Guillermo Almeyra
León Trotsky fue asesinado el 20 de agosto hace 68 años. La semana pasada el fallo contra Ignacio del Valle y sus compañeros de Atenco, que busca sacarlos del combate para siempre y hacerlos morir en la cárcel, me obligó a dar prioridad a la obligación moral de lanzar un llamado a la movilización solidaria, el cual, desgraciadamente, dejó intacto el ciego oportunismo que como una gruesa capa de plomo pesa brutalmente sobre las organizaciones sociales y políticas de eso que no sé bien por qué se sigue llamando por rutina izquierda mexicana. Quienes ni siquiera son capaces de luchar para defender las conquistas democráticas del pasado jamás tendrán ningún futuro digno. Quienes no pueden ni siquiera sentir los agravios y las violencias de clase contra los luchadores sociales son cómplices pasivos de la ofensiva reaccionaria en curso y preparan a todos un porvenir de dictaduras. Como, además, al llegar a los 80 años uno no puede esperar sensatamente tener la seguridad de conmemorar ninguna fecha que esté alejada casi 12 meses, aprovecho entonces este espacio para tratar de destacar algunos grandes aportes de León Trotsky a la causa de la liberación social de los explotados y oprimidos que, en mi opinión, y a diferencia de muchas otras ideas del gran revolucionario ruso aquí asesinado, siguen siendo válidos.
En primer lugar, y antes que nada, su internacionalismo. Sobre todo cuando el mundo está enteramente unificado por el capital y asistimos a una crisis de civilización y una crisis ecológica que obliga a las víctimas del sistema, so pena de ser esclavas o de perecer, a ver cómo las causas generales determinan los efectos particulares y locales y a dar una respuesta mundial al avance de la barbarie. No hay solución meramente cubana, mexicana, argentina o brasileña a los problemas sociales y políticos de cada uno de nuestros países. Encerrarse en el propio rincón equivale a esperar pasivamente el talón de hierro que nos aplastará. “Hay que mirar a Bolivia” no para imitar cursos revolucionarios que corresponden a otras relaciones de fuerzas en otras regiones sino para apoyarlos y para apoyarnos en esos procesos y aprender en ellos y de ellos a unir a los explotados y oprimidos que el capitalismo intenta separar.
En segundo lugar (sólo en el orden de enumeración) su idea firme de que, como decía ya Marx, la liberación de los trabajadores será obra de los trabajadores mismos y no de aparatos que intenten sustituirlos. Y, por consiguiente, de que los socialistas deben ir constantemente a la escuela diaria de la creatividad de los trabajadores, que a partir de la vida confirman, recrean y modifican la teoría revolucionaria. Los bolcheviques, en la Revolución rusa de 1905 y en la de 1917, vieron inicialmente a los consejos obreros como competidores del partido e instrumentos para los oportunistas. Trotsky, presidente de los consejos (soviets) en 1905 y dirigente en 1917 de la lucha por darle todo el poder, en sus mejores trabajos comprendió en cambio que el partido revolucionario es un instrumento importante pero transitorio que, para cumplir su papel liberador, debe ayudar a elevar la conciencia, la comprensión y la decisión de quienes cambiándose a sí mismos harán el cambio social. El partido canalizará el caudal de la revolución, lo encauzará, pero no será el torrente mismo. Sin conquistar la adhesión a sus ideas de la mayoría de la minoría activa de los explotados, ayudándoles a modificar sus ideas y pertenencias partidarias previas, sin una tenaz lucha ideológica y organizativa, no tendrá la autoridad moral para dirigir procesos que son por esencia caóticos.
Otra idea fundamental es la de la democracia interna vital en el partido para evitar su burocratización y el unanimismo que de ella deriva y que lo torna ciego y estéril. Igualmente importante fue su lucha por el derecho a la pluralidad de partidos obreros en la transformación revolucionaria porque la clase obrera no es homogénea, porque la democracia es un derecho para los que piensan diferentemente que la mayoría y porque nadie posee la verdad teórica (que por otra parte no existe: hay sólo aproximaciones sucesivas a la misma), ni la posición justa ante cada problema y mucho menos de una vez para siempre. Contra los burócratas, que se consideran vanguardia eterna designada quién sabe por cuál deidad, y contra los anarquistas que repudian la organización y la disciplina de partido, Trotsky demostró que la revolución la hacen los trabajadores, pero que no resulta ni de la sabiduría de un puñado de dirigentes ni de un cambio espontáneo del humor de éstos sino que debe ser preparada y fomentada por la labor cotidiana y gris de quienes han hecho del cambio revolucionario el objetivo de su vida y son capaces de aprender continuamente del sujeto cambiante de la revolución mientras lo ayudan a madurar y a afirmar su decisión y sus ideas. La revolución la organiza el capitalismo mismo y la hacen los trabajadores, pero el partido aporta a éstos sus cuadros y el arte de la revolución.
Por último, la idea de que el partido revolucionario debe estar separado del Estado después de la revolución para no ser tragado por el funcionamiento de un órgano que sigue siendo burgués, aunque no esté ya en manos de la burguesía, y también para poder controlar los errores y las políticas de su propio gobierno, del aparato estatal apenas modificado por los comienzos de la revolución y que mantiene enormes resabios burocráticos en la administración y la justicia y en la persistencia del peso cultural de las clases desposeídas sobre los nuevos gobernantes. Autogestión y consejos, para apoyarse en los trabajadores. Democracia y pluralidad partidaria democrática en la revolución. Separación entre el partido revolucionario socialista y el Estado que se rige por normas burguesas. Conquista cotidiana de un pensamiento socialista plural y libertario. Tales son, a mi juicio, las ideas que hacen de Trotsky el revolucionario más importante del siglo pasado, junto con Lenin, y un hombre de nuestro siglo.
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