Tomás D’Amico / Red Voltaire
Kurt Sonnenfeld es el único estadunidense que vive refugiado en Argentina. Estuvo preso en su país en 2003 bajo sospecha por la muerte de su mujer, pero la justicia lo declaró inocente. Unos meses después, vino a la ciudad costera de San Bernardo a descansar y acabó en Buenos Aires, donde conoció a Paula, su actual esposa y madre de sus mellizas de cuatro años, Scarlett y Natasha. Desde su partida de Estados Unidos, la embajada de ese país presentó cuatro pedidos de extradición que han sido rechazados por el Estado argentino. En 2004, la Organización Internacional de Policía Criminal (Interpol, por su acrónimo en inglés) lo encarceló ocho meses en el penal de Devoto, pero aquí también se determinó su inocencia.
Sin embargo, la historia de Sonnenfeld va más allá de la causa penal que se le ha abierto: trabajó ocho años para su gobierno y fue el único camarógrafo que filmó el lugar del desastre (Zona Cero) en Nueva York tras los atentados del 11 de septiembre de 2001. Como testigo directo, concluyó que la explicación oficial no condice con lo que en realidad vio. Debido a la importancia del material, el hombre nunca entregó los videos a las autoridades y, desde ese momento, vive perseguido por los servicios de inteligencia de su país.
Aquella mañana de 2001, Sonnenfeld dormía junto a su mujer Nancy, en su casa en Denver. Cinco minutos después del impacto del primer avión contra la Torre Norte del World Trade Center, lo despertó un llamado telefónico de su jefe.
“Me pidió que prendiera el televisor. Puse CNN y vi que un pequeño avión se había incrustado contra una de las Torres. Era un grave accidente, pero no sobrepasaba la capacidad del Estado para responder. Pero recuerdo que mi jefe me ordenó que fuera a Nueva York y me dijo ‘estamos siendo atacados’.
“La Agencia Federal para el Manejo de Emergencias (FEMA, por sus siglas en inglés) ya estaba en Nueva York porque había un simulacro de ataque terrorista preparado para el 12 de septiembre. Yo llegué dos días más tarde. Todo el perímetro estaba cerrado y la zona estaba repleta de carteles que prohibían el uso y la tenencia de cámaras de fotos o filmación. Desde el primer momento, se prohibió el ingreso a los medios de comunicación y mi trabajo era documentar y facilitar imágenes a la prensa. Había una especie de paranoia con las fotografías que se podían tomar en la Zona Cero; la excusa era que se trataba de una escena de crimen, pero yo fui testigo de cómo destruyeron y sacaron la evidencia. Nunca fueron a protegerla. No la necesitaban, porque a los pocos minutos del segundo impacto ya estaban acusando a Osama Bin Laden.
—Como testigo directo, ¿qué cosas le hicieron pensar que el gobierno tuvo responsabilidad en los atentados del 11 de septiembre?
—Primero hay que entender que estaba en un estado de shock. Nunca antes el país había sido atacado de esa manera. Aun así, hubo hechos inexplicables. Inicialmente, el llamado de mi jefe antes del segundo impacto fue algo sospechoso, porque hasta ese momento la televisión decía que se trataba de un accidente y la FEMA sólo actuaba cuando las autoridades locales se veían excedidas. Por otro lado, el World Trade Center estaba compuesto de siete edificios. Lo que sucedió en el número seis aún es un enigma. A la semana de llegar a la Zona Cero, logramos ingresar con miembros de las fuerzas especiales a los pisos subterráneos donde había una cámara de seguridad y, allí dentro, una bóveda. Fuimos los primeros en descubrir el lugar porque no había señales de otros grupos. La bóveda se abría mediante un teclado, pero la puerta ya estaba abierta. Todo estaba oscuro. Ingresamos con linternas a buscar sobrevivientes, pero el cuarto estaba vacío. Sólo encontramos polvo y una pared dañada. Y era imposible que no hubiera nada, porque desde el primer impacto se había cortado el tránsito y se había prohibió el acceso de vehículos. La bóveda tenía un tamaño de 15 por 15 metros, y para vaciarla se habría necesitado al menos un camión grande. Y tras el ataque, no hubieran podido entrar por el daño que sufrió el subterráneo. Es decir, sólo pudo haber sido vaciada con anterioridad.
—¿Qué explicación dio el gobierno?
