que con la llamada guerra al narcotráfico se va a erradicar algún día el comercio nepente. Con toda su capacidad de control social, espionaje y persecución del delito, el gobierno de Estados Unidos no ha podido disminuir la operación de las mafias que a ese comercio se dedican; menos podrá hacerlo un gobierno deshilvanado y con una menesterosa infraestructura de inteligencia como el de México.
En su campaña frustrada al gobierno de Nuevo León, el panista Mauricio Fernández Garza propuso legalizar la droga. Fue, sin duda, una propuesta racional. Es la única manera de poner fin a la violencia que acompaña a los cárteles. Y a la demagogia que nos surten en nombre de la guerra al narcotráfico.
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