John M. Ackerman
La propuesta de reforma constitucional presentada de manera sorpresiva en el último día de la gestión de Manlio Fabio Beltrones como presidente de la comisión ejecutiva para la reforma del Estado no responde a las demandas ciudadanas ni atiende de fondo las graves carencias en materia electoral. Esperábamos una reforma histórica que ayudara a rencauzar nuestra democracia, tan agraviada por la impunidad, la simulación y la falta de legitimidad. A cambio se nos ofrece una propuesta reducida, que deja fuera los asuntos medulares.
Quizá lo más preocupante sea la rotunda resistencia de los legisladores para detener el cada vez más abundante flujo de recursos que llevan nuestros impuestos a las arcas de los grandes consorcios televisivos. Al parecer seguiremos con el régimen de costumbre en que el dinero y las “buenas relaciones” con las televisoras decidirán la suerte de los candidatos.
La propuesta de Beltrones no reduce en lo absoluto el financiamiento anual para las actividades ordinarias de los partidos, sólo se limita a reducir el financiamiento adicional que se les otorga en años electorales. Lo que tal reducción provocará, si no se transforma de fondo el régimen de contratación de medios, es la búsqueda desesperada por parte de candidatos y partidos de fuentes alternas de financiamiento. Los narcotraficantes, sin duda, estarán muy complacidos con la oportunidad de llenar el vacío que súbitamente se les abre.
Del mismo modo en que los legisladores y los partidos mostraron su indigna subordinación ante los grandes consorcios mediáticos con la aprobación de la ley Televisa, hoy también se niegan a enfrentar el poder fáctico de la gran pantalla. Nuestros políticos tampoco se atreven a enfrentar la intervención indebida del sector privado en las campañas electorales. El código electoral ya prohíbe de manera explícita los donativos de empresas mercantiles y la contratación de propaganda de parte de terceros. El problema no era la ausencia de prohibiciones, sino de sanciones explícitas, argumento que ha sido esgrimido por el IFE, el tribunal electoral y la Fiscalía Especializada para la Atención de Delitos Electorales (Fepade) para justificar su total pasividad frente a graves violaciones que se cometieron en el proceso electoral pasado.
Con la reforma se abre la posibilidad de que el IFE pueda sancionar económica o administrativamente a las “personas físicas o morales”, además de que se anula el llamado secreto fiscal. Esto podría implicar un avance si la ley secundaria reglamentara estas facultades con toda precisión. Sin embargo, la propuesta deja totalmente fuera la aplicación de sanciones penales a los actores privados que violen la ley. Como bien sabemos, la amenaza de algunas multas aquí o allá nunca detendrá las ambiciosas tendencias de los grandes intereses económicos del país. La cárcel, en cambio, sería un desincentivo más efectivo.
Los integrantes de la comisión ejecutiva para la reforma del Estado también han mostrado su total falta de compromiso con la ciudadanía, al dejar completamente intacto el actual proceso de nombramiento de los consejeros electorales a partir de las propuestas de grupos parlamentarios. Tal procedimiento garantiza que los nuevos funcinarios deban sus puestos de manera directa a uno u otro partido. Por muy “ciudadano” que sea su perfil, los nuevos consejeros estarán marcados de origen.
Otras propuestas sumamente preocupantes son la cancelación de la posibilidad de anular comicios por la vía “abstracta”; la eliminación de la facultad de la Corte para investigar de oficio “la violación del voto público”, y la ausencia de algún pronunciamiento con respecto a la autonomía de la Fepade.
Los partidos seguramente anunciarán que el plan es arreglar estos y otros problemas a la hora de aterrizar las reformas constitucionales en la ley electoral. Pero la historia nos enseña que tales afirmaciones son poco más que una cortina de humo. En 1989, en aras de conseguir el apoyo del PAN para la reforma constitucional, los legisladores del PRI firmaron una “carta de intención” en la que se comprometían formalmente con el contenido de la ley secundaria. El tricolor tardó menos de tres meses en desconocer el contenido de la famosa carta.
En 1996, después de meses de negociación y una reforma constitucional aprobada por consenso, el PRI, sorpresivamente, cambió de postura y aprobó por la libre la nueva versión del Código Federal de Instituciones y Procedimientos Electorales. Eso permitió que de última hora el monto del financiamiento público para los partidos se quintuplicara, que los candados para evitar que militantes fueran al mismo tiempo funcionarios electorales se desvanecieran, que el alcance de las coaliciones se acotara, que la fórmula para distribuir los tiempos oficiales se modificara por completo, y que las penalizaciones por la violación de topes de campaña se atenuaran de forma importante.
Estamos en una coyuntura crucial. Lo que no se incluya en la actual reforma constitucional muy difícilmente se podrá incorporar mañana. Más vale que los legisladores rectifiquen hoy, en lugar de lamentar durante años las grandes oportunidades perdidas en aquel otoño de 2007.
Integrante del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM.
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