Entrevista de Gerardo Fernández Noroña en Milenio
Secretario de Comunicación del PRD y activista
"Ya me hubieran dado mi pensión"
Con tres décadas de activismo, el perredista se considera "un cuadro muy corrido". Zedillo le hizo promesas, Fox lo oyó, Calderón —dice— es el peor, el más brutal. Confiesa que "no busca morir como perro en un eje vial", pero afirma que ya superó el miedo. "No sé con qué me voy a enfrentar en una protesta.
Mi arma es que nadie sabe lo que haré... Ni yo".
Un día de 1998, Gerardo Fernández Noroña, dirigente de la Asamblea Ciudadana de Deudores de la Banca, viajó a Zacatecas, donde él y sus compañeros, una vez más, exigirían entrevistarse con el entonces presidente Ernesto Zedillo. Les dijeron que serían recibidos, pero sin la presencia del cabecilla, quien además debería regresar a la Ciudad de México.
El líder meditó la propuesta y, no muy convencido, aceptó el término, con tal de que hubiera diálogo —que no lo habría— y viajó por tierra a Aguascalientes, donde abordó un avión al DF. En el vuelo, se le acercó un individuo, que él bien conocía, pues era el representante de la Asociación de Banqueros en Gobernación.
—Estás muy loco —le dijo—, y te puedes encontrar a un tipo igual de loco que te meta un tiro.
—Tomo nota de tu recado —respondió el líder—, y dile a quien me lo mandó que si ustedes deciden hacerme algo, ése es su problema. Yo no puedo hacer nada para evitarlo. Yo sigo actuando en lo que creo y no me preocupo por los problemas que ustedes tengan que resolver.
La observación del emisario no inquietó esta vez a Fernández Noroña —"por supuesto que he sentido miedo"—, quien nació en marzo de 1960 en la clínica La Prensa, ubicada en la colonia Morelos, y que hasta los cinco años vivió entre las calles José Joaquín Herrera y Lecumberri. De ahí se lo llevarían a una unidad habitacional del Seguro Social, en Tlalnepantla.
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Desde Tlanepantla, a partir de los seis años, Fernández Noroña abordaba un camión que tardaba más de una hora en llegar a la escuela primaria Pablo Moreno, en la colonia Centro. De vuelta demoraba más, pues el autobús, además de ir repleto, cruzaba la zona industrial de Vallejo.
Pagaba un peso y 20 centavos, en vez de uno con 40, pues ahorraba para, de vez en cuando, jambarse un sope, además de la torta que le preparaban en casa. De los 6 a los 29 años vivió en el multifamiliar, apegado a su abuela materna, María de la Luz Velázquez, a quien recuerda como una mujer religiosa y humanista.
Quería estudiar medicina, pero lo enviaron a un tecnológico del municipio; no concluyó y entró a un centro de estudios tecnológicos del IPN, situado en su área de residencia. Terminó a los 17 años. Se inscribió en ingeniería del IPN, pero luego optó por la Escuela de Orientación Profesional, donde nació la idea de cursar sociología en la UAM Azcapotzalco. Acabó en 1989.
Fue el año en que se trasladó a la colonia Narvarte, con su esposa Yolanda González; ya separado, regresó al rumbo de su infancia, donde vivió al lado de su segunda compañera, Marta Eugenia Ojeda. Con préstamo de Banamex obtuvo un departamento en el edificio El Buen Tono. En 1994 se separó. Él se fue a un departamento de la calle Edison, colonia San Rafael.
Desde 2005 habita en un departamento de 80 metros cuadrados. Está en el ex convento de Santo Domingo, colonia Centro. Se lo compró al pintor inglés James Reeve. Tiene una recámara, sala, estudio y comedor, 11 estantes repletos de novelas históricas, libros de biografías y sociología.
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En sus primeras incursiones políticas lideró a colonos de las siete unidades habitacionales del IMSS, cinco de ellas en el DF y dos en el Estado de México; fue presidente de la sociedad de alumnos en el centro de Estudios tecnológicos y representante estudiantil de dociología en la UAM.
Fungió como líder de taxistas y, de 92 a 94, dirigió el PRD en el Estado de México. Y vinieron los años difíciles. Una etapa que "si no te llueve, te llovizna". Fue cuando se enemistó con Porfirio Muñoz Ledo, entonces presidente del PRD, pero, en cambio, desde el punto de vista mediático —así lo estima— fue una época próspera, pues ese año, 1995, fundó la Asamblea Ciudadana de Deudores de la Banca.