—Al poco tiempo, la Oficina de la Aduana comunicó que toda la evidencia que había en la bóveda se había perdido. Pero algunos meses después desbarataron una banda de narcotraficantes colombianos y dijeron que había sido gracias a evidencia rescatada milagrosamente de la bóveda. Algo imposible, porque nosotros fuimos los primeros en ingresar. Con los años, me enteré que el fin de semana anterior a los atentados, todo el suministro eléctrico del World Trade Center fue suspendido, incluyendo las cámaras y sistemas de seguridad. Y se conoció que la empresa encargada de la seguridad era Securitech, y su director era Marvin Bush, hermano menor del presidente, y su primo Wirt Walker III.
—¿Qué otras cosas llamaron su atención?
—Según la versión oficial, las cuatro cajas negras se evaporaron por el impacto y el incendio. Es imposible que hayan sido totalmente destruidas. Yo tengo imágenes de fuselaje, ruedas, butacas, gomas, turbinas y muchas otras partes. Las cajas negras fueron construidas para soportar calor, presión debajo del agua y fuertes impactos de fuerza G. A mí me habían avisado que, en caso de la extracción de cajas, yo tenía que grabar ese momento. Una noche me llamaron desde la Zona Cero y sólo escuché “no, no, no”, y me cortaron. Llamé al número y una persona me contestó que se había equivocado, algo que me resultó extraño. Para mí, es poco creíble que no se hayan encontrado, lo mismo que en el Pentágono.
—Además de la caída de ambas torres, el edificio siete, que se hallaba fuera del perímetro del World Trade Center, se derrumbó siete horas más tarde. ¿Qué sabe al respecto?
—La manera en que cayó el edificio es el sueño de las demoliciones controladas. Se derrumbó en un bloque perfecto. Yo tengo imágenes de puestos de comida que estaban sobre la calle y que quedaron intactos. Se desplomaron todos los pisos al mismo tiempo, en sólo 6.5 segundos. Nunca antes en la historia se había caído un edificio de hierro o acero por causa de fuego, y ese día cayeron tres. Lo del edificio siete sólo se explica por una demolición controlada.
—¿Cuál es su teoría de lo que sucedió el 11 de septiembre?
—Por mi experiencia en la Zona Cero y teniendo en cuenta lo que pasó con el edificio siete, el gobierno estadunidense no sólo sabía del ataque y no hizo nada, sino que estoy en condiciones de decir que ayudaron a que sucediera. Ya son varios los integrantes de la Comisión Oficial sobre el 11 de septiembre que dicen que el reporte está repleto de mentiras. Es imposible creer la versión oficial; ya está desechada.
—¿Qué es lo que genera tanta insistencia de Estados Unidos por sus filmaciones?
—En primer lugar, porque no tienen idea de lo que grabé. Luego, temen que yo esté libre, de la situación embarazosa que les puede generar y del peligro que le supone a su política militar. Hace años que Estados Unidos está utilizando la lucha contra el terrorismo como una excusa para expandirse, y si el público en general comienza a darse cuenta que esta guerra ha sido manufacturada y deja de apoyar al gobierno, peligran sus negocios y sus planes a futuro.
Sonnenfeld cuenta que en la madrugada del 1 de enero de 2002, oyó un disparo mientras trabajaba en el estudio de su casa en Denver. Corrió a su habitación y encontró el cuerpo de su primera esposa, Nancy, en el suelo con la cabeza ensangrentada y un revólver a su lado. Relata que llamó al 911. A los pocos minutos, arribó la policía local y un grupo de paramédicos. Al ingresar en su domicilio, tres agentes lo apresaron y golpearon bajo sospecha de homicidio. Permaneció alrededor de siete meses encarcelado, pero la Corte de Colorado falló en su favor y determinó que su mujer se había suicidado. Cuando regresó a su hogar, constató que su computadora personal y muchas cintas de filmación le habían sido confiscadas sin autorización del juez.
—Usted denuncia que fue torturado en la cárcel estadunidense…
—Sí. Luego de apresarme, me llevaron a la celda, y mientras me ahorcaban y me pateaban los testículos, me pusieron una sustancia química en la nariz. Eso con los días empezó a quemar y el dolor se extendió hasta la garganta. Después, me pasaron a la celda de confinamiento, de 2 por 2 metros y sin luz. Fue en enero, en medio de las montañas y en la mitad del invierno. Estaba desnudo con un delantal de hospital y un colchón de vinilo. Había un agujero en el suelo que era el inodoro, pero el botón estaba fuera de la celda, y los guardias lo apretaban por diversión durante la noche para inundar el piso. Estuve 10 días en esa celda. Y gracias a que las quemaduras del líquido en la nariz me provocaron una infección, un vigilante llamó al enfermero y me sacaron de ahí. El hombre me explicó que la infección estaba cerca del cerebro y que podía causarme la muerte.
