¿Democracia? ¡No, por favor...!
Jorge Camil
Creí escuchar una descripción atrasada de los comicios mexicanos de 2006. Pero cuando puse atención al televisor supe que quien hablaba era el comisionado de derechos humanos de Kenia. El hombre explicaba a la conductora de Democracy Now las causas del enorme conflicto electoral que ha destruido la gobernabilidad y ocasionado la muerte a más de mil personas (incluyendo la de un conocido maratonista internacional, ¡que murió alcanzado por una flecha envenenada!)
El comisionado comentó que durante todo el proceso electoral las encuestas favorecieron a Raila Odinga, líder de la oposición, sobre el presidente Mwai Kibaki, que buscaba relegirse. Cuando comenzaron a fluir los resultados de la Comisión Electoral, a nadie sorprendió que Odinga tuviese una ventaja de más de un millón de votos. De pronto, la Comisión Electoral suspendió de improviso el flujo de resultados, y cuando sus funcionarios asomaron finalmente la cabeza reportaron sorprendentes avances de Kibaki, que reducían la enorme ventaja del líder opositor a sólo 50 mil votos. Después, concluyó el comisionado, la autoridad electoral declaró en forma inesperada el triunfo del presidente Kibaki, quien tomó posesión apresuradamente en presencia de sólo un puñado de parlamentarios. La guerra civil no se hizo esperar. Y así comenzó la matanza étnica entre kikuyus (seguidores de Kibaki) y luos (coterráneos de Odinga).
“Aquí se disputa agresivamente la presidencia –explicó, deshaciéndose en disculpas el comisionado– porque el presidente tiene poder sobre vidas y haciendas. Es la fuente de toda riqueza: los ricos lo persiguen, para ser más ricos, y los pobres, para dejar de serlo. La mayoría de los políticos son ricos. Kibaki y Odinga son multimillonarios”.
Días después, complaciendo mi adicción a las noticias internacionales, escuché en la radio el reporte del corresponsal de la BBC en Italia. Me interesó, por las fotos recientes de legisladores sexagenarios dándose bofetadas y forcejeando en el Parlamento como niños de escuela. “Aquí –reportó el corresponsal– en medio del caos político que prevalece, los políticos son incapaces de fijar siquiera metas alcanzables para resolver los más sencillos problemas nacionales. Están dedicados exclusivamente al juego del transformismo, que consiste en moverse a la derecha o a la izquierda, en un esfuerzo por permanecer en el poder. Son incapaces de reciclar la basura, pero muy hábiles para reciclar sus carreras”.
Mientras escuchaba al corresponsal no podía dejar de sonreír, pensando que el transformismo italiano equivalía al juego mexicano de la partidocracia. Recordé también mi colaboración de hace dos semanas en La Jornada, en la que advertí que nuestro país se había convertido en “la república del cambalache”: un mundo sin propuestas políticas, en el que ha desaparecido la ideología, y se han desvanecido las diferencias entre izquierdas y derechas. ¿Alguien puede negar que el cinismo político es hoy una epidemia universal?
En la mesa redonda de periodistas que organiza domingo a domingo la NBC con el nombre de Meet the Press, Peggy Noonan, galardonada columnista del Wall Street Journal, lamentaba el domingo pasado que la política estadunidense se hubiese convertido en un juego de dinastías: los Kennedy, los Bush, y ahora los Clinton. Noonan, no siendo mexicana, desconoce por supuesto el tema de nuestra pareja presidencial, que extinguió la llama de la esperanza democrática, y pudo conducirnos a la ruina de haberse prorrogado seis años más. Ahora Estados Unidos se enfrenta a un problema similar, que ha traído a la superficie la ambición desmedida de Bill y Hillary (“Billary”, les llama el Washington Post), y los extremos a los que están dispuestos a llegar para volver a gobernar en pareja.
Bill gobernó ocho años y terminó su mandato, pese al desafuero iniciado por el affaire Lewinski, con uno de los mayores porcentajes de popularidad de los tiempos modernos. Pudo seguir como estadista respetado, impartiendo conferencias, publicando libros y ganando millones. Pero no: la ambición lo hizo regresar con la excusa de “dirigir” la campaña de Hillary, con quien compartió el poder durante su mandato. (El 8/01/99 publiqué en La Jornada un artículo titulado “Los Clinton”. En él concluí que “Bill era la figura pública que cautivaba al electorado femenino con su voz meliflua de caballero sureño, mientras Hillary, fría y calculadora, desempeñaba tras bambalinas, y sin haber sido elegida, la delicada tarea de diseñar la estrategia y escoger las prioridades nacionales”. Hoy se han revertido los papeles.)
Y Bill, antiguo bastión del Partido Demócrata, venerado como “el primer presidente negro”, pone en peligro a su partido al dedicarse a la deleznable tarea de sabotear la campaña de Barack Obama, el primer afroestadunidense con verdadera posibilidad de llegar a la Casa Blanca. Decepcionada de la política, la misma Peggy Noonan se preguntó el año pasado: “¿llegará el día en que los votantes contemplen la política como un enorme río contaminado, que arrastra en su cauce llantas ponchadas y zapatos viejos?”
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