domingo, julio 06, 2008

Argentina: el signo de la oligarquía

Editorial

En una votación dividida, de 129 contra 122 votos, el Congreso de Argentina aprobó ayer el proyecto de ley sobre las llamadas “retenciones móviles”, que autoriza incrementos a la tasa tributaria en las exportaciones de productos agrícolas, incluida la soya, principal cultivo del país. El hecho ha representado, para amplios sectores de la sociedad argentina, una “victoria de la democracia” y una “derrota del golpismo subyacente”.

Para poner el hecho en contexto, debe recordarse que a partir de marzo, cuando la presidenta Cristina Fernández anunció el sistema de gravámenes a las exportaciones agrícolas –orientado, a decir del gobierno, a mejorar la distribución de la riqueza y frenar los rezagos sociales en aquel país–, detonó una rebelión por parte de las grandes entidades rurales, que capitalizaron el descontento de los pequeños y medianos productores. Así, durante más de 100 días se sucedieron huelgas, bloqueos de rutas y un sostenido desabasto de alimentos –circunstancia que castigó, por la vía inflacionaria, a los sectores más depauperados de la población–. Adicionalmente, los representantes del agro lograron granjearse las simpatías de las clases altas y medias urbanas, que pronto volvieron a recurrir a la vieja práctica del cacerolazo contra el gobierno.

Ante tal panorama, traducido en caos social y político creciente, la presidenta Fernández anunció la inclusión de compensaciones adicionales para los pequeños y medianos productores, y anunció la creación de un programa de redistribución social, financiado con los ingresos resultantes del aumento a las exportaciones del llamado “oro verde”, y cuyos fondos se destinarán, entre otras cosas, a la creación de escuelas y hospitales. Esas adecuaciones desactivaron, al menos en principio, las críticas en el sentido de que las medidas referidas constituyen un “obstáculo para el desarrollo” y buscan engrosar las arcas del gobierno central en perjuicio de los estados provinciales. No obstante, la oposición de los dirigentes agrícolas se ha mantenido, han vuelto las amenazas de paros y bloqueos, y no puede descartarse un agravamiento del conflicto político.

Es pertinente recordar que la producción agrícola argentina está concentrada mayoritariamente en manos de un puñado de grandes terratenientes y agroexportadores. Los integrantes de dicha oligarquía han sido, durante años, los principales explotadores de los campesinos pobres, y han construido cuantiosas fortunas por medio del pago de impuestos ridículamente bajos e incluso de prácticas de evasión fiscal. Por tanto, resulta irrisorio y a la vez aberrante que dichos sectores pretendan hablar ahora en nombre de quienes tradicionalmente han sido explotados y despojados por sus prácticas, y usurpen el término “campo” para etiquetar un movimiento que lo que persigue no es el bienestar del sector agrícola en su conjunto –son ellos mismos un lastre para tal fin–, sino garantizar condiciones de libertinaje para sus negocios. Por añadidura, la campaña de desestabilización disfrazada de descontento popular evoca los viejos elementos del golpismo sudamericano, que no sólo se valió, cabe recordarlo, de acciones de los grupos militares, sino que también articuló el apoyo de algunos sectores civiles.

En suma, el conflicto agrario en Argentina presenta una radiografía de los sectores oligárquicos que, por desgracia, se extienden por toda la región, y en cuyas características se cuentan, de manera sistemática, una renuencia a reconocer la potestad del Estado para corregir los desequilibrios sociales, y un frágil compromiso con la democracia y la institucionalidad política, que tiende a romperse cuando ven amenazados sus intereses económicos particulares.

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