Ilán Semo
En días pasados, Marcelo Ebrard, jefe de Gobierno del Distrito Federal, formuló la propuesta más audaz que se ha escuchado en los últimos años en materia de reforma social y económica: instaurar el salario de desempleo. La idea es tan antigua como la teoría keynesiana, que data de los años 20 del siglo pasado. Durante el régimen priísta se escuchaba en cada sexenio en boca de uno que otro líder sindical oficial, que la pregonaba como un buscapiés y la archivaba en cuanto cobraba alguna resonancia. Múltiples y célebres economistas realizaron estudios sobre su viabilidad, sin despertar el menor eco. A saber, nadie con un cargo –es decir, poder– semejante al de Ebrard se había aventurado a proponerlo con las previsiones institucionales, financieras y legales mínimas para que se convierta en una auténtica obligación del Estado en un futuro predecible.
Las formas más tempranas y embrionarias del salario de desempleo se remontan a los años 30. Los primeros en impulsarlos fueron los partidos socialdemocráticos de Europa Occidental, en Alemania, Austria, Inglaterra, los países bajos y los escandinavos. La demanda era más antigua, pero sólo cobró legitimidad a raíz del derrumbe económico que trajo consigo la crisis de 1929. Una de las conclusiones casi evidentes de esa catástrofe fue que la sociedad de mercado requería, para asegurar su estabilidad, de mecanismos que garantizaran ciertos niveles mínimos de consumo de la población empleada y no empleada. Hasta entonces la única forma de asegurar sistemáticamente el consumo era por medio del salario. El consumo dependía exclusivamente de quienes recibían un ingreso por su trabajo. 1929 demostró que este principio era radicalmente insuficiente: la competencia y el mercado producían, irónicamente, el desempleo de aquellos a los cuales estaban destinados los productos. Mientras más se desarrollaban la tecnología y la productividad, más se estrechaba el universo de quienes podían adquirir los bienes y las mercancías.
El salario de desempleo trajo consigo un concepto totalmente nuevo para garantizar el equilibrio del mercado nacional y mitigar la polarización social que había sido tan distintiva de los años salvajes de la sociedad de mercado. De facto, convertía a la tarea de la estabilidad económica en una responsabilidad social.
En la segunda mitad de los años 30, los partidos fascistas hicieron a un lado la medida: sus políticas de “empleo” fueron el reclutamiento forzado, la economía planificada y el trabajo forzoso.
No fue hasta el fin de la II Guerra Mundial cuando el salario de desempleo devino la institución central del Estado de bienestar. Por medio de ella, las economías industrializadas han gozado de la base más elemental que ha permitido la formación de un efectivo mercado nacional relativamente blindado contra los vaivenes de la economía moderna.
Sin salario de desempleo, el concepto de Estado de bienestar se convierte en una retórica vacía y demagógica. Tal y como sucedió en el régimen priísta, que invariablemente evadía el tema y reducía la política social a unas cuantas dádivas que le permitían consolidar consensos de caciques y burocracias.
Los argumentos que ha enarbolado el secretario del Trabajo, Javier Lozano, en contra del salario de desempleo, recuerdan paso a paso esa vieja retórica. El más reciente es simplemente penoso: el Gobierno del Distrito Federal habría contado con un fondo para hacer frente al desempleo desde 1985. ¿Y la Federación que él encabeza, entre otros, no cuenta acaso con el mismo mandato?
El panismo ha hecho del combate a la pobreza una suerte de regresión al siglo XVIII. La filantropía, su consigna central frente al tema, convierte a la pobreza en un objeto de buenas y dadivosas conciencias (que nunca abundan en una sociedad), no en una obligación y una responsabilidad del Estado. Pero, sobre todo, en una supresión permanente de la posibilidad de hacer coincidir políticas que combinen la producción de oportunidades efectivas con la consolidación de los elementos básicos de un mercado nacional.
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