Miles de jornaleros argentinos trabajan sin la seguridad de que se les pague y casi sin ningún tipo de derechos. Grandes empresas agropecuarias mantienen a familias enteras en condiciones de servidumbre idénticas a las de finales del siglo XIX.
Darío Aranda / Página 12 / IPS-Voces de la Tierra
Buenos Aires, Argentina. “El estado de los obreros en el ingenio es mísero y desastroso; la explotación, inicua, y el trabajo, brutal. (…) He visto en todo el interior la explotación. (…) El trabajo de la mujer y del niño se explotan con igual intensidad en Cuyo que en el resto de la república, y acaso más en la época de cosecha”.
Fechada el 30 de abril de 1904, escrita por Juan Bialet Massé, la frase pertenece al histórico informe sobre el estado de las clases obreras argentinas, identificado como el primer compendio de la situación de los trabajadores de Argentina.
A 107 años de aquella investigación, en el campo argentino se repiten las escenas de explotación laboral, jornadas de trabajo de hasta 16 horas, pagas mínimas, ausencia de día de descanso, amenazas y maltratos, alimentación escasa, personas obligadas a vivir en taperas (habitaciones ruinosas) o bajo plásticos.
Asociaciones campesinas, organizaciones no gubernamentales y académicos coinciden: el trabajo rural en situaciones de explotación está presente en todas las latitudes de Argentina y es una práctica generalizada.
De sol a sol, es la característica del trabajo en el campo. Y la cosecha de uva no es la excepción. Mendoza tiene tradición en vinos y también en explotación laboral; trabaja toda la familia. Mujeres y niños cortan los racimos y ayudan en el llenado de un tacho rectangular de 20 litros. Los hombres “tachan”, que implica el cargado del recipiente y la descarga en camiones. Por cada tacho les dan una ficha (que vale aproximadamente 1 peso, unos 25 centavos de dólar), que la familia acumula hasta el sábado, día –si no hay despido previo– de cobro.
En un día muy bueno (los menos), se pueden reunir 150 fichas, pero también pueden ser 50, por el trabajo de toda la familia. También es común que la ficha sea moneda de cambio en las proveedurías de la finca o los almacenes del pueblo, siempre a menor valor que si fuera dinero efectivo.
“Los cosechadores son llevados en camiones a las fincas como vacas. Y en muchos casos, los trabajadores golondrina están en carpas tipo circo donde duermen todos amontonados; cocinan con fuego al aire libre, sin luz, y el agua se las venden. Acá los calores son mortales, lo que le agrega un condimento extra. Los baños no existen. La paga es una miseria, sólo para sobrevivir”, explica Diego Montón, de la Unión de Trabajadores Rurales Sin Tierra, organización que practica el trabajo cooperativo, alimentos libres de agroquímicos y el comercio justo. Un ejemplo es su vino Campesino, libre de explotación laboral.
También en Mendoza, idéntica explotación padecen los trabajadores del ajo, que son obligados a inscribirse como monotributistas para falsas cooperativas y soportan condiciones de explotación, insalubridad, hacinamiento y trabajo infantil.
En noviembre de 2008, un grupo de trabajadores se rebeló y comenzó una manifestación en el frente de la empresa, en el departamento de Maipú.
Denunciaron la explotación en sus tres eslabones: siembra, cosecha y empaque. Sobrevino la represión policial y, producto de las heridas, murió el trabajador Juan Carlos Erazo.
“Siempre nos explotaron, trabajamos hasta 16 horas. Pero ya era mucho. Nos animamos y dijimos ‘¡basta!’. Nos costó amenazas, golpes y la muerte de un compañero. El sindicato y el gobierno nos dejaron solos, pero salimos adelante”, relata Fabián Bravo, presidente de la Cooperativa Irigoyen e integrante del flamante Sindicato de Trabajadores del Ajo y Afines.
En las falsas cooperativas, la jornada arranca a las 06:00 horas, media hora de descanso al mediodía y trabajar hasta la medianoche. El cosechador nunca obtiene más de 60 pesos por día; los baños no existen y el agua escasea.
“Todo es explotación. Desde lo que se paga al pequeño productor por la cosecha hasta lo que toca al trabajador. Nosotros, en autogestión, cobramos el doble y también pagamos el doble a los pequeños productores”, remarca, orgulloso, Bravo.
La producción de frutas en Río Negro tiene tradición en mano de obra temporaria. La gran mayoría de trabajadores llega desde el Norte del país. Incluso el gobierno tucumano tiene un convenio con Río Negro para “facilitar” jornaleros.
Desde la Dirección de Programas Especiales de la Secretaría del Trabajo de Tucumán, se paga los micros que trasladan aproximadamente a 16 mil trabajadores, de un total de 25 mil que, según cifras oficiales, migran por temporada.
La primera quincena de enero los envían a Río Negro (unas 11 mil personas). El resto migra a Mendoza, San Juan y La Rioja. “Todos en blanco”, se apuran a aclarar en las gacetillas oficiales, donde se reconoce que se moviliza a familias enteras.
Escasean las estadísticas referidas al trabajo rural. Según la Unión Argentina de Trabajadores Rurales y Estibadores (Uatre) de Río Negro, sólo en las chacras de San Patricio del Chañar, a 55 kilómetros al Norte de la capital provincial, cada año llegan 4 mil personas para las cosechas de manzana, pera y cereza.
