Carlos Fazio
Después de más de medio año de virtual exilio en Nicaragua, Lucía Morett regresó a México. Es una sobreviviente del horror. Una víctima más del terrorismo de Estado que practica el presidente Álvaro Uribe más allá de las fronteras de Colombia. Lucía es una víctima civil, pero también testigo clave del operativo de guerra sicológica diseñado por Estados Unidos, y ejecutado por Uribe contra un campamento clandestino de las FARC en la selva del Sucumbíos, Ecuador, el pasado primero de marzo.
En la agresión murieron 25 personas, incluidos cuatro mexicanos. Tres mujeres sobrevivieron. Lucía Morett es quizás la única que puede dar testimonio cabal de lo que ocurrió. Al margen de los Convenios sobre la Guerra de Ginebra y otros relativos a la tortura, tratos crueles, inhumanos o degradantes, el personal militar que la interrogó cuando yacía herida, buscaba obtener información de valor inmediato, apartándose de lo que determinan las leyes humanitarias. Un video de la operación militar difundido por el gobierno de Colombia muestra imágenes tomadas con una cámara de visión nocturna, que exhiben a Lucía tirada en el piso, rodeada de soldados que la interrogan. El trato fue hostil, amenazante. Incluso la desvistieron e hicieron comentarios sexuales agresivos. Además, dada la gravedad de sus heridas, un interrogatorio en tales condiciones configura delito de tortura. La tortura está específicamente prohibida en los conflictos armados, internacionales o internos, sin importar si se aplica contra combatientes que hayan depuesto las armas, civiles, o incluso criminales comunes.
Una vez que los soldados colombianos evacuaron la zona, militares ecuatorianos trasladaron a Lucía a la unidad de Lago Agrio. Allí, dos agentes de inteligencia militar la sometieron a una segunda sección de preguntas. “Eran idénticas a las que antes me habían formulado los colombianos.” La acusaron de que estaba en el campamento dando entrenamiento a la guerrilla. Que era la comandante. La apremiaron a que hablara, que sus compañeros ya habían confesado.
Según el gobierno ecuatoriano, se trató de una operación combinada entre Colombia y Estados Unidos, con la participación de una red de inteligencia extranjera que operaba en Ecuador y conocía con antelación del bombardeo. Miembros de esa red destruyeron evidencias judiciales en el lugar de los hechos. También eran parte de esa red los militares ecuatorianos que la interrogaron y ocultaron la información a las autoridades judiciales y políticas de Ecuador, incluido el presidente de la República, Rafael Correa. El mandatario denunció que los servicios de inteligencia militar y policial del Ecuador estaban infiltrados por la CIA (Agencia Central de Inteligencia).
Dos militares están sujetos a juicio. Uno es el coronel Mario Pazmiño, quien se mantuvo 10 años como director de Inteligencia del Ejército y ha sido señalado como colaborador de los servicios de Estados Unidos, Colombia e Israel.
En el juicio puede surgir información que involucre a Álvaro Uribe, ahora que la realidad comienza a pasarle facturas por los crímenes cometidos en Colombia y Ecuador durante su mandato.
Al escándalo desatado por un multimillonario fraude financiero organizado en las cañerías del Estado se suma la evidencia de que el Ejército colombiano ha practicado cientos de ejecuciones extrajudiciales de civiles, desde la puesta en marcha de jugosas recompensas gubernamentales para aquellos militares que demostraran haber abatido guerrilleros en combate. Más de 2 mil 100 muertos que aparecían como enemigos abatidos eran, en realidad, campesinos secuestrados a los que vestían con uniformes de las FARC antes de ejecutarlos a sangre fría. El escándalo de los “falsos positivos”, como eufemísticamente denomina Uribe a las ejecuciones sumarias, provocó la dimisión del jefe del Ejército, Mario Montoya, el “héroe” de la liberación de Ingrid Betancourt. Veintisiete oficiales fueron destituidos.
Lucía Morett puede identificar a los agentes que la interrogaron. Además, vio y escuchó, inerme, traumatizada y aterrada, cómo la tropa de elite colombiana remataba a los heridos. Al menos un sobreviviente del bombardeo fue torturado y asesinado de siete disparos con armas diferentes, dice un informe realizado por forenses europeos. Correa acusó a Bogotá de incurrir en crímenes de lesa humanidad. Lucía Morett es una testigo de cargo clave. Álvaro Uribe lo sabe. Por eso busca criminalizarla. Callarla. Sabe que Lucía puede conducirlo al banquillo de los acusados en el Tribunal Penal Internacional. Ésa es la razón por la cual, desde un comienzo, se montó una campaña de intoxicación y terrorismo mediático contra Lucía Morett y sus cuatro compañeros asesinados, un libro incluido.
El 16 de abril, en Cancún, en presencia de Felipe Calderón, Uribe dijo que los cinco eran terroristas, delincuentes y narcotraficantes. Y a través de dos dirigentes de la ultraderecha local, Guillermo Arzak y José Antonio Ortega, promovió aquí un juicio por “terrorismo internacional” contra Lucía y otras 16 personas. Ese juicio y una averiguación previa abierta por la Subprocuraduría de Investigación Especializada en Delincuencia Organizada (SIEDO) están sustentados en miles de correos electrónicos, presuntamente intercambiados por el número dos de las FARC, Raúl Reyes, con “subversivos” del mundo.
Pero según el noticiero de Canal Uno de Colombia, el capitán Ronald Ayden Coy Ortiz –investigador antiterrorista de la DIJIN, la policía científica, quien elaboró el informe del computador que se atribuye a Reyes– declaró bajo juramento ante la Fiscalía que no encontró e-mails en el ordenador. “Sólo había documentos de Word.” Eso podría dejar sin curso la investigación contra políticos, legisladores y periodistas de Colombia, Ecuador, Chile, Venezuela y México. Y exonerar también a Lucía Morett y sus compañeros. Claro, si aquí existiera una justicia imparcial.
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