—¿Cómo logró guardar las cintas del World Trade Center?
—Mi sótano estaba lleno de ellas. Guardé las 29 cintas de GZ en una cajita de maquillaje, dentro del placard enorme que tenía en mi oficina. Estaba en un cesto repleto de piezas de cámaras y videos. Mis vecinos me avisaron que mucha gente ingresó a mi casa sin autorización del juez mientras yo estuve preso. Mi teoría es que buscaron rápidamente y se llevaron lo que encontraron: la computadora, cientos de cintas de trabajos anteriores y demás.
—¿Cómo fue que terminó en Argentina?
—Unos meses después de salir de prisión, mis padres y amigos me recomendaron irme un tiempo a descansar. Uno me dijo que unos parientes suyos tenían un departamento en la costa argentina. Así que decidí irme a San Bernardo por un mes. Salí de Estados Unidos como un hombre libre, con mi pasaporte, mi tarjeta de crédito, con una maleta y el pasaje de vuelta; nunca me escapé como un fugitivo. Aquí conocí a Paula y tuve que empezar una nueva vida.
Luego de una primera reunión de reconocimiento en un bar escondido en una laberíntica galería de la Capital Federal, la pareja acepta realizar la entrevista en su hogar. La mujer confiesa que la ubicación de dicho encuentro responde a su conocimiento del lugar en caso de una emboscada. Lejos de lo que se podría suponer, la familia vive en una humilde casa en el barrio porteño de Barracas. Una garita blindada de color amarillo está plantada en la esquina y vigila los movimientos de la cuadra. El ingreso no presenta mayores dificultades que el incómodo ruido de las múltiples cerraduras y los dos perros que surgen inmediatamente del interior.
El camino hacia el comedor está adornado con fotografías de la familia en distintos lugares de la ciudad. Las marcas de crayón en las paredes, dos globos rosas en el suelo y una bandana turquesa apoyada sobre un sillón revelan la inevitable presencia de las niñas. La pareja comenta que hace pocas semanas decidió reforzar las puertas y ventanas porque el pasado 11 de septiembre, mientras eran entrevistados por dos periodistas en su terraza, un coche con dos personas abordo se detuvo y tomó fotografías de la fachada, la garita y los ingresos. Agregan que, a los pocos días, hicieron la denuncia y redactaron una carta a la prensa en la que advirtieron su temor a un secuestro relámpago.
—¿Cómo se dio su detención aquí?
—En 2004, ofrecí mostrar parte de mis filmaciones a un canal de televisión argentino y me plantearon hacer un programa especial por el tercer aniversario de los atentados. Justo unos días antes de que saliera al aire, aproximadamente 10 agentes de la Interpol llegaron a mi casa con una orden de captura y un documento de dos páginas de la embajada de Estados Unidos que aclaraba que todas mis posesiones, documentos e imágenes serían secuestradas y remitidas a Estados Unidos de forma inmediata. El argumento que nos dieron fue que dos presos habían declarado en mi contra. Lo cierto es que a cambio de lo que hicieron, la justicia les redujo la condena.
—¿Nunca pensó en abandonar su lucha?
—Ése fue el momento más bajo en mi vida: había sido acusado falsamente otra vez y encarcelado dos veces en distintos países. Me habían torturado en Estados Unidos, mi casa había sido confiscada y mi reputación, destruida. Además, estando en Devoto, la embajada estadunidense liberó un rumor de que tanto Paula como yo éramos agentes de la agencia antidrogas estadunidense. Y yo estaba en un pabellón donde el 90 por ciento de las personas habían sido detenidas por algún crimen relacionado con el narcotráfico. Fue un intento de que me mataran en la cárcel. Además, en ese tiempo Paula estaba embarazada; a los cinco meses lo perdimos. Ahí no quise seguir más, quise abandonarlo todo. Pero Paula, que es una gladiadora, siguió luchando y se reunió con el premio nobel de la paz Adolfo Pérez Esquivel y con organizaciones de derechos humanos para hacer pública mi situación. A los siete meses, el juez Daniel Rafecas rechazó la extradición alegando que existían sombras en el caso y que, por lo tanto, en Estados Unidos no recibiría un juicio justo. También porque la justicia argentina no acepta la mera aplicación de la pena de muerte, que es la condena que me espera en mi país si me declaran culpable.
