Ángel Guerra Cabrera
El rechazo del pueblo colombiano a la persistencia de un conflicto armado de décadas a un costo humano intolerable sustenta el imperativo de buscar una solución política verdadera. Es tal la secuela de desgarramiento y enajenación social de la guerra que muchos dispensan a Álvaro Uribe sus inauditos desmanes con la ilusión de que pongan fin a la matanza. Sólo ilusión, pues está demostrado que por vía militar ni el gobierno ni la guerrilla conseguirán una victoria decisiva por más que aquel haya asestado duros golpes en los últimos meses a las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), la mayor de las organizaciones guerrilleras, pero no la única. Uribe, envalentonado, ordenó una ofensiva contra el Ejército de Liberación Nacional (ELN). Reitera así la regla terrorista de Estado de exterminio al opositor, armado o pacífico, que unida a la obscena injusticia social descrita en mi artículo anterior reproduce la resistencia armada popular (La Jornada, 10/7/08). Total, Washington y la oligarquía desean la continuación del pingüe negocio de la guerra, más después de los dividendos mediáticos de la Operación Jaque. Así que toca a las guerrillas y al movimiento popular la responsabilidad histórica de organizar juntos la gran contraofensiva política por una paz negociada, justa y duradera, que no será viable sólo con los insurgentes y el gobierno como interlocutores.
Aunque mediáticamente sean invisibles, en Colombia existen cientos de luchas de indígenas, afrodescendientes, campesinos y trabajadores que resisten pacíficamente al neoliberalismo de guerra y sufren una represión feroz, pese a que no comparten el uso de las armas como vía para transformar la sociedad. También está el Polo Democrático Alternativo en el campo de la izquierda electoral. La paz negociada no puede lograrse sin estos actores, que han exigido participar en todo el proceso, desde la elaboración de la agenda hasta su conclusión, basados en el concepto de que aquella es una construcción democrática cuyo sujeto y beneficiario principal debe ser el pueblo colombiano.
Será un proceso político largo, por fases, con rupturas y retrocesos, en el que pasos osados de las guerrillas, como liberar a los rehenes, pueden arrebatar a Uribe la iniciativa estratégica, que no es inamovible. En esa perspectiva, presionarlo a reconocer la indispensable beligerancia de los insurgentes, aceptar el cese del fuego, liberar a los presos políticos, terminar con las masacres y asesinatos políticos, desmantelar en serio sus bandas narcoparamilitares y adoptar otras medidas de distensión para crear desde abajo el clima y los espacios de encuentro del gran consenso nacional por la paz. El desarme de los alzados no puede ser la meta inicial, sino el resultado del fin exitoso del proceso, después de aprobada por representantes populares electos una nueva Constitución que devuelva al pueblo los derechos políticos, sociales, económicos y ambientales que le han sido conculcados y creadas todas las garantías para la reinserción de los guerrilleros en la vida política. El acatamiento expreso de las Convenciones de Ginebra por ambos contendientes es indispensable.
La construcción de la paz desde y por el pueblo mismo forzará a Estados Unidos y a la oligarquía a aceptar y avanzar en la negociación, haciéndoles más difícil burlar los acuerdos como en procesos anteriores. Contará con el apoyo decidido de Fidel Castro, Hugo Chávez y seguramente de otros gobiernos latinoamericanos, cuya actuación como garantes del proceso es crucial, acompañados de los movimientos populares de la región.
Un proceso de masas por la paz pondrá en crisis la creciente injerencia de Washington y su proyecto de utilizar perentoriamente la guerra en Colombia como ariete contra Venezuela, Ecuador, los movimientos populares y la independencia y unidad de América Latina. Así de grande es el desafío para las FARC, el ELN y las otras fuerzas populares colombianas. Ahora o nunca.
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