Lorenzo Meyer, académico del Colmex, y voz autorizada entre los intelectuales de la izquierda mexicana, define en este largo artículo las inequitativas condiciones
de un proceso electoral donde la desigualad marcó el voto. La lealtad
de los pobres ante un partido, el PRI, que sabe manejar el intercambio de voto por despensa y dinero y las redes de la Telecracia definen unos comicios donde el voto libre y secreto no es norma para todos.
El tiempo postelectoral / Lorenzo Meyer.
Paul
Krugman, premio Nobel de economía, asegura que la próxima elección
presidencial en Estados Unidos -una entre el republicano y millonario
Mitt Romney y el demócrata y actual presidente Barack Obama- es una
lucha entre los intereses de los ricos y los del resto del país (The
New York Times, 15 de julio). Lo mismo sucede con la elección que
acabamos de tener en México. En los discursos del PRI o del PAN la
contienda nunca se puso en esos términos -tampoco en el discurso
republicano en Estados Unidos-, pero como en el país del norte, las
plataformas de PRI y PAN -en particular sus propuestas de reformas
energética, fiscal y laboral- implican, básicamente, reforzar el
arreglo en que se sostiene la actual desigualdad social.
Lo
irónico de nuestra elección es que una buena parte de los votos a
favor del PRI se dieron en regiones que se caracterizan por su bajo
nivel de desarrollo. Por eso lo que hoy se discute es esa
contradicción, ¿cómo explicar que en una buena parte de las zonas donde se encuentran los menos favorecidos se votase fuerte por el PRI,
un partido bajo cuya dirección adquirió forma el actual sistema social
mexicano, que se caracteriza, entre otras cosas, por su desigualdad y
que a la pobreza no busca combatirla sino administrarla?
Legitimidad.
Frente
a quienes cuestionan su triunfo del 1o. de julio, Enrique Peña Nieto
sostiene que éste es legal y legítimo (La Jornada, 13 de julio). Con
relación a la legalidad es probable que, como en 2006, el TEPJF declare
válido el proceso. La legitimidad es otra cosa: otorgarla o no es algo
que no corresponde a los tribunales sino al ciudadano y no se puede
conferir por mandato. Depende de cada individuo el darla o negarla.
En política, legitimidad implica que la aquiescencia del súbdito o ciudadano con relación a los ocupantes de los cargos de autoridad
depende de que ese súbdito o ciudadano esté o no convencido de que
aquel que detenta un cargo público, en especial el más importante -el
monarca, primer ministro o presidente- tiene derecho al puesto, a sus
privilegios y responsabilidades. Si el individuo de a pie llegara a
considerar que quienes ejercen la autoridad no tienen derecho a ello, es
posible que de todas formas tenga que resignarse y someterse, pero lo
hará sin convicción, porque sabe que de resistirse la autoridad
empleará los medios de coerción de que dispone el Estado para imponer
su voluntad y que, en ese caso, el precio del desacato será alto.
Ninguna estructura de autoridad puede imponerse por largo tiempo si sólo depende de su capacidad de coerción,
le es indispensable que la mayoría le considere con visos de
legitimidad. En una democracia, la fuente básica de esa creencia son las
elecciones. Y para que una elección genere el máximo de legitimidad,
es necesario que el vencido acepte que perdió en buena lid. El rechazo
del vencido a levantarle la mano al vencedor pudiera no ser un gran
problema si aquel representa a una minoría marginal y sin medios para
hacer sentir su oposición. Sin embargo, si los inconformes son
capaces de movilizar recursos y mover conciencias entonces el proceso
político se vuelve accidentado, disfuncional.
Recursos inaceptables.
El
Grupo Financiero Monex sostiene que es una institución financiera
honorable (Reforma, 15 de julio). Su director dice no ser responsable
de que tarjetas de débito emitidas por su banco hayan ido a parar a
manos de operadores del PRI en vísperas de la elección presidencial. La
credibilidad no es hoy el fuerte de los banqueros aquí, en Estados
Unidos, España o Inglaterra, pero aceptando sin conceder lo que dice Monex,
se debe aclarar cómo recibió depósitos millonarios de empresas cuyo
domicilio no corresponde al declarado o tienen actividades que no
requieren de esas tarjetas (los datos a ser dilucidados fueron
expuestos en el noticiero de Carmen Aristegui del 13 de julio y en
Reforma, 14 de julio). Las tarjetas de Soriana y otras en los estados
también demandan explicación, pues su proliferación da pie a las
acusaciones de que esos plásticos sirvieron al PRI para una compra
masiva de votos en zonas populares. En internet circulan videos que
muestran, inmediatamente después de la elección, a multitudes haciendo
efectivas sus tarjetas en supermercados. Los jóvenes del movimiento
#YoSoy132 basan parte de su rechazo a Peña Nieto en esa supuesta compra
masiva de votos.
