La disputa por el campo: “copelan o cuello”
Luis Hernández Navarro
Miles de campesinos tomaron las calles de la ciudad de México el pasado 31 de enero. Fueron acompañados por trabajadores, fundamentalmente electricistas. Según la policía capitalina, marcharon 50 mil personas; de acuerdo con los organizadores, lo hicieron 200 mil.
La movilización fue un éxito. Es la demostración de fuerza de masas campesina más importante en décadas. Junto con las protestas contra la nueva Ley del Instituto de Seguridad Social de los Trabajadores al Servicio del Estado, es el desafío gremial más grande que ha enfrentado el gobierno de Felipe Calderón. Constituye, además, una llamada de atención sobre lo que puede suceder si se sigue adelante con el proyecto de privatizar el sector energético.
La marcha es un indicador del nivel de malestar contra el libre comercio agrícola que existe en la sociedad rural. Pero es, además, un termómetro que mide el descontento de una parte importante de los liderazgos campesinos nacionales con el titular de la Secretaría de Agricultura, Ganadería, Desarrollo Rural, Pesca y Alimentación (Sagarpa), Alberto Cárdenas Jiménez.
Desde que llegó al poder con Vicente Fox, el Partido Acción Nacional (PAN) ha utilizado las instituciones agrícolas y los recursos presupuestales destinados al campo para labrarse una base social estable en la sociedad rural. Así lo hizo el primer encargado de la Sagarpa con Vicente Fox, el empresario agrícola Javier Usabiaga, conocido como El rey del ajo, y así lo ha hecho Alberto Cárdenas, el hombre de Lorenzo Servitje, el magnate de Bimbo y patrono de la Fundación Mexicana para el Desarrollo Rural (FMDR).
Primero Usabiaga y después Cárdenas hicieron de la lucha contra la nomenclatura agraria una de sus cruzadas favoritas. Acusaron a los líderes campesinos de desviar los recursos destinados al agro para hacer política y para su beneficio personal, y dijeron que las protestas rurales genuinas no eran más que maniobras para que los dirigentes desplazados por las políticas oficiales conservaran sus canonjías.
Pero ese afán “depurador” y “moralizador” no resiste la más mínima prueba. El ex secretario y el secretario no tuvieron (ni tienen) el menor empacho en utilizar los servicios de los líderes de antiguas centrales campesinas priístas y una que otra de izquierda que se alinearon con el foxismo y el calderonismo. Tanto así que unas horas antes de la marcha del 31 de enero, los lanzaron a ladrar a quienes se oponen al Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN). Tampoco les ha temblado la mano a la hora de utilizar los recursos públicos para crear organizaciones campesinas panistas, que en nada envidian el funcionamiento del más rancio corporativismo tricolor.
Javier Usabiaga tuvo que enfrentar en 2003 una protesta campesina de grandes dimensiones. Para atemperarla, aceptó la firma de un Acuerdo Nacional para el Campo con sus enemigos y luego se las ideó para no cumplir lo pactado. Las centrales campesinas nacionales nunca pudieron remontar la corriente. La situación llegó a ser tan adversa para ellas que, en una demostración de lo que es la separación de poderes en este país, el presidente de la Comisión de Agricultura de la Cámara de Diputados tuvo que organizar una huelga de hambre para ser recibido.
Con lo que no pudo el gobierno de Vicente Fox fue con la movilización cañera contra la pretensión de cercenar su contrato ley. En 2005 los cañeros, apoyados a trasmano por los gobernadores priístas, descarrilaron, con la toma de la Sagarpa durante varios días, los afanes gubernamentales de desregular el sector en favor de los empresarios azucareros.
Desde que se hizo cargo del despacho presidencial, Alberto Cárdenas ha estado en pleito permanente con los líderes campesinos. En diciembre pasado tuvo un trago amargo con el azúcar. El gobierno se vio obligado, después de varios días de huelga, a aprobar un incremento de 6 por ciento en el precio de la tonelada de caña.
Sin embargo, después de este descalabro inicial, el secretario pasó a la ofensiva al modificar las reglas de operación para la entrega de los recursos de los programas para el campo, centralizando su manejo, en perjuicio de los gobernadores y las centrales campesinas.
Este diferendo es, también, expresión de la disputa del PRI y el PAN –y en menor medida del PRD– por los votos de la sociedad rural. El PRI sigue teniendo en el campo una reserva electoral significativa, como muestran los resultados de Roberto Madrazo en la pasada contienda por la Presidencia de la República. La actual demostración de fuerza, en la que la Confederación Nacional Campesina jugó un papel nada despreciable, puede ser vista como parte de la definición de un nuevo campo de fuerzas entre los partidos políticos.
Sin embargo, la protesta del pasado 31 de enero rebasa, por mucho, el diferendo entre la administración panista y una parte de los líderes campesinos, o entre el partido blanquiazul y el tricolor por los votos de los hombres del campo. El malestar contra el libre comercio agrícola existe, no es un rollo. Nace de la evidencia de miles de pequeños productores de que ha sido dañino para la agricultura campesina y, por supuesto, para ellos mismos y sus familias, y a la convicción de que puede ser aún peor.
¿Tendrá esa movilización continuidad a corto plazo? ¿Encontrará el descontento los canales adecuados para expresarse? ¿Se abrirá el gobierno a una genuina negociación? Las centrales campesinas han anunciado su intención de seguir adelante con la protesta, aunque han expresado diferencias sobre los términos para una posible negociación con el gobierno federal.
Sin embargo, de la administración calderonista es muy poco lo que puede esperarse. Su política en la coyuntura consiste en el asalto a todo espacio de poder real y su rechazo a la negociación. Javier Lozano, titular de la Secretaría del Trabajo, mostró ya sus cartas. “Seremos sensibles, pero el tratado no se abrirá”, advirtió. Podía también haber dicho como parece ser su estilo: “copelan o cuello”.
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