Raúl Zibechi
Que los de abajo derroten a los poderosos no es algo que suceda todos los días. Que un grupo de comunidades indígenas de una remota región del norte del Perú se imponga a las multinacionales de la minería, es algo que merece ser festejado. El domingo pasado tres localidades de la zona montañosa de Piura, departamento en la frontera norte con Ecuador, convocaron a una consulta en la que 60 por ciento de sus 40 mil habitantes se pronunciaron de forma rotunda contra un emprendimiento minero que no ha sido autorizado por las comunidades afectadas.
Los alcaldes de los distritos de Ayabaca, Pacaipampa y el Carmen de la Frontera convocaron la consulta como forma de frenar a la minera Majaz, que desde 1999 adquirió los derechos para la explotación de cobre en esa región, donde nacen los ríos que abastecen a decenas de comunidades. En agosto de 2005, miles de comuneros marcharon hasta el campamento de la empresa Majaz, lo que produjo enfrentamientos con la policía que dejaron un muerto, cuatro heridos y decenas de detenidos que fueron torturados. De ese modo, el Estado peruano desconoció el Convenio 169 de la OIT que obliga a someter a consulta a los pueblos aquellas decisiones que afecten a sus territorios.
El resultado de la consulta, pese a las amenazas recibidas por el gobierno de Alan García, fue contundente: alrededor de 95 por ciento de los votantes se pronunció contra la minera. Pero lo más significativo fue la vasta movilización indígena. Miles de comuneros marcharon durante dos, seis y hasta 12 horas a través de las montañas, con sus hijos y alimentos a cuestas, para acampar en las cabeceras municipales y estar así listos para emitir su voto el domingo. Había que ver, en los días previos, cómo el gobierno copaba los espacios televisivos para emitir un mensaje intimidatorio en que los comuneros eran tildados de “terroristas” y se amenazaba con militarizar los municipios donde se realizó la consulta. La torpeza gubernamental colocó la consulta como el tema principal de la agenda nacional y mostró a las autoridades como aliadas incondicionales de las multinacionales mineras.
La consulta representa uno de los éxitos más notables del movimiento social peruano y coloca a sus promotores, la Coordinadora Nacional de Comunidades Afectadas por la Minería (Conacami), como el principal referente de las luchas sociales del país. La Conacami es una organización de nuevo tipo, en sintonía con los movimientos indígenas latinoamericanos en un país donde las demandas étnicas eran hasta hace pocos años subsumidas en las clasistas. Está naciendo en Perú una nueva dirigencia social estrechamente vinculada con sus bases, que están protagonizando el nuevo ciclo de luchas que parece emerger. Destacan los cocaleros y las comunidades afectadas por la minería, pero también actores sociales urbanos que se reactivan y que fueron los protagonistas de las jornadas de huelga nacional de julio pasado. Buena parte de ellos organizaron la semana pasada en Arequipa la Cumbre Social de los Pueblos del Sur para denunciar la 28 convención de los empresarios de la minería.
Según un editorial del diario La República (17/9/07), la consulta marca “el fin del modelo neoliberal al servicio de los intereses mineros establecido por la legislación promulgada por la dictadura fujimorista, con su sistema de exoneraciones y total prescindencia de las poblaciones concernidas”. Otros estiman que el ejemplo del puñado de comunidades que desafió a las autoridades, que declararon ilegal la consulta, ha movido el suelo político porque puede tener un efecto demostrativo. “Si el ejemplo prende, será inevitable algún tipo de reforma que reduzca el poder de la burocracia central y de la elite propietaria en el campo de la minería. Por eso las iras”, apunta el columnista Carlos Reyna, también en La República, en referencia a la inocultable rabia del presidente peruano.
La minería ha sido la expresión más feroz del modelo neoliberal en el país andino, donde las multinacionales controlan 13 millones de hectáreas, esto es, 10 por ciento de la superficie del país, pero aspiran a hacerse con 60 millones de hectáreas más. En 1995 el régimen de Fujimori modificó la Ley de Tierras, y estableció que en caso de conflicto entre propietarios de tierras y los inversionistas mineros, aquéllos deben subordinarse al interés del minero y permitir su actividad. Esas tierras son compradas bajo presión a los comuneros, a tal punto que las estadísticas dicen que 3 mil 126 comunidades indígenas donde viven 3 millones de personas están ubicadas en zonas de influencia de la minería. Los vertidos contaminantes, como mercurio y plomo, están destruyendo la salud de los comuneros. La Oroya, donde la resistencia comunera a la Cerro de Pasco Corporation inspiró a Manuel Scorza en sus novelas sobre la “guerra silenciosa”, está hoy entre las 10 ciudades más contaminadas del mundo.
La otra cara del desastre ambiental que provocan las mineras son las fabulosas ganancias que colocan a Perú como primer productor de plata del mundo, tercero de estaño y zinc, cuarto de plomo y cobre, y quinto de molibdeno y oro. Las multinacionales están invirtiendo mil millones de dólares anuales en Perú, pero sólo en 2005 el valor de la producción de oro fue de 3 mil millones de dólares, el de cobre 3 mil 600 millones y el de zinc de mil 400 millones de dólares. Los minerales suponen 45 por ciento de las exportaciones peruanas, pero la actividad minera sólo aporta 4 por ciento de los ingresos del Estado y uno por ciento de la población activa. La contaminación le cuesta al país 4 por ciento del producto interno bruto.
La minería es uno de los núcleos en torno a los que se organiza la segunda oleada neoliberal que está arrasando con la vida de nuestros pueblos, al igual que el complejo forestación-celulosa y monocultivos de soya y caña de azúcar. Frenar estos emprendimientos es vital para torcer el rumbo del modelo de acumulación por desposesión, con que las multinacionales pretenden frenar el declive del sistema hegemónico.
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