Desfiladero
Jaime Avilés
Tema obligatorio para intentar cualquier balance de los acontecimientos políticos semanales, es el marcado tufo a perestroika a la gringa que han dejado en el aire las decisiones inaugurales de Barack Obama. La primera que tomó fue suspender por 120 días los juicios contra seis acusados de terrorismo, presos en Guantánamo como sospechosos de los ataques a Nueva York en septiembre de 2001.
Emulando al Mijail Gorbachov de 1985, definió nuevas reglas de “transparencia” y un código de ética para los integrantes de su gobierno. Acto seguido, llamó por teléfono a líderes de Medio Oriente para buscar una salida a la “crisis de Gaza” –eufemismo para “matanza de palestinos bajo las armas pavorosas de Israel”, que Obama jamás enfocará así porque, entre otras cosas, sus compromisos con Tel Aviv le permitieron llegar a la Casa Blanca.
Renuente a perder un solo minuto en su primer día de trabajo, de inmediato consultó con los generales y almirantes del alto mando militar sobre el retiro de tropas estadunidenses de Irak. Pero antes permaneció momentáneamente a solas en la Oficina Oval, donde encontró encima del escritorio un sobre cerrado y marcado con este mensaje: “From 43 to 44”, o sea, “del (presidente número) 43 para el 44”.
En su segunda jornada de trabajo, el jueves, Obama firmó “órdenes ejecutivas” –así las llama nuestro corresponsal, David Brooks– para prohibir la tortura, clausurar definitivamente el centro de detención de Guantánamo, las cárceles clandestinas de la CIA dispersas por todo el mundo y, es de suponerse, los traslados secretos de prisioneros a bordo de aviones fantasmas.
Sin duda, el nuevo mandatario está usando el manual del buen presidente que aconseja, de entrada, poner todo el énfasis en la política exterior para obtener resultados más o menos espectaculares a corto plazo, en lo que aborda los puntos más arduos y sensibles de la agenda, empezando, desde luego, por la crisis económica del imperio y del mundo, y sus consecuencias sociales en términos de empleo, salario, salud, ahorro, vivienda, educación, medio ambiente y migraciones internas.
Impecable en su trato, en su agradable aspecto y en su elocuente oratoria, que no requiere de telepronters o discursos maquilados por terceros para comunicar sus ideas con claridad y precisión, tiene apenas cuatro años para cambiar la imagen de Estados Unidos en el tercer mundo –o, siquiera, atenuar el odio antigringo que en todas partes sembró George WC–, y mantener en pie los pilares económicos de su país, protegiendo eficazmente a la población de los estragos apocalípticos de la crisis.
Tan escaso tiempo –cuatro años– resultó, sin embargo, más que suficiente para acabar con el complejo y ambicioso proyecto, las enormes aspiraciones y el formidable capital político de Gorbachov: entre 1985 y 1989, el último gran líder soviético de la historia liquidó la guerra fría, restituyó las libertades públicas, dejó atrás la economía centralizada (que ya no era capaz de satisfacer desde el gobierno las necesidades elementales de los consumidores) y propició la irrupción de la economía de mercado y con ésta el retorno del capitalismo y el fin del modo de producción socialista.
A la vuelta de las décadas, el balance histórico de la gestión de Gorbachov dice que éste auspició la reunificación de las dos Alemanias tras la caída del muro de Berlín. Además, liberó del yugo del Kremlin a Estonia, Letonia y Lituania; ayudó a poner fin a las dictaduras estalinistas de Hungría, Polonia, Rumania y Checoslovaquia, pero no pudo meter las manos para evitar que, tras la muerte de Tito, Yugoslavia se desintegrara en una sucesión de guerras de limpieza étnica, tras las cuales surgieron tres pequeños países marcados aún por el odio: Serbia, Croacia y Montenegro.
Toda la geografía política del mundo cambió desde entonces. Nuevas repúblicas adquirieron un puesto en la ONU, los viejos mapas dejaron de funcionar. A Gorbachov, dicen los que saben, no le faltó tiempo para concretar su proyecto, sino que llegó a ponerlo en marcha cuando era demasiado tarde: las estructuras de la URSS estaban podridas y era inminente su derrumbe.
Entonces, por supuesto, salió a flote una de las mafias más sanguinarias y crueles de la Tierra, que se había incubado, a lo largo de muchos años, a la sombra de la burocracia soviética, donde el poder político y los privilegios de los altos miembros de la nomenklatura del sistema eran desde hacía rato sinónimo de delincuencia organizada, como ahora ocurre en nuestro país.
Aquí, el cambio de rumbo impuesto en 1982 por el gobierno de Miguel de la Madrid exacerbó la corrupción que existía en las entrañas del partido oficial y, aunque el eslogan del sexenio aspiraba a la “renovación moral” de la sociedad, fue en ese periodo cuando se disparó el auge del narcotráfico y la gestación de otra mafia, la nuestra, que hoy por hoy compite en crueldad y poderío económico con la rusa.
Desde una óptica ajena a cualquier nostalgia por aquel socialismo autoritario y corrupto que no funcionó, el colapso del imperio soviético abrió un proceso de descolonización que eximió a Moscú de la obligación de calzar y vestir a millones de vasallos improductivos. Libre de esa carga insoportable, Rusia se reconvirtió en una potencia capitalista moderna, que hoy posee y explota el mayor yacimiento de gas natural del mundo, merced a lo cual se permite hablar de tú a tú con China e India, acerca de lo que podría llegar a convertirse en una poderosa alianza asiática contra Estados Unidos.
Obama enfrentará, como es obvio, problemas muy distintos a los que encaró Gorbachov en su momento, pero no podrá soslayar que su pueblo lo llevó al poder porque considera que es el único líder capaz de mejorar los niveles de vida de la gente, mientras, por su parte, las grandes corporaciones toleraron su ascenso para que mantenga el predominio hegemónico del imperio en el mundo y tenga a raya a los gigantes del Oriente.
Resolver las tremendas contradicciones que ya existen y van a agudizarse entre el pueblo de Estados Unidos, empobrecido por el neoliberalismo, y los apetitos insaciables de las empresas y los bancos que ahora tanto dependen de la ayuda financiera gubernamental, será a todas luces el reto más apasionante y complejo de Obama.
Ojalá, para tratar de resolver semejante galimatías, vuelva los ojos a México y se informe acerca de un movimiento social, muy poderoso y extendido en estas tierras, que se consolidó a partir del momento en que buscando la Presidencia de la República, un carismático dirigente popular dijo y repitió en miles de discursos: “para que a todos nos vaya bien, primero los pobres”. Ese líder y ese movimiento van a reunirse mañana, a las 10 de la mañana en el Zócalo. Allá nos vemos…
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