—¿Por qué considera que vive perseguido?
—Bueno. Esto empezó en Estados Unidos. Cuando quedé libre y regresé a mi casa, noté que alguien había violado el sistema de seguridad y que las puertas habían sido forzadas. Lo mismo sucedió cuando me mudé unos meses a una casa en medio de la montaña, a dos horas de allí, donde la entrada también había sido violentada.
“Ya viviendo en Argentina, comprobamos que la línea telefónica estaba intervenida. Recibimos llamadas por teléfono con amenazas y mensajes de texto: “Deja las cosas como están y quizá tengas una vida”. Tenemos seguimientos constantes cuando salimos a la calle y hace un tiempo que nos roban la basura.”
Hasta el momento, el hombre cuenta con el refugio provisorio expedido por la Comisión Nacional de Refugiados. Sonnenfeld explica que, en su condición actual, es imposible tramitar el documento de identidad. De esta manera, comenta lo difícil que resulta conseguir un empleo, ser atendido en un hospital ante un problema de salud o la incertidumbre frente a la detención de un control policial. En respuesta, el pasado 25 de agosto recabó firmas en Plaza de Mayo para que el Estado argentino le ceda el asilo político definitivo.
—¿Qué le sucedió cuando supo que la justicia argentina otorgó el refugio político al chileno Sergio Apablaza Guerra?
—Mi primera reacción fue que si le dieron el asilo a él, ¿por qué no me lo dan a mí? Es positivo, porque la base del rechazo a la extradición fue que en Chile no recibiría un juicio justo y porque tiene mujer e hijos argentinos. Yo cumplo ambas condiciones. Nosotros pedimos el mismo tratamiento que dieron a Apablaza Guerra. No puede suceder que por ser estadunidense, las cosas sean más difíciles.
—Mucha gente pide que sus imágenes de la Zona Cero sean liberadas al público. ¿Qué piensa hacer con el material?
—Hace años que estoy entregando mis imágenes a la prensa seria y a investigadores independientes para que puedan trabajar con ellas. Si no hubiera documentales en marcha, ya lo hubiera puesto en internet. Hay una presión muy grande de la gente que me pide que libere todo, porque confían que me va a dar mayor protección. Yo estoy de acuerdo y ésa siempre fue mi intención. Sólo que pienso en cuál sería la manera más efectiva, y considero que, hasta el momento, lo mejor es un documental realizado por especialistas que expliquen cada imagen. Por otra parte, hay que pensar también en las limitaciones técnicas, económicas y de tiempo que enfrento continuamente junto a mi familia. Al mismo tiempo que peleamos contra la maquinaria destructiva de Estados Unidos, intentamos llevar adelante una vida con los problemas comunes de todas las personas.
—¿Cuál fue la cobertura de los medios de comunicación sobre su caso?
—En Estados Unidos, continúan culpándome y me acusan de drogadicto y alcohólico. Yo trabajaba 40 semanas al año en una ciudad distinta cada semana; estuve en laboratorios, búnkeres de alta seguridad y lugares secretos del gobierno estadunidense. Tuve un trabajo de suma responsabilidad y tenían mucha confianza en mí como para que fuera un drogadicto. Es una estrategia para deshumanizar y desacreditarme. El método que utilizan conmigo es el mismo que usaron para atacar a Irak: presentar documentos fraudulentos y deshumanizar al enemigo.
—¿Cómo analiza su situación a futuro?
—No tengo idea. Cada día es como vivir con una enfermedad terminal: no se sabe si vas a vivir 30 años más o si al día siguiente te van a atacar y vas a morir. Confío en el gobierno y en la justicia, que hasta este punto me han defendido. Reconocieron que sufro una persecución y que los cargos contra mí son injustos. Desconfío del manejo y los movimientos que hace y seguirá haciendo Estados Unidos, y sí me pregunto qué tan agresivos serán en el futuro.
—¿Cómo analiza el presente de la administración de Obama en torno a usted?
—Yo tenía muchas esperanzas de que hubiera un cambio, una transformación cultural. Pero, en realidad, la política sigue igual. Guantánamo sigue funcionando, las guerras en Afganistán e Irak continúan y en este momento hay otra secreta en Pakistán. Las cárceles clandestinas en Europa todavía funcionan y lentamente están militarizando Suramérica. Obama no quiere enjuiciar a las autoridades que torturaron en Irak y tampoco quiere reabrir la investigación por el 11 de septiembre. La política estadunidense es un tren que cambió de conductor, pero que continúa por las mismas vías.
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