León Bendesky
Por más de dos décadas la economía mexicana ha ido dando de tumbos, con varias crisis sumamente costosas y recuperaciones del todo insuficientes. Hoy, en el mejor de los casos, esta economía ha alcanzado una estabilidad financiera que no consigue más que mantenerla en un estado de letargo. No se logra superar una situación que ya se hizo crónica y que consiste en: poco crecimiento del producto, poca capacidad de generar empleos, poco incremento duradero de los ingresos de las familias y, eso sí, mucha y desigualdad social.
Esta ha sido una historia de acomodos asociados con una serie de reformas mal hechas e incompletas y, otras que el Estado ha sido y es aún incapaz de promover. A la inoperancia de la economía ha correspondido mayor fragilidad social, y en ese entorno no es inexplicable la creciente tensión del ambiente político.
El proceso de reformas tal y como se ha desarrollado en este mismo periodo muestra los desajustes que hay en el país y cómo éstos se reproducen. Las nuevas reformas que se emprenden a jalones están insertas en ese mismo escenario y, por tanto, se traban o son, cuando mucho, parciales y sólo posponen los conflictos que hoy existen.
La apertura de la economía, que es la reforma madre, se inició a mediados de la década de 1980, y en 1995 entró en vigor el TLCAN. La cuestión del libre comercio es, según los principios convencionales de la teoría económica, una condición de eficiencia que podría, aunque nada lo garantiza, llevar a un mayor nivel de bienestar por medio del crecimiento; es más, hasta propone que el comercio es una forma preventiva de los desplazamientos de la población.
De ahí que la apertura y las reformas que acarrea se conviertan en un instrumento de la política económica, lo que no debía confundirse con un postulado metafísico como ha ocurrido desde que las promovieron Carlos Salinas y el grupo de técnicos asentados en las secretarías de Hacienda, Comercio y el Banco de México. Grupo que, por cierto, se ha reproducido de manera endogámica en el gobierno, a la par que aumenta la disfuncionalidad de esta economía.
Con la apertura y el TLCAN han cambiado, sin duda, muchas cosas en esta economía y, por lo mismo, en esta sociedad. El balance, sin embargo, no es positivo. Los datos indican que la productividad no ha crecido como se esperaba; las cadenas productivas están truncadas junto con las fuentes de crédito a las empresas; la competencia no se ha favorecido y, en cambio, la concentración en los sectores clave es mayor en términos de producción, financiamiento y exportaciones, cuestión que incide, por supuesto, en la concentración del ingreso; los consumidores no se han beneficiado por la estructura monopólica de los precios de muchos productos y servicios, el mercado laboral está dislocado y, a las corrientes de inversión que llegan de Estados Unidos corresponde el flujo contrario de las centenas de miles de migrantes que salen de México cada año por la creciente exclusión.
La economía de México tiende actualmente a una convergencia con la de Estados Unidos en cuanto a las tasas de inflación pero, sobre todo, del crecimiento del producto. Este último hecho representa una deformación, puesto que las condiciones de esa evolución son muy desiguales, y mientras que allá un crecimiento anual de 3 por ciento es muy satisfactorio, aquí es muy limitado y casi corresponde a un estancamiento.
Vuelve ahora la temporada de las reformas; el Ejecutivo y el legislativo se aprestan para ello nuevamente con pocas variaciones al tema. Hay ya un par de antecedentes que no podrán echarse por la borda cuando se abran los debates. Uno de ellos es la frustrada Ley Federal de Radio y Televisión desmantelada por inconstitucional por la Corte y, otro, es la reforma del ISSSTE, que ha generado tanta oposición. La reforma fiscal que propondrá Hacienda no parece tener novedad alguna y podrían preservarse las inequidades en el cobro de impuestos, con ello las penurias del Estado y las presiones sobre Pemex. La reforma energética no se puede plantear al margen de la reforma fiscal y tampoco sin una clara propuesta del papel de la energía en el desarrollo económico y la equidad social.
No queda claro la confianza que puede haber en la propuesta y discusión de las reformas cuando el gobierno insiste en las fórmulas que desde la administración zedillista están en un callejón sin salida. Tampoco cuando el Congreso da muestras de ineptitud legal y de un apetito patrimonialista que está fuera de proporción con su trabajo y las circunstancias generales de la población a la que representan. Esta es una sociedad dominada por las rentas asequibles a unos cuantos y las canonjías de otros tantos.
Las reformas sólo pueden realizarse si el quehacer se toma en serio, con una estrategia bien planteada y objetivos determinados, con consensos políticos firmemente establecidos y no sólo basados en el principio de la autoridad o cercados por intereses a los que no se puede tocar.
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