El Poder Legislativo, llámese Parlamento o Congreso, en cualquier Estado moderno de derecho, es significativo de sistema de partidos políticos o política partidaria. En ningún momento de la historia fue el Legislativo la reunión de los sabios que dictaban a un país sus leyes. Decir vida parlamentaria es decir lucha de partidos y decir leyes es decir acuerdos y consensos entre partidos. Nunca ha sido de otra manera desde que en los siglos XVII y XVIII empezaron a consolidarse los Estados de derecho legislado. Lamentarse de que los diputados o parlamentarios o congresistas, muchas veces, no aprueben con celeridad las leyes que la sociedad necesita es no entender la naturaleza del Poder Legislativo.
Sucede que cada ley debe aprobarse mediante un debate que gane la mayoría de los representantes y, eso, infinidad de veces, se vuelve extremadamente difícil. Toda ley es siempre un acuerdo sobre determinada materia que, para ser aprobada, debe ser consensada entre los parlamentarios y éstos no son neutrales en ningún caso. Se deben a determinados intereses, luchan por ellos y ceden o aprueban sólo cuando ven una solución al problema a que está dedicada la ley en discusión y se adapta a sus exigencias. No puede ser de otra manera. Legislar quiere decir poner de acuerdo a los múltiples intereses que se mueven en la vida social.
No hay parlamento en el mundo, desde luego, que no sea una olla de grillos y lo que tienen que hacer los jefes del Ejecutivo, sean primeros ministros o presidentes, es fajarse con su parlamento y convencerlo de que apruebe sus propuestas como él quiere y en los términos que desea. Para los panistas es una tragedia encontrarse de pronto con el Ejecutivo en sus manos y no contar con un Congreso obsequioso a sus deseos. En lugar de aprender el arte de la negociación y nombrar secretarios de Gobernación que sepan tratar con los partidos y sus grupos parlamentarios, se la pasan disparando ocurrencias sobre el mal funcionamiento del Legislativo. No es otra cosa lo que hace Calderón con su iniciativa.
De entrada, por estar conjugados en el Congreso, para él la desgracia del país son los partidos políticos. Después de dos días de palizas que se llevó en el foro del Senado, nos sale con que quienes critican sus propuestas están a favor de las “maquinarias partidistas” y “en contra de los ciudadanos”. Todo contra los partidos. Comenzando por su sugerencia de excluir a cualquier partido que no obtenga 4 por ciento de la votación en cada elección. No creo que sea estar en favor de los ciudadanos si se limitan sus opciones de elegir. Ya hoy se restringe la creación de nuevos partidos, imponiendo que sea cada seis años y no entre elecciones.
Es también en ese sentido su propuesta de reducir a 400 (de los 500 de hoy) los diputados integrantes de la Cámara baja. ¿Por qué menos diputados? Pues la única explicación plausible es que sale más barato. Con su propuesta de aceptar las candidaturas independientes para los puestos de elección popular, en apariencia, se abren los puestos de representación a la ciudadanía y se limita la dictadura malsana de los partidos. Las candidaturas independientes, en todos lados, han sido fenómenos pasajeros y sin ninguna incidencia en los sistemas electorales; excepto, por supuesto, que sirven sólo para poner en evidencia la ineptitud de o el rechazo a los partidos. Ya José Woldemberg ha señalado agudamente que no hay candidatura independiente que no cree un partido, por efímero que sea.
Todas son sólo propuestas engañabobos y, en particular, las que buscan someter al Congreso a las exigencias y a los tiempos del Ejecutivo. Dos llaman la atención: lo que se ha dado en bautizar como “veto parcial” y la otra es la llamada “afirmativa ficta”. No se a quién se le habrá ocurrido ese binomio de idioteces ridículas, pero tiene que analizarse.
