Editorial
El subprocurador federal de Asuntos Internacionales, José Luis Santiago Vasconcelos, aseguró ayer que no hay en curso una guerra contra el narcotráfico y dijo que el papel del Ejército se limita a capturar a presuntos delincuentes para ponerlos a disposición del Ministerio Público. La declaración coincidió con el enfrentamiento que tuvo lugar en Apatzingán, Michoacán, entre efectivos militares y presuntos sicarios al servicio del narcotráfico, y en el que murieron cuatro de los supuestos delincuentes y resultaron heridos tres soldados. De acuerdo con los datos procedentes de esa localidad, los uniformados emplearon armas de grueso calibre en la confrontación -que duró hora y media-, y como resultado, la vivienda en la que se parapetaban los sicarios se incendió -por efecto de las granadas empleadas por las fuerzas regulares- y quedó prácticamente destruida. A decir del parte emitido por la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena), cuando los efectivos penetraron en la vivienda hallaron los cuatro cadáveres, además de tres armas largas, tres pistolas y una granada.
A contrapelo de lo dicho por el funcionario de la Procuraduría General de la República, la operación militar de ayer en Apatzingán parece mucho más un hecho de guerra que una maniobra policial. Más aún, el empleo de armas exclusivas del ámbito castrense -se habló de ametralladoras pesadas, de bazukas y de lanzagranadas-, puesto en evidencia por la destrucción material causada, hace pensar que fue un acto de aniquilación en el que no se tenía en mente la captura de delincuentes sino el exterminio de una posición enemiga.
No puede ignorarse que la acción referida se inscribe en el contexto de la campaña que el Ejército realiza en la Tierra Caliente michoacana tras la emboscada sufrida por un grupo de soldados la noche del pasado primero de mayo en la zona de Huetamo y Cuarácuaro, en la que murieron cinco uniformados y resultaron heridos otros cuatro.
La respuesta castrense ha dado lugar, según los habitantes del área, a excesos y atropellos contra la población civil. Los señalamientos correspondientes, aunados a la desmesura del ataque contra la casa en la que se guarnecían los presuntos delincuentes, hace pensar que lo que está teniendo lugar en la región no es una persecución de delincuentes, sino una suerte de venganza institucional por las bajas que sufrió el Ejército el primer día de este mes.
Ciertamente, ante el narcotráfico no hay razón alguna para que el gobierno actúe como si se encontrara en guerra, pero los datos disponibles indican que la guerra está en curso y que el Ejecutivo federal opera, en este ámbito, con la idea de aniquilar a un enemigo, no de combatir un fenómeno delictivo. Para esa lógica resulta inevitable el uso de las fuerzas armadas, y éstas responden como saben hacerlo: procurando la destrucción física de una fuerza contraria.
Tales determinaciones generan una distorsión alarmante e injustificable de la institucionalidad y de las disposiciones constitucionales vigentes en la República, propician la violación masiva de los derechos humanos y causan daño y desgaste moral no necesariamente a los delincuentes a quienes se persigue, sino a las propias fuerzas armadas. El Ejército se debilita en la medida en que emplea su armamento contra infractores de la ley que deben ser capturados y sometidos a juicio, no aniquilados. Es urgente, por ello, que los soldados regresen a sus cuarteles y a sus ocupaciones constitucionales, y que la lucha contra el narcotráfico vuelva al ámbito policial y judicial. De otra manera, se causará al país un daño de incalculables proporciones.
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario