MÉXICO, D.F., 15 de abril (apro).- En contra de todas las disposiciones internacionales, de los exhortos de sus aliados y de los reclamos de sus opositores, en su reciente visita a Washington el primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, dijo que continuará la construcción de asentamientos judíos en la zona este de Jerusalén, asignada en 1948 por Naciones Unidas a los palestinos y que Israel se anexó en 1980.
“El pueblo judío construyó Jerusalén hace 3000 años y lo sigue construyendo hoy. Jerusalén no es una colonia, es nuestra capital”, sostuvo Bibi, como se conoce popularmente a Netanyahu, entre atronadores aplausos de los miembros del Comité de Asuntos Públicos Estadunidense-Israelí (AIPAC, por sus siglas en inglés), el principal grupo de presión proisraelí de Estados Unidos.
La construcción de asentamientos continúa, pues en Jerusalén y los territorios ocupados, las relaciones entre palestinos e israelíes han vuelto a tensarse hasta la violencia, y el riesgo de una nueva incursión militar en Gaza, desde donde milicianos de Hamas han lanzado cohetes en las últimas semanas, gravita en el aire. Ni hablar de retomar las pláticas entre unos y otros para llegar a un acuerdo.
A nadie sorprende realmente esta situación con un gobierno israelí integrado por el ala más belicosa del Likud, encarnada en Netanyahu; los ultranacionalistas del canciller Avigdor Lieberman, quien se ha pronunciado por “limpiar a Israel de los árabes”, y un conjunto de partidos religiosos, la mayoría ultraortodoxos, cuyo principal motor es recuperar el “Gran Israel”.
Por lo demás, salvo algunas excepciones como la del asesinado premier Yitzak Rabin, todos los gobiernos israelíes, independientemente de su color político, han continuado la construcción de asentamientos judíos en las zonas ocupadas y no han vacilado en utilizar la fuerza militar contra quien se oponga a sus políticas expansionistas. El mejor ejemplo es la última incursión en Gaza, dispuesta por los partidos Kadima y Laborista, que se declaran como de centro y socialdemócrata.
Lo novedoso es el choque diplomático entre los gobiernos de Netanyahu y Barack Obama, que tanto la prensa de Estados Unidos como de Israel han coincidido en señalar como la mayor crisis entre los dos países desde hace 37 años. Y es que Bibi optó por anunciar la construcción de mil 600 viviendas más en Jerusalén Este, justo cuando el vicepresidente estadunidense, Joe Biden, aterrizaba en Tel Aviv para intentar reanudar las conversaciones de paz con los palestinos.
Biden fue duro al señalar la inoportunidad del anuncio, y la secretaria de Estado, Hillary Clinton, fue más allá al afirmar que se trataba no sólo de un insulto al vicepresidente, sino a Estados Unidos, porque socavaba la confianza entre ambas naciones y lanzaba un mensaje negativo a la comunidad internacional. “Por fin estalló la crisis”, publicó el diario centroizquierdista Haaretz, habiendo previsto con anterioridad que la relación Obama-Netanyahu no fluiría sin roces.
Y es que después de ocho años de coincidencia del gobierno neoconservador de George Bush con los activos grupos de cabildeo proisraelíes en Estados Unidos, el replanteamiento del conflicto en Medio Oriente y de la relación con las naciones árabes y musulmanas por parte de Obama, necesariamente en algún punto colisionaría con la postura de Israel, particularmente con un gobierno como el de Netanyahu.
El daño estaba hecho, pero algo ocurrió para que, por lo menos a nivel discursivo, los duros conceptos estadunidenses fueran rápidamente matizados.
Netanyahu, quien participó en la reunión anual del AIPAC, fue convocado a la Casa Blanca y, aunque no hubo fotografía ni comunicado conjunto, el vocero Robert Gibbs, Biden y Clinton se apresuraron a declarar en diferentes foros que, pese a las divergencias, los lazos con Israel eran “indestructibles”. En el mismo sentido se expresaron también numerosos congresistas, republicanos y demócratas.
¿Qué pasa que cada vez que alguien intenta poner en su lugar a los gobiernos de Israel da marcha atrás y encima pide disculpas, cuando debería ser al revés?
Es cierto que los fantasmas del antisemitismo y el Holocausto meordean siempre por ahí, y que nadie quiere ser su cómplice. Pero se requiere de algo más, de una acción concertada para que eso surta efecto. En marzo de 2006, con el estudio El lobby israelí y la política exterior de Estados Unidos, los profesores John J. Mearshimer, de la Universidad de Chicago, y Stephen M. Walt, de la Escuela Kennedy de la Universidad de Harvard, develaron parte de esta mecánica.
En su documento de 82 páginas, los profesores plantean que el eje de la política de Washington en Medio Oriente ha sido su inquebrantable apoyo a Israel, no siempre en beneficio de Estados Unidos. Su extraordinaria generosidad –3 mil millones de dólares anuales en asistencia externa, armas de última generación como cazas F-16, 32 resoluciones vetadas desde 1982 en el Consejo de Seguridad y una laxitud en el manejo de los territorios ocupados– podría ser comprensible si Israel tuviera un valor estratégico o moral para Estados Unidos; pero no es el caso, sobre todo con el fin de la Guerra Fría.
¿Entonces? Mearshimer y Walt no tienen duda, se trata del poder incontestado del lobby proisraelí, del que AIPAC sólo es la cabeza más visible, pero que cuenta con otros grupos como la Liga Antidifamación y está además asociado con cristianos evangélicos, neoconservadores (tanto judíos como gentiles), centros de reflexión como los institutos para la Política del Cercano Oriente, American Enterprise y Hudson, y hasta un comité que supervisa la “precisión” de los informes de prensa sobre esta región en conflicto que se distribuyen en Estados Unidos.
El lobby proisraelí por supuesto no es el único que condiciona políticas públicas en Estados Unidos. Por encima de él se ubica la poderosa Asociación Nacional del Rifle y le siguen otros grupos de presión, como el de las petroleras árabes del Golfo o el conjunto de instituciones y congresistas cubanos que desde la Florida busca derrocar al régimen de los Castro.
“Pero ninguno como el lobby pro Israel ha logrado convencer a Estados Unidos de que sus intereses son básicamente idénticos”, dicen los profesores universitarios, al grado de llevarlo a una guerra como la de Irak y al riesgo de otra igual con Irán.
Aunque el trabajo de Mearshimer y Walt fue criticado desde diferentes posiciones por “falta de rigor académico”, su mérito fue probar la real existencia de este lobby proisraelí, que reaccionó con virulencia poniendo en marcha los mecanismos de descrédito que los universitarios describían en su investigación. Muchos políticos estadunidenses han sido destruidos de esta manera, mientras que otros reciben jugosas aportaciones para sus campañas y proyectos, siempre y cuando coincidan con “la causa”.
Uno de los mejores ejemplos de cómo puede operar el lobby, se da nada menos que en la pareja de los Clinton. En 1993, cuando Rabin y Arafat firmaron los Acuerdos de Oslo, AIPAC los apoyó públicamente, pero buscó una manera sutil de socavarlos, y la encontró en el asunto de dónde debía estar ubicada la embajada de Estados Unidos en Israel.
A diferencia de la mayoría de los países, Washington tenía su embajada en Tel Aviv y no en Jerusalén, respetando su condición en disputa. Según los acuerdos, el estatuto final de la ciudad se empezaría a discutir en 1996, pero los activistas proisraelíes en el Congreso introdujeron en 1995 una iniciativa que proponía trasladar la embajada estadunidense a Jerusalén en menor tiempo. Rabin y Bill Clinton estaban en desacuerdo, porque sabían que esto irritaría a los árabes y entorpecería el proceso de paz; pero de eso se trataba. Con mayoría republicana, ambas Cámaras aprobaron la iniciativa.
Atrapado entre árabes e israelíes, Bill optó por la cláusula de exención, que impedía el traslado físico de la embajada, pero que lo obligaba a una revisión de la iniciativa cada seis meses. La presión sobre los Acuerdos de Oslo se volvió intensa y fue peor, cuando Hillary decidió buscar una curul en el Senado por Nueva York. Ansiosa por cortejar el importante voto judío, declaró a Jerusalén “la eterna e indivisible capital de Israel” e inclusive discutió con su oponente, Rick Lazio, sobre quién sería el más rápido en trasladar la embajada.
Al final, ésta nunca fue trasladada, pero “metió mucho ruido”, según dijo Dennis Ross, el principal negociador de Bill en los acuerdos, que a la postre quedaron estancados. Hillary, por su parte, llegó al Senado y, aunque declarativamente, apoyó la creación de un Estado palestino. A la hora de votar siempre lo hizo en consonancia con AIPAC. Se calcula que en su campaña recibió unos 80 mil dólares en dinero proisraelí. Otros conspicuos demócratas también se han visto beneficiados con estos fondos, entre ellos Nancy Pelosi, la actual presidenta de la Cámara de Representantes.
En cuanto a la relación de este poderoso lobby con Obama, los datos son contradictorios. Algunos señalan a AIPAC como la fuente de donde provino la insidiosa campaña que lo señalaba como “un musulman encubierto”, debido a su segundo nombre, Hussein, y a que se crió en Indonesia, el país con mayor población musulmana en el mundo. Pero otros aseguran que Barack habría sido captado desde años atrás por “cazatalentos” proisraelíes, y que una evidencia de ello sería la inclusión de Rahm Emmanuel y David Axelrod como su jefe de gabinete y de campaña, respectivamente.
Esto no prueba nada. Casi 80% de los poco más de 5 millones de judíos que viven en Estados Unidos votó por Obama y la mayoría no comulga con las posiciones de AIPAC. El político afroamericano, en cambio, ya ha sentido los embates de los activistas proisraelíes en varias ocasiones. Durante su campaña, fueron ellos los que más presionaron para que se distanciara de su pastor, Jeremiah Wright, por supuestamente apoyar terroristas, y le exigieron que condenara al “Islam radical” como la causa de los conflictos en Medio Oriente.
Ya como presidente, Obama tuvo que prescindir en 2009 de Charles Freeman, a quien había nombrado al frente del Consejo Nacional de Inteligencia. Diplomático, con amplia experiencia en Medio Oriente y en asuntos de seguridad, Freeman siempre criticó la agresiva política expansionista israelí, ya fuera vía asentamientos o campañas militares, y se pronunció contra la invasión de Irak, las amenazas a Irán y, en general, el manejo de toda la guerra contra el terrorismo. Las presiones en su contra fueron tales, que acabó por renunciar.
En la relación directa con Netanyahu, el saldo para Obama ha sido hasta ahora negativo. Tanto en la reunión de mayo del año pasado como en la que acaba de ocurrir, el israelí no dio un solo paso atrás en sus posturas y, al contrario, se dio el lujo de desafiar al gobierno estadunidense en pleno. Dado el recule declarativo de éste, es de inferirse que el activismo de las fuerzas duras que apoyan a Bibi en casa y en Estados Unidos, volvió a imponerse sobre la mayoría silenciosa.
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