Luis Hernández Navarro
Las cárceles del país están llenas de presos políticos. Cada día que pasa la lista de luchadores sociales que ingresa a prisión crece. Quienes se encuentran detenidos por participar en movimientos sociales enfrentan procesos legales llenos de anomalías jurídicas. La ley se ha convertido en una herramienta para combatir la justicia.
Las cifras sobre el número de detenidos políticos varían. Varios organismos defensores de derechos humanos hablan de que hay alrededor de 500 de ellos. Otros elevan el número a 800. Esta diferencia en la contabilidad proviene de que no hay ni un listado único de presos ni una asociación de defensa de alcance nacional que coordine a los comités y grupos locales existentes. No existe en México un organismo similar al Frente Nacional contra la Represión, que, a finales de la década de los 70, encabezó la lucha por la presentación de los desaparecidos y la liberación de los detenidos por sus convicciones.
Un prisionero político es una persona a la que se mantiene en prisión o bajo arresto, porque sus ideas suponen un desafío al sistema político establecido. Un preso de conciencia es un ser humano encarcelado por sus ideas políticas, creencias religiosas, origen étnico, sexo, idioma, origen nacional o social, situación económica u otra circunstancia, y que no ha incurrido en delito ni ha recurrido a la violencia o propugnado su uso. Se le encarcela solamente por sostener ideas, creencias o condiciones de vida contrarias a las del grupo en el poder.
Muchos de quienes se encuentran tras las rejas fueron víctimas de los cuerpos policiales de violencia. Fueron golpeados, torturados, e, inclusive, abusados sexualmente, durante y después de su arresto. No pocos se encuentran en condiciones carcelarias humillantes. Varios están recluidos en penales de alta seguridad, al lado de torturadores, narcotraficantes y secuestradores.
Un enorme número de los presos políticos son jóvenes, y no son pocos los dirigentes populares que encabezaron luchas de protesta. Son los damnificados de una política que ha decidido criminalizar la expresión pública del malestar social antes de abrirle espacios reales de negociación. Los prisioneros a los que se les asocia con organizaciones guerrilleras son una minoría.
Los partidos políticos que se reclaman de izquierda se han desentendido del asunto. El Partido de la Revolución Democrática (PRD) ni siquiera se ha hecho cargo en serio de los militantes suyos que han perdido la libertad por participar en el movimiento contra Ulises Ruiz en Oaxaca. Algunos de sus dirigentes temen que la opinión pública los asocie con la violencia si defiende a los presos en serio.
Muchos intelectuales, usualmente preocupados por la defensa de los derechos humanos, ahora han guardado silencio ante los atropellos que se cometen en el país. Otros prefieren opinar sobre Cuba o Venezuela antes de decir una palabra sobre la crisis de derechos humanos que existe en el país. Suponen que en una democracia de baja intensidad, como la mexicana, el respeto a las garantías individuales es un lujo del que puede prescindirse.
Las organizaciones no gubernamentales de derechos humanos están lejos de encontrarse en su mejor momento. Como sucedió con una buena cantidad de organismos civiles de promoción al desarrollo, la borrachera del foxismo los llevó a colaborar estrechamente con un gobierno que, después de seducirlos, terminó abandonándolos. Por supuesto que hubieron dignas excepciones a esta conducta, pero, en conjunto, perdieron autoridad frente a la sociedad y capacidad de articular intereses y conjuntar esfuerzos.
La Comisión Nacional de los Derechos Humanos y las comisiones estatales han desempeñado, en muchos casos, un papel penoso, y, con demasiada frecuencia, de claro contubernio con las instancias gubernamentales responsables de las violaciones.
Tantos presos políticos es síntoma de un profundo problema en el funcionamiento del sistema político mexicano. Hay un severo déficit de representación política de amplios sectores de la población; existe una fuerte crisis de las mediaciones sociales; los canales institucionales para la atención de la demanda social están atrofiados. La tendencia a que la lista de detenidos crezca es indicador de que, lejos de solucionar el conflicto, el nuevo gobierno está empeñado en agravarlo.
Hace casi 30 años el Estado enfrentó una intensa crisis -no necesariamente similar a la actual, pero sí con algunos elementos en común-, emprendiendo una reforma política que legalizó a la izquierda comunista y a una parte de la izquierda radical, promoviendo una amnistía a los presos políticos. A pesar de sus limitaciones, las medidas crearon un nuevo contexto para la competencia y la convivencia política. Pero el gobierno de Felipe Calderón parece no haber aprendido la lección.
La pretensión panista de imponer su versión de "paz social" coincide en el tiempo con una escalada violenta del narcotráfico por el control de plazas y mercados, así como con la ofensiva de la derecha más recalcitrante para controlar, aún más, enclaves fundamentales del Estado mexicano. La nueva administración está estirando la liga más de la cuenta. Como siga haciéndolo se le va a romper.
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