Hace
más de 70 años una observadora de la diversidad cultural de México,
Lesley Byrd Simpson, argumentó que para entender a nuestro país había
que partir de un supuesto: que la geografía mexicana albergaba a varios
Méxicos (Many Mexicos, Nueva York: Putnam, 1941). Setenta y un años
más tarde esa observación sigue siendo válida; el correr del tiempo no
ha llevado a que la histórica desigualdad social mexicana aminore sino a
que se afirme y sigamos, como sociedad, muy alejados de una cierta
homogeneidad. En la pasada jornada electoral, se volvió a ver
que el derecho al voto se ejerce de manera diferente dependiendo del
México que se trate.
El
país de las élites económicas vota en privado antes y después de la
elección, presionando al nivel más alto de la estructura política en
favor de su candidato (véanse las observaciones de un testigo
privilegiado en torno a este tema en la elección de 1988: el ex
secretario de Gobernación Manuel Bartlett, La Jornada, 15 de julio). En
el México de las clases medias urbanas ya se disfruta de un voto más o
menos libre aunque muy influido por una televisión monopólica y
sesgada. Es en el México de la pobreza donde se encuentra el terreno más fértil para que influya en la preferencia política esa
televisión sesgada ya que es casi la única fuente de información y
donde también se pueden intercambiar votos por dinero, bienes o favores.
De acuerdo con un muestreo de Alianza Cívica en 21 estados, el 28.4%
de los votantes aseguraron haber estado expuestos a algún tipo de
intento de coacción o compra de su voto y en el 71% de los casos el
intento fue de operadores del PRI-PVEM (Boletín de prensa, 3 de julio).
En el análisis del suplemento Enfoque del periódico Reforma, del 15 de
julio, aparecen cifras que muestran una notable correlación entre
pobreza y voto por el PRI y datos sobre cómo pudo haber funcionado esa
conexión.
En un estudio clásico de Eric Wolf y Edward Hansen
sobre la naturaleza de las relaciones clientelares, se señala que el
elemento fundamental de este tipo de estructura de poder es el
intercambio informal de bienes y servicios -obsequios, objetos, dinero,
canonjías, influencias o las meras promesas de éstos. Y en estos
intercambios incluso hay un elemento de legitimidad y de moral -desde
luego distinta de la democrática y electoral: la reciprocidad entre los
seres humanos. Y el intercambio no sólo significa transferencia
de valor sino que también es símbolo del poder, y hasta de
legitimidad, de quien lo da, en este caso un partido y un personaje: su
candidato. El beneficiado, pese a su posición de debilidad, debe dar algo en reciprocidad que muchas veces es sólo una actitud: la lealtad, que puede definirse “como el obsequio de la propia persona por un tiempo más o menos limitado” (“Caudillo politics: a structural analysis”, Comparative Studies in Society and History, V. 9, No. 2, 1967, p. 175).
Las
bases de la relación clientelística, que es el fundamento del
caciquismo y el caudillismo de siglos pasados, aún pervive y funciona
en el México rural y en el urbano donde, debido a la precariedad, la
cultura política dominante mantiene todavía estos rasgos. Una
estudiante universitaria que en mayo-junio trabajó en Chimalhuacán como
promotora del PRD se topó ahí con el rechazo de “Antorcha Campesina”
(AC) que se define como “la organización de los pobres de México” y
ligada al PRI. Chimalhuacán es una de las plazas más fuertes de AC y
ahí los antorchistas simplemente obstaculizaron la actividad
proselitista de sus adversarios partidistas con actitudes y argumentos
de clientelismo puro: como AC había conseguido de las
autoridades, entre otras cosas, títulos, agua, luz, drenaje y
pavimento, entonces los adversarios de esas autoridades -el PRD- no
tenían derecho ni siquiera a deambular por ahí (el PRD tiene un
equivalente a AC: los “Panchos Villa”, aunque AC es más fuerte).
Conclusión.
Los supuestos bajo los que el IFE sostiene que se llevó a cabo la
elección del 2012 sólo son parcialmente válidos en el México de en
medio. Para los pocos de muy arriba y los muchos de abajo, la democracia funciona de otra manera, una aún lejana del modelo ideal y esa es la causa del conflicto postelectoral.
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