La primera tiene que ver con dos etapas (que en realidad son una sola) del proceso legislativo y que son la promulgación y la publicación de las leyes y que son tarea del Ejecutivo. Promulgar quiere decir hacer saber (el titular del Ejecutivo hace saber a la nación, al país o a sus habitantes que ha recibido una ley aprobada por el Congreso). Publicar es una precisión al acto de promulgar y consiste en dar a conocer por escrito en un órgano especial (entre nosotros el Diario Oficial de la Federación o los semanarios o gacetas de los Estados). Ambos actos formales sólo se pueden dar cuando una ley ha sido aprobada en su totalidad por el Congreso y sólo en casos muy excepcionales se dan por aprobación parcial de la ley y por indicación del Congreso. Es excepción, no regla.
Calderón propone que cuando se tarde más de 20 días hábiles en aprobar por parte de una de las Cámaras una ley que nace de una iniciativa presidencial, el Ejecutivo promulgará el proyecto que tendrá carácter de ley si el propio Ejecutivo no la hubiera objetado por medio de observaciones. Es algo insólito: antes de que el Congreso haga su tarea, el presidente hace obligatorias sus propuestas de ley mediante su atípica promulgación. No se por qué a esto se le llama “veto parcial”. En realidad lo que se da es una usurpación de las atribuciones constitucionales del poder encargado de hacer las leyes.
La llamada “afirmativa ficta” se refiere a una situación de verdad excepcional y proviene del derecho privado. No tiene nada que ver con el derecho público y menos con la precisión que debe darse en los procesos legislativos. Es una aprobación de facto o automática de una propuesta a la que no se da respuesta pronta o no se da respuesta alguna por una de las partes. Calderón propone que el Ejecutivo, en cada primer periodo de sesiones del Congreso, quede facultado para presentar lo que llama dos iniciativas “con carácter preferente”. Consiste en que esas iniciativas se dictaminen en comisiones y se voten en pleno por ambas cámaras en dicho periodo. Si no se aprueban, el Ejecutivo las considerará aprobadas y las promulgará. Como se ve, si el Congreso no cumple con su deber, en su lugar lo hará el presidente en su nueva investidura de legislador.
Calderón también propone que cuando el Congreso no apruebe una iniciativa suya que verse sobre reformas a la Constitución, “se podrá convocar a referéndum”. Quien lo hará, por supuesto, será el propio presidente. Bonita democracia tendríamos con un presidente inepto y autoritario dotado del poder de convocar al pueblo para que apruebe sus ocurrencias. Ningún poder del Estado tiene los recursos del Ejecutivo y habrá que imaginar, en esas circunstancias, lo que serían capaces de hacer el dinero privado y las televisoras. ¿Para qué necesitamos de un Congreso y a los partidos representados en él, si un presidente legislador puede muy bien hacer a menos de ellos?
¡No es la política, es el Estado!
El Fondo Monetario Internacional elevó sus predicciones sobre el crecimiento mundial y de México para 2010, de 3.1 a 3.9 por ciento y de 3.3 a 4.0 por ciento, respectivamente. A la vez, su director, Dominque Strauss-Kahn, mantuvo su cautela y advirtió que los países arriesgan su recuperación si retiran demasiado pronto las medidas de estímulo. Los festejos del mundo financiero se quedan en el frío y su prometida vuelta a la normalidad de antes en manos de sus deslustrados oráculos.
La noticia alcista sobre nuestro crecimiento se ve empañada por otras sobre la precariedad y mala calidad del empleo: 35 por ciento de los trabajadores con contrato laboral ganan dos salarios mínimos o menos, y 45 por ciento de los asalariados no tuvieron prestaciones básicas al tercer trimestre de 2009. El México de la inseguridad se desparrama de lo laboral a lo criminal y define la perspectiva de la nación, sumida en un pozo de autoengaño que algunos quieren convertir en autodestrucción.
México se ha convertido en una sociedad de ingresos malos e insuficientes para aspirar a una vida buena. Sólo los núcleos de ingresos medio altos buscan motivos para la complacencia, pero hasta los gurúes que aspiran a guiarlos a la Tierra Prometida en inglés saben que la situación que describen las estadísticas traza horizontes desastrosos para todos. Para qué hablar de los meros ricos, cuyas escoltas les recuerdan a diario que son humanos y mortales.
