Hugo Carbajal Aguilar
Se antoja difícil decir que el pueblo puede celebrar estas festividades en las que se erige un homenaje gigantesco al becerro del consumo. Pero bien puede significar ocasión de autorreconocimiento, de ponderación de nuestras luchas y de nuestro compromiso, de reflexión y toma de conciencia, de solidaridad efectiva con los marginados, los desarrapados, los hacelotodo, los sucios y malolientes pedigüeños, los niños sin reyes y sin cenas especiales o cotidianas, los papás y las mamás angustiados, los que no cambian su rutina sólo porque estos son días de “regocijo general(?)”.
Compañeros todos, compañeros de ruta y de trabajo, compañeros de clase, hermanos y hermanas sin demagogias baratas o caras, pobres de todos lados que hacemos un doble esfuerzo por huir del arrullo tramposo de este inhumano sistema, por recuperarnos como sujetos, por ejercer nuestra libertad con dignidad, por rechazar sistemática y conscientemente la enajenación a que nos conduce el acelerado tren de la locura rutinaria, por unirnos en medio de nuestras diferencias, que son pocas, acentuando nuestras semejanzas, que son muchas...
Por todo ello y aún más, este doble esfuerzo -de rechazo y de empuje- tiene que obligarnos, de algún modo, a hacer crecer el auténtico amor que nos une y nos enriquece. No el amor propagandístico y desgastante, no el concepto del amor empalagoso y entristecedor, no el de canciones de moda ni el de ídolos de barro... sino el amor que es esfuerzo cotidiano, el que se manifiesta en la entrega, el que promueve a la persona sin restarle individualidad, el que no busca ser servido, el que no exige nada a cambio, el que nos hace tomar la vida en nuestras manos para fecundarla y darle sentido, el que nos obliga a ser dichosos porque compartimos esas alegrías cortas e intensas y no insípidos placeres consuetudinarios.
Que esta navidad nos aliente a ser cada vez más firmes en la búsqueda de un hogar común donde no falte el pan para todos.
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