El país estaba quebrado. Como muchos, Fernández Noroña adeudaba una tarjeta de crédito y la hipoteca de su casa. Y fue un año después cuando, el 23 de julio, con un grupo de mujeres bien arregladas y él trajeado, llegó a las puertas de Palacio Nacional. Ernesto Zedillo celebraba una reunión de apoyo a deudores del campo.
Los portones estaban abiertos y vigilados. Fernández Noroña se apartó de sus compañeras y avanzó hasta quedar frente a la denominada puerta de honor. Desde ahí vio el rito y se quedó. Unos escoltas le pidieron retirarse. El activista se negó.
Trataron de quitarlo. No se dejó. Lo jalaban, se defendía. Por un momento se hizo a un lado para que entrara una Suburban. Entonces sus colegas corrieron hacia él. Quiso regresar a la misma posición, pero topó con una valla de militares. Y otra vez el jaloneo.
Se soltaba y lo agarraban. Salió un mando del EMP y ordenó desalojarlos. Las mujeres fueron empujadas hacia la calle. En eso estaban cuando Fernández Noroña logró colarse y se dejó caer al piso, frente a la puerta de honor, y un militar lo jaló del pie izquierdo. Quedó de espalda al portón.
De pronto sintió una mano en el hombro. "¡No me toques!", exigió, pero lo sorprendió la respuesta: "Soy Zedillo". Y alzó la mirada y comprobó que era el Presidente, quien lo ayudó a levantarse. "Le reconozco y le agradezco su sensibilidad, señor Presidente", dijo el activista. Zedillo lo agarró del brazo y recomendó: "No se ande arriesgando, no le vayan a dar un pisotón".
Y enfilaron hacia la Suprema Corte. Durante el trayecto platicaron sobre la cartera vencida. Zedillo le pidió que hicieran un análisis de lo que acaba de presentar y que después lo atendía. Pero Zedillo no cumplió. Por eso cada día 23 iba a recordarle su promesa. Cuatro años. Sin fallar.
En Cancún, 1997, Noroña y tres de sus camaradas fueron encarcelados por orden del gobernador Mario Villanueva Madrid. Los liberaron a los ocho días y más tarde los exoneraron. Al mandatario lo encarcelarían por delitos contra la salud; su procurador, que hizo el arresto de los activistas, fue asesinado.
—Y yo —se ufana Fernández Noroña— sigo en lo mío. Tengo ambiciones políticas, pero no son mi prioridad. Mi convicción es que todos deberíamos hacer un país justo e igualitario.
Y siguió contra Vicente Fox, el único candidato a Los Pinos que lo recibió, sin que hubiera solución, y en cuyo sexenio, recuerda, estuvo a punto de accidentarse en una camioneta, debido a que militares motorizados sacaron el vehículo de la carretera, cuando él y sus huestes iban rumbo al rancho San Cristóbal.
—Y ahora contra Calderón…
—Las protestas de riesgo era acercarte a figuras de autoridad en tiempos de Zedillo y Fox, pero ni soñando eran tan brutales como los de Calderón. Es absurdo. Las vallas son de un miedo irracional. Nosotros sólo vamos con las manos, las gargantas y el corazón.
—¿Y tiene miedo?
—¡Claro! No soy temerario. Disfruto la vida. Me siento muy afortunado. No estoy buscando morir como perro en un eje vial. Me gusta viajar, leer, oír música, quiero a mis hijos —tiene dos: una niña de 16 años y un varón de 14.
—¿Y entonces?
—La diferencia es que supero ese miedo. El miedo es positivo porque te alerta. Te despierta los sentidos. Te hace daño si te domina, porque te paraliza y te acobarda… Yo no sé con qué me voy a enfrentar a una protesta. Nuestra arma es que tampoco ellos saben lo que haré yo. Es más, nadie lo sabe. Ni yo.
—¿Nadie?
—Tengo un plan básico, pero improviso sobre la marcha. Desarrollo una sensibilidad especial para moverme en el filo de la navaja: si ellos se pasan, pierden; si yo me paso, pierdo. Y yo no puedo pasarme, porque ejerzo mi derecho con firmeza; ellos no soportan eso… O más poético: no saben tratar con hombres y mujeres libres.
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—Treinta años de activismo.
—Treinta años; no lo había pensado – dice, reflexivo, y saborea su oporto–. Soy un cuadro muy corrido. Ya me hubieran dado mi pensión.
Humberto Ríos Navarrete
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