El gobierno nacional asegura que, en el campo, el “trabajo no registrado” es del 50 por ciento, con base en el Censo Nacional de 2001, la Encuesta permanente de hogares 2010 y el Sistema Integrado Previsional Argentino –donde están registrados 400 mil trabajadores rurales–. Pero la Uatre maneja otras cifras: 800 mil trabajadores registrados y 700 mil “en negro”.
En Río Negro, las denuncias se repiten cada año. En enero de 2010, los diarios provinciales volvieron a poner (como todos los años en época de cosecha) denuncias. Cientos de trabajadores estaban hacinados en un galpón de la localidad de Lamarque. Les habían ofrecido 81 pesos por día y vivienda.
En cambio les daban 30 pesos y un tinglado superpoblado. La mitad de los trabajadores dormía sobre el piso. Si alguien reclamaba, en el predio había policías de la provincia que amenazaban con reprimir.
En diciembre, volvieron a repetirse las denuncias en la localidad de Choele Choel. Los trabajadores no podían salir de las chacras y sólo podían pedir ayuda por mensaje de texto. Se repetían las condiciones de trabajo y alojamiento, les pagaban menos de lo pautado y cobraban los alimentos a precios altos.
Patagonia y Misiones tienen similitudes
“Parte grande de la riqueza de la provincia sale de nuestras manos y espaldas castigadas. Es lo mismo desde mis abuelos”, afirma Sonia Lemos, de 30 años, delegada del Sindicato de Tareferos de Misiones, nacido hace dos años para luchar por los derechos del eslabón más débil de una industria millonaria.
La tarea consiste en podar la planta y separar la hoja del palo. Se acumula sobre plásticos abiertos como mantel, donde se amontona la yerba. Luego se unen las puntas y forman una gran bolsa: el “raído”. Trabaja toda la familia; cada raído se lo pagan a 13 pesos.
“Con mucha suerte, cuatro raídos hacemos. Pero hay veces que sólo dos”, explica Lemos. Es decir, por día de trabajo obtienen entre 26 y 52 pesos.
“No queremos que ningún hijo nuestro muera más de hambre en Misiones”, reclamaron los mismos tareferos en noviembre pasado cuando llegaron hasta Buenos Aires para denunciar la explotación laboral, salarial y la criminalización que padecen por denunciar.
Ante el abandono de la Uatre, se organizaron para enfrentar la explotación de largas jornadas de trabajo, paga escasa y la condena a un círculo de pobreza.
El objetivo era visibilizar la situación, que ya había cobrado la muerte de dos niños por desnutrición.
“Nos duele reconocer que el hambre está instalada en nuestras casas desde hace mucho tiempo y que se ha convertido en uno de los dolores más difíciles de enfrentar, porque con ella no se puede pensar, no se puede trabajar. De hambre nos estamos enfermando y muriendo”, denunciaron y se movilizaron hasta el Obelisco porteño con una consigna que interpelaba en busca de solidaridad: “Que el placer de tomar mate no siga descansando sobre la esclavitud de los tareferos”.
No los recibió ningún funcionario. Ni siquiera lograron que la Administración Nacional de la Seguridad Social cumpliera con la devolución de las asignaciones familiares retenidas arbitrariamente. Volvieron con las manos vacías.
“Siempre nos explotaron, pero ahora estamos organizados. No es fácil, pero en eso estamos. Éramos sólo 20, ahora ya somos 300. Será largo. Ya no creemos en los contratistas ni políticos. Haremos valer nuestros derechos”, advierte la delegada gremial Lemos.
Guillermo Neiman, sociólogo e investigador del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas y coordinador académico de la maestría en estudios sociales agrarios de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, resume: “La cadena de complicidades incluye a los empresarios, intermediarios, sindicatos y al Estado”.
Afirma que el “trabajo precario” rural es tan histórico como generalizado, y cuestiona a los empresarios agrarios: “Por el nivel de rentabilidad del agro actual, no se entiende que sigan manteniendo el trabajo precario. No se justifica de ninguna manera, desde una lógica de rentabilidad, que los salarios sean tan bajos y que permanezca el trabajo en negro”.
Denuncia que para el campo no hay estadísticas actualizadas. Reconoce que deben manejarse con el entrecruce del Censo Nacional 2001 y el Censo Agropecuario de 2002, que es contestado por los patrones, no por los trabajadores.
La Encuesta permanente de hogares se realiza en ciudades, por lo cual vuelve a quedar fuera el sector rural. “Hay personas que no quieren que se conozca la realidad rural, donde no hay dudas de que la pobreza y la desocupación son superiores a la publicitada, que siempre es una proyección de lo urbano”, afirma.
Neiman explica que la explotación laboral no se da sólo en el trabajador golondrina, sino también en el permanente, aunque siempre es mayor en los trabajos estacionales, donde se requiere mano de obra intensiva por época. “Los controles son insuficientes. Es necesaria una participación activa del Estado; es el único que puede modificar el trabajo rural precario”, insta a actuar.
Diego Domínguez, sociólogo e investigador del Instituto Gino Germani de la Universidad de Buenos Aires, no naturaliza ni resta importancia a la explotación laboral en el campo, pero encuentra una coherencia histórica en la clase dirigente: “Argentina se elevó como nación sobre la esclavitud encubierta de los gauchos y los indígenas. Entonces hoy no sorprende que, bajo el discurso de un agro exitoso, hombres, mujeres y niños padezcan la peor explotación. Es una continuidad histórica”.
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