Luis Hernández Navarro
Se la robaron. La efigie de Salvador Allende desapareció de su sitio, ciudad Sahagún, Hidalgo, en noviembre del año pasado. Del monumento que en su honor levantaron los obreros del Combinado Industrial Sahagún, el 26 de octubre de 1973, sólo queda una placa conmemorativa con la inscripción: “Inmolado por la causa de la justicia social”.
El durante años poderoso corredor fabril del altiplano de Hidalgo, símbolo de la voluntad nacional por forjar una industria propia, es hoy un cementerio industrial. En la zona, el recuerdo de Salvador Allende fue desapareciendo entre los obreros desempleados y sus familias. Sobreviven, sí, con el nombre del mandatario chileno, la escuela preparatoria ubicada en el Valle de Guadalupe y una colonia.
Varios barrios y poblados por todo México han sido bautizados como Salvador Allende. Hay localidades con ese nombre en Nacajuca, Tabasco; en Durango, Durango; en Temache, Veracruz; y en Ocosingo, Chiapas. En Memoria del fuego, Eduardo Galeano narra cómo una comunidad wixarrika se llamó a sí misma como el médico sudamericano, después de la lectura colectiva de un libro sobre su vida.
También se dio ese nombre a una calle en Torreón, Coahuila, y a otra de la colonia Rubén Jaramillo, en Morelos, a un auditorio en la Universidad de Guadalajara, a multitud de establecimientos educativos, casas de estudiantes, asociaciones civiles y culturales, e inclusive a la Cátedra Latinoamericana de Medicina Social.
Como hicieron diversos compositores en América Latina, el cantautor mexicano Óscar Chávez le escribió una canción que en una de sus estrofas dice: “Compañero Salvador/Allende el niño Allende el hombre/ tú regresarás en cada nombre/ de pena en pena en pena / de uno en uno en dos ha de vivir tu voz patria chilena”. Durante años, innumerables grupos de música folclórica interpretaron, en peñas y festivales, todo tipo de piezas dedicadas al mandatario caído.
Que Salvador Allende haya penetrado tan firmemente en la nomenclatura mexicana no es casual. Su influencia en la sociedad y la política mexicanas fue muy relevante. Se dejó sentir tanto en los más altos niveles del gobierno federal como en la Iglesia católica, en sindicatos, movimientos estudiantiles, partidos políticos y organizaciones armadas.
Cuando el presidente llegó de visita a México el 30 de noviembre de 1972 fue recibido por una efusiva cadena humana de cerca de 16 kilómetros, integrada lo mismo por personas que espontáneamente fueron a darle sus parabienes como por contingentes movilizados por las fuerzas vivas de la revolución. Durante su recorrido, del aeropuerto a la embajada de Chile en Lomas de Chapultepec, fue vitoreado.
Termómetro de la época, la revista Solidaridad, del Sindicato de Trabajadores Electricistas de la República Mexicana, dirigido por Rafael Galván, le dio la bienvenida en un editorial en el que equiparaba la situación que vivía México y Chile, como “puntos de concentración del proceso revolucionario latinoamericano”.
La visita de Allende a México fue utilizada por el gobierno de Luis Echeverría para tratar de conseguir la legitimidad que un amplio sector de la juventud, agraviada por la represión de 1968 y la matanza del 10 de junio, le negaba. El presidente chileno fue muy magnánimo con su anfitrión mexicano y le reconoció méritos revolucionarios, que para la izquierda nacional eran inexistentes. Jesús Reyes Heroles, entonces dirigente nacional del Partido Revolucionario Institucional, lo recibió “con los brazos abiertos”.
El socialista chileno tenía una añeja y seria relación con intelectuales mexicanos y partidos de izquierda, incluido el Partido Comunista Mexicano. Sin embargo, el discurso que el 3 de diciembre de 1972 pronunció en la Universidad de Guadalajara, en el que llamó a los estudiantes a dejar de ser revoltosos y a ponerse a estudiar, cayó muy mal entre la juventud radicalizada que había dejado las aulas para luchar contra el gobierno en fábricas, ejidos y colonias populares. Muy intenso fue también el vínculo entre parte del clero progresista mexicano y el proceso revolucionario chileno. Sergio Méndez Arceo, obispo de Cuernavaca, fue el único pontífice de la Iglesia católica que participó en el primer Encuentro Americano de Cristianos por el Socialismo (CPS) que se efectuó en 1972 en Chile. Allí conoció a Allende. Al regreso de su viaje, un grupo de fanáticos le aventó pintura roja. CPS tuvo una gran influencia entre grupos de creyentes mexicanos que se involucraron activamente, desde distintas posiciones políticas, en proyectos emancipadores de izquierda.
Cuando el 11 de septiembre de 1973 se consumó el golpe de Estado contra Allende, las campanas de la catedral de Cuernavaca y de muchas otras iglesias repicaron a duelo. Brigadas de estudiantes de la Escuela de Antropología en la ciudad de México –y de diversas facultades de la Universidad Nacional Autónoma de México– organizaron mítines en las zonas industriales para llamar a una huelga general en solidaridad con el mandatario derrocado. Los trabajadores, incrédulos, los miraban como locos. Por supuesto, no hubo paro alguno, pero sí una manifestación de protesta relativamente numerosa que recorrió las calles de la ciudad de México. El gobierno de Luis Echeverría rompió relaciones diplomáticas con los golpistas y acogió al exilio chileno.
Una parte de la izquierda mexicana ve en la actual experiencia chilena un ejemplo a seguir. Se ha vuelto admiradora del modelo de “socialismo neoliberal” que allí se practica, que tan poco tiene que ver con el programa de Salvador Allende y que tantas loas recibe de la derecha. Para ella, la figura del médico chileno que murió con las armas en la mano es incómoda. Le gustaría que se olvidara y, si no es posible hacerlo, al menos volverla light.
A 100 años de su natalicio es importante recordar y rendir homenaje “al hombre digno que no dudó a la hora de elegir entre la traición y la muerte”. En ciudad Sahagún ya se robaron su estatuilla. No permitamos que ahora hurten su memoria.
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