Un cuadro de esta gravedad no puede exorcizarse con reformas políticas al gusto de quién sabe qué grupo de neopolitólogos. Tampoco superar sus efectos sobre la vida cotidiana mediante el juego de cifras y cálculos “novedosos” que le permiten a algún loro radiofónico decir que no es para tanto.
Sí es, y es para asustarse, el grado de desprotección, penuria e indigencia que sufren los mexicanos cuyos ingresos no sirven para alimentarse, mucho menos al mercado interno. La enésima guerra desatada por el gobierno, ahora contra la obesidad y la mala dieta, debería empezar por reconocer que en el país hay hambre por la mañana y por la noche y que es esa hambre la que lleva al que la sufre a recurrir a lo peor de la oferta para engañar al estómago.
Hace años, los estudiosos de las necesidades básicas, como Hernández Laos o Boltvinik, advirtieron sobre la mancha que se cernía sobre la moderna cuestión social mexicana: no era tanto la falta absoluta de abasto sino la pésima distribución del ingreso, y también el acaparamiento criminal de bienes básicos, los que explicaban la insuficiencia nutricional de los mexicanos. Ahora, al panorama distributivo que nos ha vuelto impresentables ante el mundo, salvo cuando se viaja de invierno a Davos, hay que añadir problemas serios, en vías de agravarse, sobre la capacidad productiva nacional de bienes esenciales.
Es cierto que esta desatención contumaz de asuntos fundamentales como los mencionados sólo puede entenderse por la mala manera de hacer política en que ha desembocado nuestra democracia apenas estrenada. Y, sin duda, parece cierto también que el Ejecutivo vive bajo un toma y daca inclemente que expresa una pluralidad silvestre, acentuada por la ineptitud del partido gobernante.
Es decir que, en efecto, México encara un agudo problema económico y social que no se puede pretender superar desde la política, como se hace en casi todas partes, porque ésta no funciona, está sometida a un empate casi catastrófico, y mantiene en hibernación cualquier iniciativa del gobierno que buscara intervenir eficazmente en el embrollo económico y el pantano social que amenazan la vida social.
Sin embargo, no es aquí donde radica el corazón de la trama mexicana al actual. Con todas las reformas modernizadoras de la política que pueda imaginarse, no lograremos convertir al gobierno en una máquina eficiente de producir y hacer políticas económicas y sociales. Si algo se consiguió en estos lustros de mercaderes, fue despojar al Estado de esas vocaciones y reflejos.
De aquí la urgencia de repensar la secuencia de las reformas propuestas por el presidente Calderón, antes de que su intemperancia las echara por la borda, y darle al reformismo político otra dimensión y otro rumbo.
No es cuestión de sustituirlas por otras relativas a la economía y la sociedad, sino de devolverle a la política la dimensión creativa de que hablaran Mariátegui o Azaña. Pero para eso, es indispensable plantearse primero el qué para luego entrarle a los cómos, y no al revés como lo hicieron Calderón y sus exegetas.
Lo que está sobre nosotros es la tentación de seguir como vamos, de miscelánea en miscelánea, fiscal o política según el humor del personaje, de rebanada en rebanada, hasta que la desesperación popular nos despierte y muestre con furia el fin del salami y de los placebos para edulcorar su agotamiento. Lo quiera o no, la propuesta de y las respuestas a Calderón nos llevan en esa dirección, de fuga en fuga, hasta que no quede territorio por recorrer y el abismo se vuelva horizonte.
Para ir al corazón de la política autodestructiva en que México se embarcó hay que ir al Estado y asumir que ha sido vaciado de objetivos y llenado de instrumentos destinados a impedirnos pensar en lo fundamental, a condenarnos al presente continuo que el presidente descubre en la Montaña Mágica cada año.
De esta verdad habrá que saltar a la que sigue, no menos dura: “una sociedad”, decía Azaña, “aunque con desventura, puede pasarse sin grandes artistas pero no se puede pasar sin dirección política”. Esto no se compra en Wal-Mart, ni se construye opacando al IFAI; mucho menos poniendo a la Procuraduría al servicio de la sacristía.
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