Guillermo Almeyra
El asesinato en 1948 de Jorge Eliécer Gaitán, de la izquierda del Partido Liberal y casi seguro vencedor en las elecciones presidenciales anunciadas, desencadenó el Bogotazo y, en toda Colombia, el periodo conocido como “La Violencia”, que causó decenas de miles de muertes y cientos de miles de refugiados.
Los campesinos liberales tomaron las armas contra los “pájaros” (delincuentes y asesinos organizados por los conservadores) y el ejército y formaron milicias de autodefensa campesina; el Partido Comunista se unió a ellos. Cuando el general Rojas Pinilla, una especie de Perón colombiano, dio un golpe nacionalista en 1953 que desplazó a los partidos tradicionales (Liberal y Conservador), ofreció una amnistía a la cual se acogieron miles de guerrilleros liberales. Un puñado, sin embargo, apoyado por los comunistas, se negó a entregar las armas y resistió en un territorio, la “República de Marquetalia”, bajo la dirección de Pedro Antonio Marín (conocido como Manuel Marulanda o Tirofijo) cuya familia era militante activa del liberalismo. Las guerrillas liberales combatían a los terratenientes conservadores en una Colombia en poder de la oligarquía que desde la Colonia estaba dividida entre los conservadores, apoyados por la Iglesia, y los liberales, respaldados por la intelectualidad y sectores medios urbanos y en la que el aparato estatal carecía de consenso pues mantenía a raya a los sectores populares mediante una represión feroz (como el asesinato de Gaitán) mientras en el campo imperaba la justicia de los patrones-caudillos.
Con la guerra fría y la intervención estadunidense en Colombia, un país estratégico para combatir la revolución cubana, la guerrilla liberal de izquierda de Marulanda evolucionó y se declaró comunista y, a partir de 1964 constituyó las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) con la línea “marxista-leninista” inventada por el estalinismo (que, por supuesto, no era la de los cubanos ni la del sector no comunista –MIR y Douglas Bravo– de los guerrilleros venezolanos de esos años). Las FARC siguieron apoyándose en la rebelión rural y reclutaban campesinos en un periodo (el de los años 60-70) en que las guerrillas rurales estaban en el orden del día y tenían también la ambición de desarrollar movimientos revolucionarios urbanos.
Pero a partir de fines de los años 70 la mundialización dirigida por el capital financiero internacional provocó grandes cambios en cada país y en escala regional y mundial. La gran ofensiva contra las conquistas sociales y el nivel de vida de los trabajadores urbanos y contra todas las formas de organziación y solidariedad (partidos, sindicatos) se desarrolló simultáneamente a la restructuración del territorio, subordinando los cultivos a las necesidades del capital, cuyas trasnacionales pasaban a dominar el sector rural, destruyendo las comunidades campesinas e indígenas. La masiva siembra de drogas para el mercado estadunidense fue una de las manifestaciones de esta transformación productiva y social. Otra fue la migración masiva hacia las ciudades y el exterior de los campesinos reprimidos, oprimidos, crecientemente empobrecidos. El aparato estatal pasó también a basarse sobre el ejército, ligado a la droga y a la delincuencia de los paramilitares, asesinos, saqueadores, violadores. A eso se unió la destrucción por la violencia de los gérmenes de vida sindical democrática y de todo intento de crear una izquierda urbana pacífica, y el aumento gigantesco de la corrupción de las instituciones (desde la electoral hasta el Parlamento y la justicia), cuyo resultado es el actual gobierno de Uribe.
El fin de las guerras de guerrillas en Centroamérica, el asesinato del Che y la evolución de la revolución cubana en los años 70-80, el derrumbe de la Unión Soviética y del llamado “socialismo real” burocrático en los países de Europa oriental, aislaron a las FARC, que nunca brillaron por una elaboración teórica propia y que eran una organización guerrillera que actuaba como partido sin serlo, lo cual fomentaba el militarismo, el pragmatismo, el verticalismo entre sus cuadros y mandos.
Pero el problema es aún más grande y lo han planteado incluso Chávez y Correa: Uribe encuentra en la existencia de las FARC la justificación para un régimen basado en el asesinato de sindicalistas y opositores, en los paramilitares, en el ejército ligado a Estados Unidos, y las FARC no tienen apoyo en la sociedad, sobre todo en los centros urbanos, donde la oposición democrática tiene sobre ella la hipoteca de la lucha guerrillera, que puede explicar pero no apoyar política y moralmente.
Hace rato que las armas tenían que ser remplazadas por una acción política de masas, pero las experiencias del pasado –el asesinato masivo de los que se desarmaron y escogieron la lucha legal– y la acción del imperialismo y de Uribe quieren encerrar a las FARC en la disyuntiva de quedar aisladas y hacerse matar en la selva, perdiendo cada vez más militantes por desmoralización, deserción, corrupción por el gobierno o de rendirse sin garantías. La propuesta de Chávez de formar un grupo de países garantes de la seguridad de los miembros de las FARC que opten por la vida política legal y la oferta de Sarkozy de asilo político a quienes prefieran exiliarse por un tiempo podrían servir para dificultar mucho la represión gubernamental que, como lo demuestran los continuos asesinatos de sindicalistas, seguirá ejerciéndose con o sin guerrillas como pretexto, porque forman parte del plan estadunidense para la región. Pero si las FARC iniciasen una discusión nacional e internacional sobre las condiciones políticas, económicas y militares para dejar las armas y las garantías necesarias, quien se encontraría en dificultades sería Uribe.
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